29 de marzo, 2015
Al
día siguiente, Juan vio a Jesús que se acercaba a él, y dijo: —Ahí tienen
ustedes al Cordero de Dios [jo ámnos tou
theou] que
quita el pecado del mundo.
Juan 1.29, La Palabra (Hispanoamérica)
Acercarse una vez más a la última semana de vida de Jesús en los
evangelios representa la oportunidad renovada de releer la manera en que los
autores del texto sagrado consignaron su visión teológica de los
acontecimientos ligados a las acciones salvíficas realizadas en la cruz y
confirmadas por la resurrección del maestro galileo. “En el Nuevo Testamento
Jesús es presentado como cordero en un triple aspecto, a) Hch 8.32 hace resaltar su paciencia en el sufrimiento; b) 1 Pe 1.19 con las expresiones ‘sin
defecto y sin mancha’ pone de relieve la impecabilidad y perfección del
sacrificio de Jesús; c) Jn 1.29, 36
señala la fuerza expiatoria de la muerte de Jesús, que quita, es decir, borra
el pecado del mundo”.[1]
La figura del Cordero de Dios, tal como aparece en la tradición del Cuarto
Evangelio y el Apocalipsis es un ejemplo de profundidad simbólica y de una
sólida interpretación cristológica del Antiguo Testamento, particularmente del
profeta Isaías, aplicada a la persona de Jesús como redentor del mundo. Como
parte de ese proyecto, desde el inicio mismo del evangelio aparece en labios de
Juan el bautista la afirmación central, al momento de “presentarlo” ante sus
propios discípulos y ante quienes serían los testigos de sus actividades.
Podría decirse que, luego de la presentación teológica, que se remite hasta la
eternidad del Logos (1.1-14), a
partir del v. 15 el texto deslinda la figura de Juan para preparar el escenario
específico que ocupará Jesús.
“La expresión ‘cordero de Dios’ significa el cordero escogido y predestinado por Dios. Las palabras ‘que quita el pecado del mundo’ (de todos los hombres, sin distinción de religión, raza o nacionalidad) señala a Jesús como a aquel que expía los pecados del género humano y trae la salvación esperada para los últimos tiempos”.[2] Juan, quien ya había dado testimonio de Jesús diciendo que era superior a él (v. 15), y de explicar quién era él a una comisión del Sanedrín con base en Isaías 40.3 (vv. 19-28), al día siguiente pronuncia las solemnes y escuetas palabras de presentación : “Al día siguiente, Juan vio a Jesús que se acercaba a él, y dijo: —Ahí tienen ustedes al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (vv. 29, 36). Con ellas, aludió al valor expiatorio de la muerte de Cristo, el “cordero del sacrificio”, imagen tomada directamente del Antiguo Testamento, aunque se discute si tal imagen alude al cordero pascual o a los dos corderos que diariamente se sacrificaban en el templo o, más bien, al siervo sufriente de Dios, a quien se compara también con un cordero “que carga con las culpas de todos nosotros” (Is 53.7).[3]
Juan interpretó Isaías 53 a contracorriente de lo que el judaísmo de la época veía en ese texto: su frase “significa que Jesús borra el pecado del mundo ofreciendo su vida en sacrificio, como nuevo cordero pascual dado por Dios para remisión de los pecados del género humano”.[4] Dios entrega al Cordero como sacrificio definitivo y absoluto capaz de abolir todos los demás sacrificios. “Si se sustituye la palabra cordero por ‘sacrificio’, entonces se vuelve comprensible lo descomunal de la afirmación del Bautista. Todos los sacrificios de los hombres no consiguen eliminar el pecado del mundo. él entregó a su único Hijo y no lo escatimó (cf. Rom 8.31-32: probable alusión a Gn 22)”.[5] Esta presentación teológica de Juan marcará todo el ministerio de Jesús tal como es narrado en el Cuarto Evangelio instalando en la mente y la memoria de los discípulos de manera indeleble la huella de la profecía antigua: “…el evangelista dio a las palabras del precursor una forma correspondiente a la idea que de la obra redentora se hacía la conciencia de los primeros cristianos, quienes consideraban a Jesús como el cordero pascual y, al mismo tiempo, hacía alusión a Is 53 (donde el siervo de Dios sufriente es comparado con un cordero llevado a la muerte), como a la profecía fundamental de la muerte de Cristo”.[6]
En la llamada “entrada triunfal” a Jerusalén, el nuevo Cordero de Dios hace una nueva presentación ya en camino directo y mortal hacia la cruz. Se avecinaba la confrontación directa del amor de Dios, expresado en sus palabras y acciones, con los poderes materiales concretados en la fuerza militar romana y la institucionalidad religiosa judía. Cuando los evangelios presentan la llegada de Jesús a la capital de su nación, queda al desnudo la verdadera naturaleza de dichos poderes: son una caricatura degradante del Reino de Dios que está por venir, el cual es anunciado mediante ese gesto profético tan elocuente. El verdadero rey, cuyo poder no consiste de exhibiciones prepotentes, entra a la ciudad en medio de vítores por parte de la gente más pobre, de los marginales del sistema, y se hunde en las entrañas del mismo para ser masacrado impunemente: “Y la gente que estaba con él cuando resucitó a Lázaro y mandó que saliera del sepulcro, contaba también lo que había visto. Así que una multitud, impresionada por el relato del milagro, salió en masa al encuentro de Jesús” (Jn 12.17-28). Allí será sacrificado el mismo día y a la misma hora que los corderos pascuales. “Jesús acepta sin reparos el homenaje de la multitud que lo sigue entre gritos de júbilo, pero la sencillez misma de la escena se encarga de corregir tácitamente sus falsas esperanzas. […] …no es un guerrero a caballo, sino príncipe de la paz, que pone fin a toda guerra y funda un reino pacífico”.[7] Inmediatamente después de la “entrada”, Jesús recuerda y vuelve a anunciar que será “glorificado” (12.23-26), eufemismo juanino para referirse al sacrificio de que será objeto.
[1] J. Gess, “Oveja”, en L. Coenen et al., eds., Diccionario teológico del Nuevo Testamento. III. 3ª ed. Salamanca,
Sígueme, 1993 (Biblioteca de estudios bíblicos, 26), pp. 231-232.
[2] Alfred Wikenhauser, El evangelio según san Juan. Trad.
Florencio Galindo. Barcelona, Herder, 1967 (Biblioteca Herder, sección de
Sagrada Escritura, 95), p. 97.
[3] Idem.
[4] Ibid.,
p.
98.
[5] J. Gess, op.
cit., p. 231.
[6] A. Wikenhauser, op. cit., p. 101.
[7] Ibid.,
pp.
345-346.
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