domingo, 10 de mayo de 2015

Dios se encuentra con su pueblo en la historia, L. Cervantes-O.

10 de mayo, 2015

Jacob llamó a aquel lugar Penuel, porque dijo: “He visto a Dios cara a cara y sigo vivo”. Salía ya el sol cuando Jacob atravesaba Penuel; y caminaba cojeando de la cadera.
Génesis 32.31-32, La Palabra (Hispanoamérica)

Tarde o temprano es necesario abordar de nuevo un pasaje tan clásico como controversial, pero sumamente estimulante. El encuentro cara a cara con Dios por parte de Jacob, en un instante de grandes definiciones, coloca este relato en el centro mismo de la historia de la salvación debido a sus antecedentes, su conflicto concreto y sus enormes consecuencias para la vida del pueblo de Dios de todas las épocas. Las incontables interpretaciones que ha sufrido este episodio no agotan su riqueza y han contribuido al debate sobre las implicaciones efectivas de la interacción entre lo divino y lo humano. Ya el simple hecho de referirse a una “lucha con el ángel” abre las puertas para visualizar de antemano las dificultades de una lectura positiva (o positivista) de dicha interacción o encuentro, enmarcado como lo está en la sección del Génesis que reconstruye la existencia de Jacob, fundador de la nación israelita. El contexto nada amable de sus relaciones familiares y la decisión de enviar por delante a su familia para preparar el reencuentro con su hermano hacen de la historia una secuencia más de la extensa trama que resume la vida del pionero de un pueblo que habría de encontrarse en diversas ocasiones con Yahvé, el Dios que empecinadamente quiso hacer un pacto con él.
Leído como parte de un proceso de reconstrucción y afirmación de la masculinidad de Jacob, el relato contiene una serie de propuestas temáticas que se despliegan sólidamente como un esquema de nuevo relacionamiento con la divinidad, pero únicamente a condición de haber saneado sus relaciones previas, más directas, en el tiempo y en el espacio. Comenta Roland Barthes: “…si Jacob está solo, no es ya para preparar y realizar el paso, es para marcarse mediante la soledad (es el conocido apartamiento del elegido de Dios). […] Se trata […], de volver a casa, de entrar en la tierra de Canaán”,[1] como un Odiseo bíblico que regresa, 20 años después, de la guerra de Troya a Ítaca, pero con una Penélope muy distinta que lo está esperando, ¡nada menos que Yahvé! El “primer Jacob”, que traía “en sus lomos” (Éx 1.5) nada menos que a todo el pueblo tiene que ser sustituido por el “nuevo Jacob” quien, con otros ojos, verá de una manera diferente al Dios que lo llama a hacer un pacto. En Jacob, encontrarse con Dios en la historia no es solamente un acto de religiosidad tradicional sino un auténtica lucha consigo mismo y con la divinidad: es un auténtico “viaje a la semilla”, en la vida misma del fundador del pueblo. Así lo explica Hugo Cáceres desde un enfoque más actual:

La plenitud de la vida masculina es percibida por los varones como la cúspide de sus logros. Aún en un nivel puramente literario, los exegetas reconocen que esta es la parte central de la narración del ciclo de Jacob que utiliza deliberadamente modelos concéntricos. Nuestro personaje continúa su viaje de regreso cargado de riquezas y de responsabilidad por su clan. En realidad no espera de Dios ni más caudal, ni prole, sólo anhela volver a casa. La lucha con otros machos ha terminado. Este viaje de encuentro definitivo consigo mismo se caracteriza por encuentros humanos y divinos, todos con el signo de resolución de antiguos conflictos.[2]

En su primer encuentro, Jacob se topa con los ángeles de Mahanaim (Gn 32.1-2), “una visión espiritual del lugar de la anhelada comunión que todos los varones deseamos y que está tan lejos de nuestra naturaleza independiente”.[3] El segundo encuentro, con su hermano Esaú, se pospone, puesto que “la reconciliación […] no tendrá lugar hasta que experimente más profundamente a Dios”.[4] El temor que le causa saber que Esaú viene acompañado por 400 hombres hace que rugeue a Yahvé: “Sálvame, por favor, de la mano de mi hermano… pues le temo, no sea que venga a mí y hiera a la madre con los hijos…” [32.10-13]. Reconoce que es Yahvé quien le ordena regresar a su tierra natal: “Convertido en un jefe de tribu, Jacob ora por la supervivencia de la estirpe, función por excelencia del varón”.[5] Ya con esta nueva responsabilidad, Jacob asume una nueva perspectiva de la vida en el horizonte que Yahvé le está trazando sobre la marcha: no es que comprenda completamente las cosas, pero se encuentra en el camino de la iluminación espiritual y salvífica. Barthes sugiere algo aún más inquietante: “Sea lo que fuere, en este universo, marca a los hermanos menores, obra contra natura, su función (estructural) es constituir un contramarcador”.[6]
La historia y la geografía lo rodean y le van marcando la ruta de su reconstrucción como persona y como el pueblo que surgirá de sus entrañas. Se acercaba el encuentro más trascendental de su vida:

Después de asegurarse de colocar a sus cuatro esposas y once hijos del otro lado del torrente, es decir de preservar la vida como una opción esencial, Jacob se queda solo, la noche oscura se inicia, lo que provoca el encuentro con el ser misterioso – aún la Biblia es ambigua, primero un hombre (32.25), después Dios (32.29) —por medio de lo único que Jacob sabe hacer: luchar. En la penumbra y los horrores nocturnos, Jacob libra su última reyerta no con un individuo sino con todos los hombres con quienes ha peleado y a quienes ha engañado: su hermano Esaú, su padre Isaac, su suegro Labán. Esta es la noche espiritual masculina, su naturaleza se aferra, lucha, exige, pregunta por el nombre de su contrincante. Pero es noche del alma y no hay respuesta a su pregunta, está por nacer otro hombre, el hombre transformado por la superación de las experiencias de enfrentamiento y frustraciones y dar paso a la experiencia auténtica de paternidad: no esperar nada excepto la salvación de la prole.[7]

La condición para encontrarse con Dios y contribuir a que el pueblo que vendrá a partir de él se encuentre en una relación de pacto con Él es que Jacob sea una persona renovada, capacitada por ello para contemplar el rostro de Dios, quien está más allá de las mezquindades y querellas de género, de intereses, de resentimientos. Dios lo reconstruye por completo y le entrega una nueva humanidad para encarnar sus designios en la historia.

En la oscuridad ve el rostro de Dios y éste le revela un nuevo nombre, Israel el que lucha con Dios, (séarita = “has luchado”) nombre de una nación (Gn 32.24). Jacob ha tenido la experiencia de los místicos que reconocen que nada se parece más a Dios que la oscuridad. De allí puede regresar a reconciliarse a fondo con su hermano, a convertirse en verdadero padre y esposo, el varón liberado de oposición y temor. Pero esa noche deja su huella, Jacob sale herido a buscar a su hermano y cojeará el resto de su vida. Está herido en la articulación del muslo (ya’rak), una zona bíblicamente vinculada a la masculinidad. El camino de regreso a casa implica el doloroso reconocimiento de su humanidad y no volver a caminar erguido como el joven autosuficiente que partió sino como el hombre completo que vive plenamente su virilidad en el reconocimiento de sus miedos y limitaciones, sin embargo suficientemente dispuesto a vivir para los demás.[8]



[1] R. Barthes, “La lucha con el ángel: análisis textual de Génesis 32.23-33”, en La aventura semiológica. 2ª ed. Buenos Aires, Paidós, 1993, p. 313.
[2] H. Cáceres Guinet, “Algunos elementos de la espiritualidad masculina vistos a través de la narración bíblica de Jacob”, en RIBLA, núm. 56, www.claiweb.org/ribla/ribla56/guinet.html.
[3] Idem.
[4] Idem. Segundo énfasis, agregado.
[5] Idem. Énfasis original.
[6] R. Barthes, op. cit., p. 317.
[7] Idem. Énfasis original.
[8] Idem. Énfasis original.

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