domingo, 31 de mayo de 2015

La iglesia resplandece luego del encuentro con su Dios, L. Cervantes-O.

31 de mayo, 2015

Al bajar Moisés del monte Sinaí, traía consigo las dos losas del testimonio y no se dio cuenta de que su rostro irradiaba luminosidad porque había hablado con el Señor. […] Los israelitas contemplaban cómo el rostro de Moisés irradiaba luminosidad; luego Moisés volvía a ponerse el velo en el rostro y se lo dejaba puesto hasta que entraba de nuevo a hablar con el Señor.
Éxodo 34.29, 35, La Palabra (Hispanoamérica)

Inevitablemente es preciso cerrar esta temática con el tema de la luz divina que resplandece, o trata de resplandecer en su iglesia. A semejanza de Moisés, quien al descender del encuentro con Yahvé luego de recibir las tabla de la ley, tenía un rostro resplandeciente, el pueblo de Dios de todas las épocas enfrenta el grandioso desafío de reflejar la luminosidad de su Señor para encarnar su misión de servicio en el mundo. Ser “poseído por la luz” fue para Moisés una experiencia en el límite del conocimiento y de la comprensión de la voluntad de Dios que encarnó con su propia persona, puesto que al elevarse, física y espiritualmente, sobre sus hermanos/as y así palpar de manera inmediata la cercanía de lo sagrado, toda su realidad se colocaba al servicio de la luminosidad del Creador y Redentor.

La reposición de las tablas legales conteniendo los diez mandamientos propuesta por Yahvé implicaba que la reglamentación sagrada de la vida del pueblo abarcaría la totalidad de su existencia, sin resquicio alguno que fuera olvidado o dejado fuera por la sabiduría divina. Las palabra de Yahvé eran claras en el sentido de que se encontraría únicamente con Moisés, como intermediario del pueblo: “Prepárate para mañana, pues al amanecer subirás al monte Sinaí, y allí, en la cima del monte, me esperarás. Que nadie suba contigo. No dejes que nadie esté por los alrededores del monte; ni siquiera ovejas o vacas pastando por las cercanías” (Éx 34.2-3). Invadido por una auténtica teofanía, es decir, una presencia física y visible de lo sagrado, Moisés es introducido al ámbito de lo divino para participar de su plenitud y recibir directamente los designios de Dios (vv. 5-7). Su reacción ante tamaña realidad es la obligada, la adoración y la oración sobrecogida: “Señor, si de verdad gozo de tu favor, ven con nosotros, aunque seamos un pueblo testarudo. Perdónanos nuestras desobediencias y pecados, y acéptanos como propiedad tuya” (vv. 8-9).

A continuación, Yahvé reafirma su voluntad de avanzar en el pacto exclusivo con el pueblo (vv. 10-16) y renueva los mandamientos relacionados con las fiestas anuales y la afirmación del jubileo, el descanso y la entrega de ofrendas sinceras como componente principal de la vida social (vv. 18-27). El v. 28 destaca los 40 días y 40 noches en que Moisés permanece en un estado místico, casi beatífico, de contacto con la divinidad. Su descenso para reencontrarse con la vida histórica del pueblo estaba marcado por la manera en que reaparecía y cómo era visto por sus hermanos/as:

Su rostro era consecuencia directa del encuentro, señal poderosa de la presencia de Dios: manifestación. Su rostro iluminado hacía patente el quiebre entre lo sobrenatural y lo humano, entre lo sagrado y lo profano. La luz que enceguecía al pueblo de Israel y que los llenó de temor marcaba la ruptura propia de quien se hace consciente de la propia finitud y daba lugar a la emergencia de un temor santo, aquel del que cae en la cuenta de su insignificancia frente a la inmensidad del universo y, dentro del mismo temor santo, de la necesidad de que esa luz cegadora ilumine la vida y de que ese Dios todopoderoso salve.[1]

Ahora estaba en condiciones de comunicar la voluntad divina, al momento de estar dominado, traspasado por esa luz inimaginable. Como hijos e hijas de Dios que integramos su pueblo y que articulamos el edificio de la fe, nuestras vidas son como cuentas de vidrio o como vitrales que, al dejarse traspasar por la luz, la reflejan y la proyectan hacia el mundo para hacer sentir la presencia de lo divino en términos de bendición, de paz y de justicia. Como escribió Rubem Alves:

Hermann Hesse escribió un libro llamado El juego de los abalorios, que es la historia de una orden monástica en la que sus miembros, en vez de gastar su tempo con ejercicios religiosos, se dedicaban a un juego con cuentas de vidrio coloridas. Ellos sabían que los dioses prefieren la belleza a las monótonas repeticiones sin sentido. El libro no describe los detalles del juego. Pero sé de qué se trataba. Al escribir, escucho la Sonata núm. 27, op. 90, de Beethoven. Es hermosa.
Las cuentas de vidrio coloridas de Beethoven, en esa sonata, son las notas del piano.
Los vitrales también son juegos de cuentas de vidrio. Fue en la poesía de una amiga, ex-alumna, Maria Antônia de Oliveira, en su libro Cerigüela, que por primera vez vi la vida como un vitral.

A vida se retrata no tempo
formando um vitral,
de desenho sempre incompleto
de cores variadas, brilhantes, quando passa o Sol. Pedradas ao acaso acontece
de partir pedaços ficando buracos,
irreversíveis. Os cacos se perdem por aí.
Às vezes eu encontro cacos de vida que foram meus, que foram vivos.
Examino-os atentamente tentando lembrar de que resto faziam parte. Já achei caco pequeno e amarelinho
que ressuscitou de mentira, um velho amigo.
Achei outro pontudo e azul, que trouxe em nuvens
um beijo antigo,
Houve um caco vermelho
que muito me fez chorar,
sem que eu lembrasse
de onde me pertencera.

Esses cacos de vitral, essas contas de vidro coloridas isso meu corpo e minha alma amam, para todo o sempre. O amor não se conforma com o veredicto do tempo – os cacos do cristal se perdendo dentro do mar, as contas de vidro colorido afundando para sempre no rio do tempo.
Quero que tudo que eu amei e perdi me seja devolvido. Todas essas coisas moram nesse imenso buraco dolorido da minha alma que se chama saudade.
Para isso eu preciso de Deus, para me curar da saudade. Dizem que o remédio está no esquecimento. Mas isso é o que menos deseja aquele que ama. Conta-se de um homem que amava apaixonadamente uma mulher que a morte levou. Desesperado, apelou para os deuses, pedindo que usassem seu poder para lhe devolver a mulher que tanto amava.
Compadecidos, eles lhe disseram que devolver sua amada não podiam. Nem eles tinham poder sobre a morte. Mas poderiam curar seu sofrimento, fazendo-o esquecer-se dela. Ao que ele respondeu: “Tudo, menos isso. Pois é o meu sofrimento o único poder que a mantém viva, ao meu lado!”.
Também eu não quero que os deuses me curem, pelo esquecimento. Quero antes que eles me devolvam minhas contas de vidro. E é assim que eu imagino Deus: como um fino fio de nylon, invisível, que procura minhas contas de vidro no fundo do rio e as devolve a mim, como um colar. Não por ele mesmo (sobre quem nada sei), mas por aquilo que ele faz com minhas contas…
Quero Deus como um artista que cata os cacos do meu vitral, partido por pedradas ao acaso, e os coloca de novo na janela da catedral, para que os raios de Sol de novo por eles passem.
O que eu quero é um Deus que jogue o jogo das contas de vidro, sendo eu uma das contas coloridas do seu jogo…[2]



[1] Raúl Zegarra, “Comentario de Ex 34, 29-35: Su rostro resplandecía por el encuentro”, en https://sagradaanarquia.wordpress.com/2011/07/30/comentario-de-ex-34-29-35-su-rostro-resplandecia-por-el-encuentro/.

[2] R. Alves, “Os olhos de Camila”, en https://rubemalvesdois.wordpress.com/category/uncategorized/.

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