3 de mayo, 2015
¡Álzate
radiante, que llega tu luz,/ la gloria del Señor clarea sobre ti! […] Ya no
será el sol tu luz durante el día,/ ni el resplandor de la luna te alumbrará,/ pues
será el Señor tu luz para siempre,/ tu Dios te servirá de resplandor;/ tu sol
ya no se pondrá/ y tu luna no menguará,/ pues será el Señor tu luz para siempre/
y se habrá cumplido tu tiempo de luto.
Isaías 60.1, 19-20, La Palabra (Hispanoamérica)
La gran realidad del origen divino de la luz, como primera creación de
Dios, reaparece en Isaías 60 para reflejar y concentrar los nuevos rumbos que
tomaría la esperanza en el pueblo que ya se encontraba disperso. La tercera
parte del libro confronta al resto del pueblo con un futuro claro y preciso en
medio de la incertidumbre del destierro y del regreso a la tierra antigua. De
esta parte del libro procede la sección leída por Jesús en la sinagoga de
Nazaret en Lucas 4 (Is 61.1-2a). El impulso que mueve al profeta a la exhortación
tan diferente de ese capítulo transforma las cosas, las situaciones y los
actores del precedente; ahora: “Aparece solamente una mujer, que es interpelada solemnemente por una voz no identificada,
voz que uno imagina como viniendo de arriba”.[1]
Esa mujer no puede ser otra que la ciudad de Jerusalén, cuya figura y
simbolismo concentra el mensaje que se espera reciba el pueblo que ha de ver
modificada su condición.
La luz divina es un motivo constante en todas las Escrituras, desde el
Génesis hasta el Apocalipsis: “La rica simbólica de la luz entrecruza de
principio a fin la historia de la
salvación. La luz está presente desde, inserta al final del trabajo, el
primer día de la creación (Gn 1.3-5) hasta la consumación escatológica (Ap
21.1-2, 23; 22.3, 5). Mediante la simbólica de la luz, la narración bíblica nos
provee una manera de nombrar el Misterio de Dios. […] El símbolo de la luz
destaca la continua manifestación del amor-ternura y gracia-fidelidad de Dios
hacia toda su creación: naturaleza 3 y sociedad.[2]
Ya la primera parte del libro, “retomando
el símbolo de la luz-salvación, en un contexto de promesa de liberación, nos
dice bellamente: ‘El pueblo que caminaba en oscuridad, vio una Luz intensa. los
que habitaban en un país de sombras se inundaron de Luz’ (Is 9.1; cf. Mt 4.16)”.[3]
Los vv. 1-3 muestran una ciudad iluminada que recibe la exhortación a
estar radiante, a resplandecer, pues la gloria de Dios clarea sobre ella. El primer
verbo: “¡Álzate radiante…!”, “levántate…”, en contraste con 47.1, invierte las
situaciones y de destinos para superar la postración ocasionada por el duelo o
por haber bebido la copa de vértigo (51.17). El motivo de la luz domina los dos
extremos del texto mientras que el de la oscuridad queda en el centro. “Se
produce así un efecto-de-sentido especial: todo el mundo está en tinieblas, y
la única cosa iluminada es Jerusalén. Esto hace que todos los pueblos
necesariamente miren hacia esa ciudad, y sean impulsados a ponerse en marcha hacia
ella”:[4]
“Marcharán naciones a tu luz,/ y reyes al resplandor de tu brillo” (v. 3). La
gloria de Dios (kabod) enlaza el
poder benéfico de la luz con la energía, la densidad, la carga divinas. Enlaza
también con la acción salvadora de Dios en medio de una historia que ahora es
aciaga. Todo queda interpretado como luz, como una experiencia luminosa en
medio de la oscuridad, tal como sucedió en el Génesis en los instantes creadores,
porque como se verá cerca del final del libro, el simbolismo tiene que ver con
una nueva creación.
Debido a que el pueblo se encontraba en un nuevo proceso de reconstrucción,
como tantas veces, Yahvé se manifiesta como una luz re-creadora, re-iniciadora de
todas las cosas. “En la simbólica universal la secuencia ‘tinieblas/luz’
expresa el cambio, la creación, lo nuevo, la salvación”.[5]
Cada vez que el pueblo requiriera del poder regenerador de Dios, él podría
reiniciar todas las cosas e Israel podrá ser un punto de referencia y de
claridad para el mundo, como signo de la presencia bienhechora de Dios. Por eso
se llama a la ciudad, al pueblo mismo, porque sus propios hijos regresan a ella:
“4 Alza en torno
tus ojos y mira,/ todos vienen y se unen a ti;/ tus hijos llegan de lejos,/
a tus hijas las traen en brazos”.
La promesa es que el pueblo
volverá a estar radiante, pletórico de luz, lleno de bonanza por todas partes.
Todo ello por obra del Señor: “5 Entonces lo verás radiante,/ tu corazón se ensanchará
maravillado,/ pues volcarán sobre ti las riquezas del mar,/ te
traerán el patrimonio de los pueblos./ 6 Te cubrirá una multitud de camellos,/ de dromedarios
de Madián y de Efá./ Llegan todos de Sabá,/ trayendo oro e
incienso,/ proclamando las gestas del Señor”. El culto se
restablecerá y las cosas recuperarán su curso normal en el plan original de
Dios con un toque inquietante de universalidad: “7 Traerán para ti rebaños de Quedar,/ te regalarán
carneros de Nebayot;/ aceptaré que los inmolen sobre mi altar,/ y
así engrandeceré mi glorioso Templo”. De muy lejos llegarán a rendir
pleitesía a Yahvé y traer de regreso a los exiliados: “8 ¿Quiénes son esos que vuelan como nubes,/ que se
dirigen como palomas a su palomar?/ 9 Navíos de las islas acuden a mí,/ en primer lugar las
naves de Tarsis,/ para traer a tus hijos de lejos,/ cargados con
su plata y con su oro,/ para glorificar al Señor, tu Dios,/ al
Santo de Israel que te honra./ 10 Extranjeros levantarán tus muros,/ sus reyes estarán a
tu servicio;/ cierto que te herí en mi cólera,/ pero ahora te
quiero complacido”.
Dios anuncia su intención de reconstruir siempre a su pueblo para
reorientar sus caminos en función de sus planes mayores y así hacer sentir su presencia
en todas la naciones. Israel, el pueblo de Dios, y ahora su iglesia, se unen en
ese mismo destino común de testimonio fortalecido por la manera en que Él
vuelve a moldear a su pueblo mediante la intensidad de su luz suprema, luz de
vida, de esperanza y de paz. Sólo así podrá realizarse el tan ansiado encuentro
al que Dios nos llama como parte de su comunidad., aquí y ahora.
[1] J.S: Croatto, Imaginar el futuro. Estructura retórica y querigma del Tercer Isaías:
Isaías 56-66. Buenos Aires-México, Lumen, 2001, p. 197.
[2] Victorio Araya, “La utopía de la luz”, en Pasos, segunda época, núm. 56, noviembre-diciembre
de 1994, pp. 34-35.
[3] Ibid.,
p.
35.
[4] J.S. Croatto, op.
cit., p. 202.
[5] Ibid.,
p. 203.
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