8 de marzo, 2015
Y
crezcan [auxánete] en gracia [xáriti] y en conocimiento [gnósei] de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo. A él la gloria ahora y por siempre. Amén.
II Pedro 3.18, La Palabra (Hispanoamérica)
El apóstol Pedro —sí, el antiguo pescador de Galilea llamado por Jesús a
seguirlo—, explicó con notable claridad el propósito de sus cartas las
comunidades a las que se dirigió: “En ambas pretendo despertar mediante
recuerdos su sincera conciencia, para que rememoren el mensaje anunciado en
otro tiempo por los santos profetas, y el mandamiento del Señor y Salvador que
les transmitieron sus apóstoles” (II P 3.1-2). Lo primero, “despertar mediante
recuerdos sincera conciencia” es un ejercicio de anamnesis, “lucha contra el olvido” que permita a la comunidad
adentrarse en el pasado con una mirada nueva a fin de que, en segundo lugar se “rememore
el mensaje” anunciado desde antiguo por los profetas y todo se enlace con los
mandamientos del Señor Jesucristo transmitidos por sus apóstoles. El contexto
del mensaje de Pedro es una “crisis de esperanza”, puesto que el Señor había
anunciado su retorno próximo y éste no había acontecido aún:
A la situación de presión social a la que hacía
alusión de I Pedro, se había venido a sumar el conflicto que representó para
los cristianos la caída de Jerusalén sin que se cumpliera la promesa de la
segunda venida del Maestro. Esta situación que sin duda representó un factor de
confusión o al menos de desánimo interno para algunos miembros de la comunidad
se agravó cuando los oponentes al proyecto de vida cristiana, a quienes Pedro
llama “gente que vive de acuerdo a sus propios malos deseos”, comenzó a burlarse
de la esperanza que se alimentaba en la predicación de los apóstoles y en la
promesa del Señor.[1]
En sí, el problema no era la credibilidad que merecía la promesa del
Señor a cerca de su regreso sino la capacidad de las comunidades para renovar
su esperanza ante cada acometida de la realidad en su dureza. La respuesta de
las comunidades del N.T. había sido un tanto ambigua, pero exigente: “Una
primera interpretación fanática provocó cierta tensión, de la que nos habla
Pablo 1 y 2 Tes. Ahora, la comunidad tenía necesidad de que se avanzara un poco
más en la larga y compleja evolución de la esperanza escatológica, para que la
atención se dirigiese a una esperanza más profunda, digamos ‘cualitativa’.
Nuestra carta es la expresión más clara de una fase aguda de este cambio de
conciencia”.[2]
En medio de todo ello, el apóstol Pedro quiere garantizar y establecer
sólidamente en la conciencia que no se puede dudar de los anuncios del Señor,
para luego pasar a otro plano de exhortación, es decir, al terreno de los
hechos cotidianos, donde el deseo y la voluntad de Dios era “crecer en gracia y
en conocimiento”.
Para ello, se advierte de la presencia de “charlatanes” que se burlarán
de la promesa de Jesús (vv. 3-5) Ello, dice la carta, no comprenden los tiempos
de Dios ni las enseñanzas de la historia de salvación (v. 6, 8). El siguiente
punto es una lección de perspectiva escatológico-ecológico-cósmica, se diría
hoy, acerca del destino de todas las cosas: “En cuanto a los cielos y la tierra
actuales, la misma palabra divina los tiene reservados para el fuego,
conservándolos hasta el día del juicio y de la destrucción de los impíos” (v.
7). La paciencia de Dios es la razón de semejante “tardanza” (v. 9) y el
“factor sorpresa” sigue siendo la clave del retorno del Señor, cuando todo será
colocado en su justa proporción y en el lugar que le corresponde (v. 10) como
parte de una visión inevitablemente apocalíptica.
A la luz de esas realidades futuras, el desafío
es, en el presente, vivir una vida “entregada a Dios” y extremadamente “fiel” (11b), para así esperar de manera militante
y “acelerar la venida del día de Dios” (12a). “El autor, para animar la
resistencia de la comunidad ante el peligro de una pérdida de esperanza, no
pone el acento en la segunda venida de Cristo, sino que muestra una verdad de
fondo que los adversarios parecen no tener presente: Dios es el que conduce la
historia; él la ha iniciado, la sostiene con su palabra y la llevará a un fin
seguro”.[3] La “proyección
cósmica” de la esperanza se remite hasta la tercera parte del profeta Isaías: “Nosotros,
sin embargo, confiados en la promesa de Dios, esperamos unos cielos nuevos y
una tierra nueva que
sean morada de rectitud” (13).
Allí entronca la exhortación para esforzarse “en
vivir en paz con Dios, limpios e intachables” (14) y a considerar que “la
paciencia de nuestro Señor es para nosotros salvación” (15). La advertencia
apostólica, no sólo de su parte (15b-16), está hecha para vivir de esa manera.
Por lo tanto, lo que procede es “montar guardia” (17a) estar siempre atentos para
no caer en las garras del error ni se desmorone la firmeza actual (17b). La
insistencia en crecer (18a) resulta consecuente con la cierta desesperación mostrada
por el apóstol al referirse a anhelar ya la “leche espiritual” (to logikón ádolon gála, I P 2.2) para
crecer (similar a lo expresado en Hebreos 5.12: “Después de tanto
tiempo, deberían ser ya maestros consumados. Pero no, aún tienen necesidad de
que se les enseñe cuáles son los rudimentos del mensaje divino. La situación de
ustedes es tal, que en lugar de alimento sólido, necesitan leche todavía”), nuevamente con ese énfasis, y profundizar en la salvación.
Crecer en la gracia consistiría en obtener un máximo de credibilidad y de
confianza en el mundo para ser dignos no solamente de aceptación social sino de
impacto profético a través de una práctica consolidada de las enseñanzas del Maestro
que efectivamente impacten al resto de la sociedad. Crecer en el conocimiento del
Señor Jesucristo s un inevitable avance teológico que permita discernir lo que
sucede y tomar las determinaciones en consecuencia más efectivas para situarse
adecuadamente en el horizonte del propio Señor. “La capacidad de
contemplar la problemática que nos rodea y dejarnos cuestionar por ella, no
debe hacernos perder la visión contemplativa del que sabe que Dios actúa en lo
pequeño y en los pequeños, y que la historia, a fin de cuentas, no la escriben
los poderosos, sino el sencillo pueblo de los pobres”.[4] Que Él
nos permita transitar sólidamente por ese camino.
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