domingo, 24 de mayo de 2015

Letra 419, 24 de mayo de 2015

EN EL BRAZO MÁS LARGO DE LA PALANCA
Karl Barth
Instantes. Santander, Sal Terrae, 2005, p. 106.

Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.
Mateo 16.18


E

n todo el mundo no hay para la Iglesia sino una única posibilidad: ser sencillamente Iglesia. La Iglesia son quienes están en torno a Jesús y aquellos a los que Jesús puede ver a su alrededor. La Iglesia es el “círculo” de Jesús, el grupo de quienes en este mundo totalitario se nutren simplemente de la palabra de Dios. Y cuanto más totalitariamente se comporta el mundo, tanto más libremente pueden ellos creer y ser obedientes, porque Jesús está ahí, y la Iglesia a su alrededor. Cuando la Iglesia obra así, su existencia es posible. Entonces, aunque se vea oprimida, es el refugio de la libertad. Entonces es la Iglesia poderosa, quizá lo único poderoso que hay en este mundo impotente, tan sometido a tantos poderes.
La Iglesia tiene la maravillosa posibilidad de estar, frente al mundo, en el brazo más largo de la palanca, y de estarlo absolutamente alegre y en paz, sin tensiones de ningún tipo. La Iglesia también puede esperar. Y sabe que no espera en vano. La Iglesia sabe que todas las totalidades del mundo -falsas divinidades, en realidad- son mentira. En último término, de las mentiras no podemos tener miedo, porque la mentira nunca llega demasiado lejos. Y esto es algo que la Iglesia sabe. Cuanto más viva la Iglesia en la humildad y más consciente sea de cuánta mentira hay en nosotros mismos, con tanta más seguridad sabrá también que Dios está al mando, frente a nuestra mentira y frente a la mentira del mundo. Entonces perseverará la Iglesia en su tarea y le estará vedado sentir miedo por su futuro, porque su futuro es su Señor.
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¡EL PENTECOSTÉS TIENE FECHA!
Juan Stam


Las iglesias evangélicas observan infaliblemente dos celebraciones especiales cada año: la Navidad y Semana Santa. Pero hay dos sucesos más, también sumamente importantes, con fecha del mes y del día, que nunca se celebran. Son el domingo de Ascensión y el domingo de Pentecostés. ¿Cuántos de nosotros nos dimos cuenta el pasado 11 de mayo que se cumplían los cincuenta días después de la Pascua? Es tal nuestro olvido de las bases históricas de nuestra fe, que ni las iglesias pentecostales acostumbran celebrar el día de Pentecostés. Hermanos y hermanas, ¡recordemos que el Pentecostés es una fecha y no sólo ciertas experiencias especiales!
Eso levanta una pregunta importante para hoy: ¿qué significa, bíblicamente, ser pentecostal? Para responder a esa pregunta, tenemos que volver al día de Pentecostés, en que Cristo fundó la iglesia en el Espíritu y marcó su carácter para siempre. Es obvio, entonces, que ser pentecostal es vivir de acuerdo con el modelo que nos da el capítulo dos de los Hechos.
El Pentecostés, según este capítulo, ocurrió en tres momentos, tres fases, y todos los tres son indispensables para una auténtica pentecostalidad. En primer lugar, experimentaron los poderosos dones del Espíritu Santo (Hch 2:1-13). En segundo lugar, Pedro proclamó el evangelio con un mensaje profundamente bíblico (2:14-41). En tercer lugar, una comunidad transformada practicó el evangelio en todas sus consecuencias (2:42-47). ¡Eso es ser pentecostal, todo eso y nada menos!
Los discípulos tenían por delante una gran tarea de comunicación, y el Espíritu los calificó para ella con el extraordinario don de idiomas extranjeros. El texto hasta identifica la larga lista de pueblos en cuyas lenguas los apóstoles hablaron “las maravillas de Dios” (2:11), y todos oyeron “en su propio dialecto” (2:6, griego), “en nuestra lengua en que hemos nacido” (2:8). Lo interesante es que en seguida Pedro les predicó en una lengua común, probablemente un griego medio machucado porque no era su lengua materna. Pero entendieron muy bien su mal griego, tanto que tres mil personas entregaron sus vidas a Cristo. Entonces, ¿Para qué hacían falta las lenguas? ¿Cuál fue la intención del Espíritu en impartir ese don, si de todas maneras entendían el sermón de Pedro?
Creo que el propósito y el sentido del don de lenguas en el Pentecostés era doble. Primero, el Señor quería decirnos que todos los pueblos tienen el derecho de escuchar el evangelio en su propio “dialecto” en que han nacido, en los tonos auténticos de su propia cultura. En el día de Pentecostés el Espíritu demostró que el evangelio no tiene ningún idioma oficial, ni el latín ni el inglés ni el hebreo ni el griego.
Para nuestros hermanos y hermanas bribrí, el lenguaje del evangelio es el bribrí. Tampoco tiene el evangelio una cultura oficial. El evangelio está llamado a encarnarse en los “acentos” auténticos de cada cultura, como Jesús mismo se encarnó plenamente en la cultura suya.
Creo que San Pedro da otra razón del don de lenguas cuando explica en su sermón lo que había pasado (2:17-18). En esta cita de Joel 2:28-32, debemos observar dos detalles: aquí ni Joel ni Pedro mencionan el don de lenguas como tal, pero todos los dones mencionados son de tipo profético (profetizar, ver visiones, soñar). Además, según Joel y Pedro, los dones se reparten entre todos los creyentes, sin discriminación alguna, ni de edad (hijos, ancianos), ni de sexo (hijos, hijas), ni de clase social (siervos, siervas). En otras palabras, el don de lenguas aquel día significaba que de ahí en adelante, la iglesia entera estaría llamada a ser una comunidad profética en medio de las naciones (2:9-11). En el Antiguo Testamento, sólo unos pocos recibieron el Espíritu y el llamado profético. Ahora, el Espíritu profético, que vino sobre Elías e Isaías y todos aquellos antiguos portadores de su presencia y su poder, ha venido.
Pero no basta sólo la experiencia de los dones del Espíritu para ser pentecostal. El segundo momento, la predicación fiel de la Palabra con exposición bíblica clara y cuidadosa (2:14-41), es esencial a la pentecostalidad, igual que el tercer momento, una nueva comunidad que llega aun hasta compartir todos sus bienes (Hch 2:42-47; 4:31-35).
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“ESE VENERO, ESE MANANTIAL”: PRESENCIA DE LA BIBLIA EN LA CULTURA DE OCCIDENTE (II)
Protestante Digital, 21 de mayo de 2015

D
esde un punto de vista apasionante y sumamente enriquecedor, el crítico y pastor protestante ya fallecido Northrop Frye afirmó que el conocimiento del contenido de la Biblia es fundamental para moverse en medio de las producciones literarias: “Para mí la Biblia es el corpus de palabras mediante el cual puedo ver el mundo como un cosmos, como un orden y en el que puedo ver la naturaleza humana como algo redimible, como algo con derecho a sobrevivir. Para la cultura occidental es el libro total, que lo abarca todo. Abarca lo divino y lo demoníaco, además de lo humano” (Conversación con Northrop Frye, 1997).
Para Frye, la Biblia es el conjunto de textos más paradigmático que contiene en sí mismo todos los símbolos y, por ello es, en palabras del poeta William Blake, el “gran código” de la humanidad al contener en germen y con un desarrollo particular los elementos comunes de la existencia articulados en una clave de fe que sigue vigente hasta estos tiempos. Como lo ha resumido Jorge Juan Fernández Sangrador: “Sin la Biblia sería imposible dar razón de las innumerables manifestaciones del espíritu humano, que se ha volcado y expresado en la literatura, la pintura, la escultura, la arquitectura, el urbanismo, el cine, la fotografía y la música, y lo ha hecho desde la Sagrada Escritura” (“Un acontecimiento cultural: la Biblia, el gran código de la humanidad”, 2010).
Harold Bloom, por su parte, ha señalado que los autores bíblicos, reconocidos o no como tales, no tendrían mucho que envidiar a los grandes escritores de la literatura universal y que quien se acerca a los libros bíblicos entra en contacto directo con un interminable océano literario, siempre propicio para la edificación, el aprendizaje y el goce estético, aunque el orden no sea siempre éste.
Ha dicho: “Necesitamos una aprehensión estética de la Biblia, ya sea la hebrea, el Nuevo Testamento… Es gran literatura”. Y también: “Lo que caracteriza a Occidente es esa incómoda sensación de que su saber va por un lado y su vida espiritual por otro. No podemos dejar de pensar que somos griegos y, no obstante, nuestra moralidad y religión -exterior e interior- encuentran su origen último en la Biblia hebrea”.
Su idea de canon literario es completamente bíblica y la ha aplicado en obras directamente relacionadas con el libro sagrado. Sobre el libro de Job sus palabras son agudas: “Los límites del deseo son también los límites de la literatura. […]…no es la Creación sino el Creador quien abruma a Job. […] Job, acentuando a Jeremías, aceptó su elección de adversidad, de haber sido escogido por Yahvé, Dios de los que sufren” (Poesía y creencia, 1989).
En otro lugar, asevera: “El libro de Job es una estructura en la que alguien se va conociendo cada vez más a sí mismo, en la que el protagonista llega a reconocerse en relación con un Yahvé que estará ausente cuando él esté ausente” (¿Dónde se encuentra la sabiduría?, 2004). Y no ha dudado al decir que su libro bíblico favorito es el de Jonás. Precisamente Job es un magnífico ejemplo de los desdoblamientos culturales en los que es reconocible el gran genio literario que la recorre de principio a fin y que ha contribuido a moldear el gusto y la imaginación de cientos de generaciones.
Precisamente Job es un magnífico ejemplo de los desdoblamientos culturales en los que es reconocible el gran genio literario que la recorre de principio a fin y que ha contribuido a moldear el gusto y la imaginación de cientos de generaciones.
El biblista español Julio Trebolle (junto a Susana Pottecher) rastreó la evolución del libro en la literatura, la filosofía y el arte, entre los siglos XVI y XX. Así, encontró que el famoso personaje ha sufrido grandes transformaciones: desde la figura medieval de un hombre paciente hasta el estoicismo de una persona firme ante la adversidad en el Renacimiento, pues cada época le ha puesto su impronta.
Fray Luis de León, Miguel de Cervantes y Francisco de Quevedo también sufrieron el influjo de esta obra dominante, lo mismo que Pedro Calderón de la Barca. En El rey Lear, de Shakespeare, lo mismo que en otras obras del gran dramaturgo inglés reaparecen los toques jobianos. Ya en la modernidad más cercana, “Job deja de ser el mártir sufrido y paciente del Medievo y el libro bíblico suscita la lectura de escritores y filósofos prestando más atención al tema de la teodicea y a la existencia del mal en el mundo que al propio personaje”.
Blas Pascal, Voltaire, Emmanuel Kant y William Blake se sumaron al debate y aportaron su visión particular, unos desde las preocupaciones existenciales y otros desde una reconstrucción más poética.
En el romanticismo, muchos autores posteriores a Goethe afrontaron esa gran figura bíblica: Heinrich Heine, Víctor Hugo, Fiodor Dostoievski y Lord Byron, entre muchos. Y en el siglo XX, destacan los nombres de Thomas Mann, Herman Hesse, Elías Canetti, Samuel Beckett, Bertolt Brecht, G.K. Chesterton (Introducción al libro de Job, 1916), Nelly Sachs (con un poema extraordinario), Martin Buber, el ya citado Borges y Elie Wiesel, sin olvidar, en otros campos a Carl G. Jung (Respuesta a Job, 1952), Joseph Roth (Historia de un hombre sencillo, novela de 1930) y, más recientemente, René Girard y Antonio Negri (1990). […]

(LC-O)

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