24 de mayo, 2015
Le concedes lo que su corazón desea,
no le niegas lo que sus labios piden;
con las mejores bendiciones te acercas a él,
ciñes a su cabeza una corona de oro fino.
Salmo 21.3-4, La Palabra (Hispanoamérica)
Le concedes lo que su corazón desea,
no le niegas lo que sus labios piden;
con las mejores bendiciones te acercas a él,
ciñes a su cabeza una corona de oro fino.
Salmo 21.3-4, La Palabra (Hispanoamérica)
En el camino y la experiencia de la fe cristiana, la expresión “encontrarse
con Dios” no es una bella metáfora ni un eufemismo para enmascarar ciertas
inclinaciones religiosas individuales o colectivas. La frase encierra un
conjunto de realidades a las que se ha tenido acceso mediante la mirada que el
Espíritu Santo, esa persona que siempre está viniendo al corazón de cada
seguidor/a de Jesucristo, refuerza y consolida con el paso del tiempo. Por
ello, cada vez que un/afirma que se ha encontrado con Dios entra a un espacio
de gracia en donde su intimidad y familiaridad con Él se vuelve motivo y motor
de la esperanza que alberga para continuar adelante y participar de los
designios de su Señor y Salvador. No otro era el horizonte que indagó, en un
esfuerzo espiritual y humano, tan loable como necesario, la ya fallecida teóloga
germano-mexicana Barbara Andrade (1934-2014), quien enfatizó el encuentro con
Dios (en la historia, título de su tesis doctoral) como un “don creador”, como
una comunión efectiva y regalo de vida. Estamos hablando de lo que ella
preguntó en un momento dado: “¿Cuál es tu experiencia de Dios?”, que puede
acontecer en momentos exaltados o espectaculares, para algunos, pero para otros
en la intimidad más silenciosa y menos ostensibles. Para ella, la fe: “Tiene
rasgos utópicos también, en cuanto que se basa en experiencias vividas,
experiencias de encuentro, místicas, de acompañamiento en la fe y de
experiencia en la comunidad, pero es sobre todo experiencia de perdón, perdón
incondicional que es el punto de toque de lo que llamamos la gracia de Dios, o
experiencia de Dios”.[1]
Los casos bíblicos de encuentro con Dios que generaron bendición son
múltiples pues van desde la más profunda intimidad (como en el caso de Abraham
al ser llamado a salir de Ur de los caldeos o Elías mediante el silbo apacible
y tierno) hasta la manifestación teofánica más aparatosa (como el mismo Elías
al derrotar a los sacerdotes de Baal o Josué al detener el sol en medio de una
batalla). Pero esas realidades históricas de fe no pueden aplicarse automática
o mecánicamente a otras personas en nuevos tiempos o circunstancias, pues Dios
trata con cada uno de maneras muy diferentes: “Nadie fue ayer,/ ni va hoy,/ ni
irá mañana/ hacia Dios/ por este mismo camino/ que yo voy./ Para cada hombre
guarda/ un rayo nuevo de luz el sol.../ y un camino virgen/ Dios”. (León
Felipe). O como dijo Vicente Leñero: “Jamás he tenido […] una experiencia
espiritual como la que narran ustedes y los místicos. A mí Dios nunca me ha
hablado. Me dan mucha envidia”.[2]
Pero aun así, nunca dejó de creer ni dejó de estar “sediento de Dios”,[3]
porque acaso a la inmensa mayoría nunca le sucederá lo que a Saulo de Tarso en
las afueras de Damasco, pero eso no implica que Dios no salga a nuestro encuentro
siempre: en las páginas de su palabra, en el amor vivido de manera auténtica,
en la amistad verdadera, en los laberintos de la vida…
En el salmo 21, estamos ante la experiencia de fe del monarca, nada
menos, que necesitaba, de verdad, experimentar frecuentes encuentros con Dios
para gobernar con sabiduría a su pueblo. Sólo de un Dios que le saliese al encuentro
podía proceder la sabiduría necesaria para conducir los destinos de una nación,
especialmente al momento en que los propios súbditos ruegan por él. De ese
modo, el poder entregado al rey podrá desdoblarse en formas de servicio de
beneficio directo para el pueblo. El encuentro con Dios, descrito al inicio del
salmo (“con las mejores bendiciones te acercas a él”, v. 4) ,abre las puertas para
un comportamiento personal y político marcado por el temor de Dios (“Porque el
rey confía en el Señor,/ por el amor del Altísimo no sucumbirá”, v. 8). La
cadena de bendiciones descritas a continuación, todas de utilidad para la
población gobernada, no está exenta de conflictos que se deben afrontar con energía,
pero nunca separándose de los designios divinos (“Tu mano golpeará a tus
enemigos,/ tu diestra golpeará a tus adversarios”, v. 9). Después de todo, en
el rey verá la mano poderosa de Dios actuando en su favor (“Álzate, Señor, con
tu poder;/ nosotros cantaremos y alabaremos tu bravura”, v. 10).
Cada encuentro con Dios genera bendiciones, las cuales deben ser
evaluadas mesuradamente y con el paso del tiempo, con todo y la premura con que
el carácter humano desea, casi siempre, aplicar los resultados de dichos encuentros.
Encontrarse con Dios plantea, como se puede apreciar en tantas situaciones, que
las prioridades o criterios aplicados para interpretar lo acontecido no sean
los adecuados y se requiera tomar otro rumbo, como le sucedió a tantos
personajes de la Biblia. Esa ruta del encuentro de Dios es, en verdad,
inabarcable en sus dimensiones de conexión con lo eterno, pero al mismo tiempo es
una forma de redención de la cotidianidad, que es justamente donde Dios sale al
encuentro para otorgar bendición, siempre y cuando exista también una disposición
para que ese encuentro se proyecte en todas las áreas de la vida de quien es
objeto de esa visita.
[1] Gregorio H. Chávez y Rafael Espino, “Teología de la esperanza.
Entrevista a la teóloga Bárbara Andrade”, en Vida Pastoral, www.vidapastoral.com/index.php?option=com_k2&view=item&id=316
[2] Javier Sicilia,
“Vicente leñero, mi amigo”, en El Diario
de Coahuila, 7 de diciembre de 2014, www.eldiariodecoahuila.com.mx/notas/2014/12/7/vicente-lenero-amigo-470876.asp.
[3] Eduardo
Garza Cuéllar, “Vicente Leñero, sediento de Dios”, en Este País, 1 de febrero de 2015, http://estepais.com/site/2015/vicente-lenero-sediento-de-dios/
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