HABLAR CON LOS DEMÁS
Karl Barth
Instantes. Santander, Sal Terrae, 2005, p. 102.
Lengua sana es árbol de vida.
Proverbios 15.4
E
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l yo y el tú deben hablar, el yo y el
tú deben escuchar, es decir hablar uno con otro, escucharse mutuamente. Ese es
el sentido humano del lenguaje. El lenguaje significa, en sentido amplio,
recíproca expresión y recíproca percepción de la expresión; recíproca
interpelación y recíproca percepción de la interpelación. Ninguno de estos
numerosos elementos puede faltar. En los sentidos de la boca y del oído humanos,
por tanto, todo depende de que el ser humano y su prójimo hablen uno con otro y
se escuchen mutuamente, de que la expresión y la interpelación sean recíprocas.
Como es sabido, lo mismo que
es posible verse sin mirarse, también lo es hablar y oír sin hablar con el otro
ni escucharlo. Cuando esto sucede, supone siempre que, de hecho, no estamos en
el encuentro y que, por tanto, somos inhumanos. Dos personas pueden conversar abiertamente,
a fondo y con empeño; pero si sus palabras están sólo al servicio de su
necesidad personal, y al hablar con el otro lo único que desea cada una de
ellas es afirmarse y ayudarse a sí misma, seguramente no llegarán a
encontrarse. De dos monólogos no puede salir en ningún caso un diálogo. El diálogo,
y con él la humanidad del encuentro, sólo empieza cuando la palabra pronunciada
en ambas direcciones se convierte en el medio de buscar al otro, de servir al
otro, es decir, de ayudarle debidamente en el apuro que uno le crea al otro.
Entonces no cruzarán palabras sin encontrarse, sino que hablarán uno con el
otro y uno al otro.
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RECUERDO DE LA MADRE AUSENTE
Gabriela Mistral, Lecturas
para mujeres (México, 1924)
M
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adre: En el
fondo de tu vientre se hicieron en silencio mis ojos, mi boca, mis manos. Con
tu sangre más rica me regabas como el agua a las papillas del jacinto,
escondidas bajo tierra. Mis sentidos son tuyos, y con este como préstamo de tu
carne ando por el mundo. Alabada seas por todo el esplendor de la tierra que
entra en mí y se enreda a mi corazón.
***
Madre: Yo
he crecido, como un fruto en la rama espesa, sobre tus rodillas. Ellas llevan
todavía la forma de mi cuerpo; otro hijo no te las ha borrado. Tanto te
habituaste a mecerme, que cuando yo corría por los caminos quedabas allí en el
corredor de la casa, como triste de no sentir mi peso.
No
hay ritmo más suave, entre los cien ritmos derramados por el primer músico, que
ese de tu mecedura, madre, y las cosas plácidas que hay en mi alma se cuajaron
con ese vaivén de tus brazos y tus rodillas.
Y a
la par que mecías me ibas cantando, y los versos no eran sino palabras
juguetonas, pretextos para tus mimos.
En
esas canciones, tú me nombrabas las cosas de la tierra: los cerros, los frutos,
los pueblos, las bestiecitas del campo, como para domiciliar a tu hija en el
mundo, como para enumerarle los seres de la familia, ¡tan extraña!, en la que
la habían puesto a existir.
***
Y así, yo
iba conociendo tu duro y suave universo: no hay palabrita nombradora de las
criaturas que yo no aprendiera de ti. Las maestras sólo usaron después de los
nombres hermosos que tú ya habías entregado.
Tú
ibas acercándome, madre, las cosas inocentes que podía coger sin herirme; una
hierbabuena del huerto, una piedrecita de color, y yo palpaba en ellas la
amistad de las criaturas. Tú, a veces, me comprabas, y otras me hacías los
juguetes: una muñeca de ojos muy grandes como los míos, la casita que se
desbarataba a poca costa ... Pero los juguetes muertos yo no los amaba, tú te
acuerdas: el más lindo para mí era tu propio cuerpo.
***
Yo jugaba
con tus cabellos como con hilillos de agua escurridizos, con tu barbilla
redonda, con tus dedos, que trenzaba y destrenzaba. Tu rostro inclinado era
para tu hija todo el espectáculo del mundo. Con curiosidad miraba tu parpadear
rápido y el juego de la luz que se hacía dentro de tus ojos verdes; ¡y aquello
tan extraño que solía pasar sobre tu cara cuando eras desgraciada, madre!
Sí,
todito mi mundo era tu semblante; tus mejillas, como la loma color de miel, y
los surcos que la pena cavaba hacia los extremos de la boca, dos pequeños
vallecitos tiernos. Aprendí las formas mirando tu cabeza: el temblor de las
hierbecitas en tus pestañas y el tallo de las plantas en tu cuello, que, al doblarse
hacia mí, hacia un pliegue lleno de intimidad.
Y
cuando ya supe caminar de la mano tuya, apegadita cual un pliego vivo de tu
falda, salí a conocer nuestro valle.
***
Los padres
están demasiado llenos de afanes para que puedan llevarnos de la mano por un
camino o subirnos las cuestas.
Somos
más hijos tuyos; seguimos ceñidos contigo, como la almendra está ceñida en su
vainita cerrada. Y el cielo más amado por nosotros no es aquel de las estrellas
límpidas y frías, sino el otro de los ojos vuestros, tan próximo, que se puede
besar sobre su llanto.
El
padre anda en la locura heroica de la vida y no sabemos lo que es su día. Sólo
vemos que por las tardes vuelve y suele dejar en la mesa una parvita de frutos,
y vemos que os entrega a vosotras para el ropero familiar los lienzos y las
franelas con que nos vestís. Pero la que monda los frutos para la boca del niño
y los exprime en la siesta calurosa eres tú, madre. Y la que corta la franela y
el lienzo en piececitas y las vuelve un traje amoroso que se apega bien a los
costados friolentos del niño, eres tú, madre pobre, ¡la ternísima!
Ya
el niño sabe andar, y también junta palabritas como vidrios de colores.
Entonces tú le pones una oración leve en medio de la lengua, y allí se nos
queda hasta el último día. Esta oración es tan sencilla como la espadaña del
lirio. Con ella, ¡tan breve!, pedimos cuanto se necesita para vivir con
suavidad y transparencia sobre el mundo: se pide el pan cotidiano, se dice que
los hombres son hermanos nuestros y se alaba la voluntad vigorosa del Señor.
Y de
este modo, la que nos mostró la tierra como un lienzo extendido, lleno de
formas y colores, nos hace conocer también al Dios escondido.
***
Yo era una
niña triste, madre, una niña huraña como son los grillos oscuros en el día,
como es el lagarto verde, bebedor del sol. Y tú sufrías de que tu niña no
jugara como las otras, y solías decir que tenía fiebre cuando en la vacía de la casa
la encontrabas conversando con las cepas retorcidas y con un almendro esbelto y
fino que parecía un niño embelesado.
Ahora
está hablando así también contigo, que no le contestas, y si tú la vieses le
pondrías la mano en la frente, diciendo como entonces: "Hija, tú tienes
fiebre".
***
Todos los
que vienen después de ti, madre, enseñan sobre lo que tú enseñaste y dicen con
muchas palabras cosas que tú decías con poquitas; cansan nuestros oídos y nos
empañan el gozo de oír contar. Se aprendían las cosas con más levedad estando
tu niñita bien acomodada sobre tu pecho. Tú ponías la enseñanza sobre esa como
cara dorada del cariño; no hablabas por obligación, y así no te apresurabas,
sino por necesidad de derramarte hacia tu hijita. Y nunca le pediste que estuviese
quieta y tiesa en una banca dura, escuchándote. Mientras te oía, jugaba con la
vuelta de tu blusa o con el botón de concha de perla de tu manga. Y éste es el
único aprender deleitoso que he conocido, madre.
***
Después, yo
he sido una joven, y después una mujer. He caminado sola, sin el arrimo de tu
cuerpo, y sé que eso que llaman la libertad es una cosa sin belleza. He visto
mi sombra caer, fea y triste, sobre los campos sin la tuya, chiquitita, al
lado. He hablado también sin necesidad de tu ayuda. Y yo hubiera querido que,
como antes, en cada frase mía estuvieran tus palabras ayudadoras para que lo
que iba diciendo fuese como una guirnalda de las dos.
Ahora
yo te hablo con los ojos cerrados, olvidándome de dónde estoy, para no saber
que estoy tan lejos; con los ojos apretados, para no mirar que hay un mar tan
ancho entre tu pecho y mi semblante. Te converso cual si estuviera tocando tus
vestidos; tengo las manos un poco entreabiertas y creo que la tuya está cogida.
Ya
te lo dije: llevo el préstamo de tu carne, hablo con los labios que me hiciste
y miro con tus ojos las tierras extrañas. Tú ves por ellos también las frutas
del trópico -la piña grávida y exhalante y la naranja de luz-. Tú gozas con mis
pupilas el contorno de estas otras montañas, ¡tan distintas de la montaña
desollada bajo la cual tú me criaste! Tú escuchas por mis oídos el habla de
estas gentes, que tienen el acento más dulce que el nuestro, y las comprendes y
las amas, y también te laceras en mí cuando la nostalgia en algún momento es como
una quemadura y se me quedan los ojos abiertos y sin ver sobre el paisaje
mexicano.
***
Gracias en
este día y en todos los días por la capacidad que me diste de recoger la
belleza de la tierra, como un agua que se recoge con los labios, y también por
la riqueza de dolor que puedo llevar en la hondura de mi corazón sin morir.
Para
creer que me oyes he bajado los párpados y arrojo de mí la mañana, pensando que
a esta hora tú tienes la tarde sobre ti. Y para decirte lo demás, que se
quiebra en las palabras, voy quedándome en silencio...
(1923)
Lecturas para mujeres (México, 1924).
www.memoriachilena.cl/archivos2/pdfs/MC0003267.pdf
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