20 de diciembre, 2015
Ni yo mismo sabía quién era, pero el que me envió a
bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y
permanece sobre él, ese es quien ha de bautizar con Espíritu Santo”. Y, puesto
que yo lo he visto, testifico que este es el Hijo de Dios.
Juan 1.33-34, La
Palabra (Hispanoamérica)
Juan el Bautista fue un testigo privilegiado de la encarnación del Hijo
de Dios en el mundo. Según el Cuarto Evangelio, la relación personal entre
ellos fue bastante distante, aun cuando según el mismo (y en algunos momentos
según los demás evangelios) existió una relación de continuidad-discontinuidad.
De ahí que el ímpetu narrativo y expositivo de este documento consista en acercar
sus intuiciones sobre la enorme realidad de la eternidad de la cual provino el Logos con las situaciones humanas y la
historia del momento. Pablo Richard, basándose en los evangelios sinópticos
(pues no podía ser de otro modo) ha escrito sobre eso en estos días acerca del
contexto de la “Navidad” cristiana: “Nacimiento de Jesús acontece en un
contexto de dos reyes crueles y fracasados (Herodes y Arquelao) y tres
migraciones forzadas (de Belén a Egipto, de Egipto a Israel, de Israel a
Nazaret)”.[1]
Y agrega: “Vemos así que el nacimiento
de Jesús se da en clima violento de dos reyes asesinos y tres migraciones
extremadamente dolorosas y peligrosas”.
Confrontar esos dos ambientes, el divino y el humano, ponerlos lado a
lado, cara, es lo que caracteriza a los relatos del nacimiento de Jesús. Al
optar por no incluirlos y por ir directamente a los sucesos en los que el
Jesús-Logos ya mayor inicia su labor
en el mundo, se ve obligado a enlazar los dos contextos mediante una estrategia
genial: exponer la perspectiva propia de la encarnación del Hijo de Dios y sus
orígenes proféticos en la persona de Juan. Para el Cuarto Evangelio, entre
ellos no hay ninguna forma de consanguinidad, que resulta innecesaria para
situar en las afinidades proféticas la continuidad requerida para poner en
marcha la actuación del Logos en el
mundo. Eso explicaría las enigmáticas palabras del propio Juan sobre su
desconocimiento de Jesús (v. 33). Él mismo debía ajustar su pensamiento hacia
la nueva orientación dada por Dios para conducir la historia de salvación: él únicamente
es testigo de esa orientación …aun cuando no comprendiera del todo lo que estaba
sucediendo. De ahí que hablar de la relación continua y discontinua entre Juan
y Jesús no esté lejos de la verdad.
Al ponerse en marcha la encarnación del Hijo de Dios en el mundo, todo
debía ajustarse o modificarse para tomar una postura nueva ante las
consecuencias de semejante decisión divina. Las esperanzas humanas nunca
alcanzaron a imaginar la forma en que Dios se conduciría para introducir su
presencia en el mundo de una manera radical. Por ello la relación entre la
encarnación del Verbo divino no puede tener con la fiesta y la fecha de la
Navidad más que una relación dialéctica, es decir, no debemos quedarnos con el
dedo que apunta hacia el sol, sino que debemos intentar seguir hacia el sol. Tal
como lo explica Karl Barth: “Si en la Encarnación nos encontramos con la realidad, en la Navidad nos encontramos
con el signo de dicha realidad. No se
deben confundir ambas cosas. La realidad de la que se trata en la Navidad es
verdad en sí y de por sí. Pero se muestra, se desvela, en el milagro de la Navidad”.[2]
Ésa es la causa y razón de la fiesta en sí, pero su contenido la rebasa y obliga a que la sigamos viendo únicamente
como un signo. Por ello es posible afirmar, con el presente continuo propio de
un acercamiento respetuoso a la eternidad del Dios Trino y Uno, que el Señor
sigue y seguirá naciendo, entre la humanidad y en el mundo, todos los días. Si lo hizo una vez, lo
hará siempre a fin de manifestar su gracia, su amor y su justicia.
[1] P. Richard, “Verdad histórica y
bíblica de Navidad”, en Amerindia en la Red, http://amerindiaenlared.org/noticia/626/verdad-historica-y-biblica-de-navidad--por-pablo-richard.
[2] K. Barth, “El misterio y el milagro
de la Navidad”, en Bosquejo de dogmática.
Santander, Sal Terrae, 2000 (Presencia teológica, 108), pp. 113-114. Énfasis
del original.
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