EN EL BRAZO MÁS LARGO DE LA PALANCA
Karl Barth
Instantes. Santander, Sal Terrae, 2005, p. 106.
Las
puertas del infierno no prevalecerán contra ella.
Mateo 16.18
E
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n todo el mundo no hay para la
Iglesia sino una única posibilidad: ser sencillamente Iglesia. La Iglesia son
quienes están en torno a Jesús y aquellos a los que Jesús puede ver a su
alrededor. La Iglesia es el “círculo” de Jesús, el grupo de quienes en este
mundo totalitario se nutren simplemente de la palabra de Dios. Y cuanto más
totalitariamente se comporta el mundo, tanto más libremente pueden ellos creer
y ser obedientes, porque Jesús está ahí, y la Iglesia a su alrededor. Cuando la
Iglesia obra así, su existencia es posible. Entonces, aunque se vea oprimida,
es el refugio de la libertad. Entonces es la Iglesia poderosa, quizá lo único
poderoso que hay en este mundo impotente, tan sometido a tantos poderes.
La Iglesia tiene la
maravillosa posibilidad de estar, frente al mundo, en el brazo más largo de la
palanca, y de estarlo absolutamente alegre y en paz, sin tensiones de ningún
tipo. La Iglesia también puede esperar. Y sabe que no espera en vano. La
Iglesia sabe que todas las totalidades del mundo -falsas divinidades, en realidad-
son mentira. En último término, de las mentiras no podemos tener miedo, porque
la mentira nunca llega demasiado lejos. Y esto es algo que la Iglesia sabe.
Cuanto más viva la Iglesia en la humildad y más consciente sea de cuánta
mentira hay en nosotros mismos, con tanta más seguridad sabrá también que Dios
está al mando, frente a nuestra mentira y frente a la mentira del mundo.
Entonces perseverará la Iglesia en su tarea y le estará vedado sentir miedo por
su futuro, porque su futuro es su Señor.
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¡EL PENTECOSTÉS TIENE FECHA!
Juan Stam
Las
iglesias evangélicas observan infaliblemente dos celebraciones especiales cada
año: la Navidad y Semana Santa. Pero hay dos sucesos más, también sumamente
importantes, con fecha del mes y del día, que nunca se celebran. Son el domingo
de Ascensión y el domingo de Pentecostés. ¿Cuántos de nosotros nos dimos cuenta
el pasado 11 de mayo que se cumplían los cincuenta días después de la Pascua?
Es tal nuestro olvido de las bases históricas de nuestra fe, que ni las
iglesias pentecostales acostumbran celebrar el día de Pentecostés. Hermanos y
hermanas, ¡recordemos que el Pentecostés es una fecha y no sólo ciertas
experiencias especiales!
Eso
levanta una pregunta importante para hoy: ¿qué significa, bíblicamente, ser
pentecostal? Para responder a esa pregunta, tenemos que volver al día de
Pentecostés, en que Cristo fundó la iglesia en el Espíritu y marcó su carácter
para siempre. Es obvio, entonces, que ser pentecostal es vivir de acuerdo con
el modelo que nos da el capítulo dos de los Hechos.
El
Pentecostés, según este capítulo, ocurrió en tres momentos, tres fases, y todos
los tres son indispensables para una auténtica pentecostalidad. En primer
lugar, experimentaron los poderosos dones del Espíritu Santo (Hch 2:1-13). En
segundo lugar, Pedro proclamó el evangelio con un mensaje profundamente bíblico
(2:14-41). En tercer lugar, una comunidad transformada practicó el evangelio en
todas sus consecuencias (2:42-47). ¡Eso es ser pentecostal, todo eso y nada
menos!
Los
discípulos tenían por delante una gran tarea de comunicación, y el Espíritu los
calificó para ella con el extraordinario don de idiomas extranjeros. El texto
hasta identifica la larga lista de pueblos en cuyas lenguas los apóstoles
hablaron “las maravillas de Dios” (2:11), y todos oyeron “en su propio
dialecto” (2:6, griego), “en nuestra lengua en que hemos nacido” (2:8). Lo
interesante es que en seguida Pedro les predicó en una lengua común,
probablemente un griego medio machucado porque no era su lengua materna. Pero
entendieron muy bien su mal griego, tanto que tres mil personas entregaron sus
vidas a Cristo. Entonces, ¿Para qué hacían falta las lenguas? ¿Cuál fue la
intención del Espíritu en impartir ese don, si de todas maneras entendían el
sermón de Pedro?
Creo
que el propósito y el sentido del don de lenguas en el Pentecostés era doble.
Primero, el Señor quería decirnos que todos los pueblos tienen el derecho de
escuchar el evangelio en su propio “dialecto” en que han nacido, en los tonos
auténticos de su propia cultura. En el día de Pentecostés el Espíritu demostró
que el evangelio no tiene ningún idioma oficial, ni el latín ni el inglés ni el
hebreo ni el griego.
Para
nuestros hermanos y hermanas bribrí, el lenguaje del evangelio es el bribrí.
Tampoco tiene el evangelio una cultura oficial. El evangelio está llamado a
encarnarse en los “acentos” auténticos de cada cultura, como Jesús mismo se
encarnó plenamente en la cultura suya.
Creo
que San Pedro da otra razón del don de lenguas cuando explica en su sermón lo
que había pasado (2:17-18). En esta cita de Joel 2:28-32, debemos observar dos
detalles: aquí ni Joel ni Pedro mencionan el don de lenguas como tal, pero
todos los dones mencionados son de tipo profético (profetizar, ver visiones,
soñar). Además, según Joel y Pedro, los dones se reparten entre todos los
creyentes, sin discriminación alguna, ni de edad (hijos, ancianos), ni de sexo
(hijos, hijas), ni de clase social (siervos, siervas). En otras palabras, el
don de lenguas aquel día significaba que de ahí en adelante, la iglesia entera
estaría llamada a ser una comunidad profética en medio de las naciones
(2:9-11). En el Antiguo Testamento, sólo unos pocos recibieron el Espíritu y el
llamado profético. Ahora, el Espíritu profético, que vino sobre Elías e Isaías
y todos aquellos antiguos portadores de su presencia y su poder, ha venido.
Pero
no basta sólo la experiencia de los dones del Espíritu para ser pentecostal. El
segundo momento, la predicación fiel de la Palabra con exposición bíblica clara
y cuidadosa (2:14-41), es esencial a la pentecostalidad, igual que el tercer
momento, una nueva comunidad que llega aun hasta compartir todos sus bienes
(Hch 2:42-47; 4:31-35).
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“ESE VENERO, ESE
MANANTIAL”: PRESENCIA DE LA BIBLIA EN LA CULTURA DE OCCIDENTE (II)
Protestante Digital, 21 de mayo de 2015
D
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esde un
punto de vista apasionante y sumamente enriquecedor, el crítico y pastor
protestante ya fallecido Northrop Frye afirmó que el conocimiento del contenido
de la Biblia es fundamental para moverse en medio de las producciones
literarias: “Para mí la Biblia es el corpus de palabras mediante el cual puedo
ver el mundo como un cosmos, como un orden y en el que puedo ver la naturaleza
humana como algo redimible, como algo con derecho a sobrevivir. Para la cultura
occidental es el libro total, que lo abarca todo. Abarca lo divino y lo
demoníaco, además de lo humano” (Conversación con Northrop Frye, 1997).
Para
Frye, la Biblia es el conjunto de textos más paradigmático que contiene en sí
mismo todos los símbolos y, por ello es, en palabras del poeta William Blake,
el “gran código” de la humanidad al contener en germen y con un desarrollo
particular los elementos comunes de la existencia articulados en una clave de
fe que sigue vigente hasta estos tiempos. Como lo ha resumido Jorge Juan
Fernández Sangrador: “Sin la Biblia sería imposible dar razón de las
innumerables manifestaciones del espíritu humano, que se ha volcado y expresado
en la literatura, la pintura, la escultura, la arquitectura, el urbanismo, el
cine, la fotografía y la música, y lo ha hecho desde la Sagrada Escritura” (“Un
acontecimiento cultural: la Biblia, el gran código de la humanidad”, 2010).
Harold
Bloom, por su parte, ha señalado que los autores bíblicos, reconocidos o no
como tales, no tendrían mucho que envidiar a los grandes escritores de la
literatura universal y que quien se acerca a los libros bíblicos entra en
contacto directo con un interminable océano literario, siempre propicio para la
edificación, el aprendizaje y el goce estético, aunque el orden no sea siempre
éste.
Ha
dicho: “Necesitamos una aprehensión estética de la Biblia, ya sea la hebrea, el
Nuevo Testamento… Es gran literatura”. Y también: “Lo que caracteriza a
Occidente es esa incómoda sensación de que su saber va por un lado y su vida
espiritual por otro. No podemos dejar de pensar que somos griegos y, no
obstante, nuestra moralidad y religión -exterior e interior- encuentran su
origen último en la Biblia hebrea”.
Su
idea de canon literario es completamente bíblica y la ha aplicado en obras
directamente relacionadas con el libro sagrado. Sobre el libro de Job sus
palabras son agudas: “Los límites del deseo son también los límites de la
literatura. […]…no es la Creación sino el Creador quien abruma a Job. […] Job,
acentuando a Jeremías, aceptó su elección de adversidad, de haber sido escogido
por Yahvé, Dios de los que sufren” (Poesía y creencia, 1989).
En
otro lugar, asevera: “El libro de Job es una estructura en la que alguien se va
conociendo cada vez más a sí mismo, en la que el protagonista llega a
reconocerse en relación con un Yahvé que estará ausente cuando él esté ausente”
(¿Dónde se encuentra la sabiduría?, 2004). Y no ha dudado al decir que
su libro bíblico favorito es el de Jonás. Precisamente Job es un magnífico
ejemplo de los desdoblamientos culturales en los que es reconocible el gran
genio literario que la recorre de principio a fin y que ha contribuido a moldear
el gusto y la imaginación de cientos de generaciones.
Precisamente
Job es un magnífico ejemplo de los desdoblamientos culturales en los que es
reconocible el gran genio literario que la recorre de principio a fin y que ha
contribuido a moldear el gusto y la imaginación de cientos de generaciones.
El
biblista español Julio Trebolle (junto a Susana Pottecher) rastreó la evolución
del libro en la literatura, la filosofía y el arte, entre los siglos XVI y XX.
Así, encontró que el famoso personaje ha sufrido grandes transformaciones:
desde la figura medieval de un hombre paciente hasta el estoicismo de una
persona firme ante la adversidad en el Renacimiento, pues cada época le ha
puesto su impronta.
Fray
Luis de León, Miguel de Cervantes y Francisco de Quevedo también sufrieron el
influjo de esta obra dominante, lo mismo que Pedro Calderón de la Barca. En El
rey Lear, de Shakespeare, lo mismo que en otras obras del gran dramaturgo
inglés reaparecen los toques jobianos. Ya en la modernidad más cercana, “Job
deja de ser el mártir sufrido y paciente del Medievo y el libro bíblico suscita
la lectura de escritores y filósofos prestando más atención al tema de la
teodicea y a la existencia del mal en el mundo que al propio personaje”.
Blas
Pascal, Voltaire, Emmanuel Kant y William Blake se sumaron al debate y
aportaron su visión particular, unos desde las preocupaciones existenciales y
otros desde una reconstrucción más poética.
En
el romanticismo, muchos autores posteriores a Goethe afrontaron esa gran figura
bíblica: Heinrich Heine, Víctor Hugo, Fiodor Dostoievski y Lord Byron, entre
muchos. Y en el siglo XX, destacan los nombres de Thomas Mann, Herman Hesse,
Elías Canetti, Samuel Beckett, Bertolt Brecht, G.K. Chesterton (Introducción
al libro de Job, 1916), Nelly Sachs (con un poema extraordinario), Martin
Buber, el ya citado Borges y Elie Wiesel, sin olvidar, en otros campos a Carl
G. Jung (Respuesta a Job, 1952), Joseph Roth (Historia de un hombre
sencillo, novela de 1930) y, más recientemente, René Girard y Antonio Negri
(1990). […]
(LC-O)
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