sábado, 5 de diciembre de 2015

"'Y vimos su gloria... como la del Unigénito del Padre': Dios se encarnó en Jesús para redimir al mundo, L. Cervantes-O.

6 de diciembre, 2015

Y la Palabra se encarnó
y habitó entre nosotros;
y vimos su gloria, la que le corresponde
como Hijo único del Padre,
lleno de gracia y de verdad.
Juan 1.14, La Palabra (Hispanoamérica)

Una mirada superficial sobre el Cuarto Evangelio afirmaría que a su autor no le interesó la historia del nacimiento de Jesús y que, por ello, no cuenta nada sobre los “sucesos navideños”. Otra, más mesurada, podría sugerir que si, en efecto, este evangelio no narra ninguno de esos acontecimientos es porque tuvo fuertes razones para “ir al grano” sobre las acciones y palabras de quien denomina la Palabra encarnada en el mundo. Alguna más intentaría explicar que, debido a la fuerte doctrina de Cristo que trasluce este documento, relatar los detalles previos al nacimiento de Jesús de Nazaret resultaba un tanto adicional o complementario para exponer el mensaje que él trajo como profeta, mensajero y representante de Dios. Pero lo cierto es que en Juan no encontramos nada al respecto y sí, un poema-prólogo, sumamente teológico y profundo acerca de los entretelones de la presencia de Dios en Jesús y de la forma en que vino al mundo para redimirlo.

Para él, el origen divino de Jesús establece una marca contundente en su realidad que va más allá de todas las posibilidades humanas. Por ello se remonta hasta la eternidad misma de Dios y penetra en el interior mismo de la divinidad para encontrar las relaciones entre el Padre y el Hijo eternos, entre lo que la doctrina llamaría después “las personas de la Trinidad” y descubre que existió y existe un diálogo continuo y una extraordinaria identidad entre ellas. No de otra manera pueden interpretarse las famosas palabras con que abre este evangelio y que remiten, inevitablemente, al libro del Génesis al usar sus mismas palabras y a Proverbios 8: “En el principio ya existía la Palabra;/ y la Palabra estaba junto a Dios y era Dios./ Ya en el principio estaba junto a Dios./ Todo fue hecho por medio de ella/ y nada se hizo sin contar con ella” (vv.1-3a). En el génesis de todas las cosas, la sabia palabra divina acompañó y condujo la creación, según el texto sapiencial, y esa misma palabra (el Verbo, el Logos) fue la razón de ser de todo lo existente. Era una Palabra personificada que estaba al lado de Dios y era ella misma, Dios también. El Cuarto Evangelio sitúa a sus lectores mucho antes de la creación de todas las cosas y los/as lleva a contemplar el interior mismo del ser creador desde una perspectiva casi mística.

No contento con ello, el texto profundiza en esa mirada mística e informa y reflexiona, al mismo tiempo, sobre las características y consecuencias de la eterna e inaccesible actuación divina: “Cuanto fue hecho era ya vida en ella,/ y esa vida era luz para la humanidad;/ luz que resplandece en las tinieblas/ y que las tinieblas no han podido sofocar” (3b-5). El acto creador consistió, afirma, en instalar la vida en el cosmos para iluminar a la humanidad cuando ésta apareció, colocando a la luz, primera criatura divina, como el factor fundamental que vendría a revelar y a triunfar sobre las tinieblas del caos y el desorden. Referirse a las tinieblas, la oscuridad, opuestas a la luz divina, es ya un juicio teológico de valor sobre lo que acontece en el mundo, pues define la historia y la vida humanas como un conflicto en el que, inexorablemente, la luz de Dios saldrá victoriosa. Y, para probarlo, es que pasa a exponer, ahora sí con detalle, los hechos de la vida de Jesús de Nazaret, el Verbo de Dios encarnado en el mundo.

En esa línea, y para recordar lo ambiguas que resultan las celebraciones navideñas a la luz de la encarnación del Hijo de Dios en la historia, Javier Sicilia ha escrito unas palabras muy pertinentes:

Diciembre es un mes puntuado por la Navidad. Sobre ese misterio cotidiano y sorprendente —un niño que, a causa del desplazamiento de su familia convocada al censo de Quirinio, nace en un establo de Belén y del que se afirma que es Dios encarnado— se fundó, nos guste o no, Occidente. La burguesía ha rodeado su celebración con la calidez de una buena cena familiar, acompañada de dulces y regalos, que hoy ha adquirido el rostro de un consumismo desmesurado.[1]

Porque, ciertamente, el horizonte en que se mueven estas celebraciones (se dice cada año) está muy lejos de la plataforma teológica, metafísica y escatológica que permitió el nacimiento del niño de Belén y su desarrollo hasta convertirse en la presencia actuante de la Palabra divina. Deja mucho que desear la manera en que ha sido domesticada y edulcorada esa enorme realidad divino-humana y por eso es preciso puntualizar las afirmaciones juaninas al respecto, incluso a contracorriente lo que hacen y enseñan muchas formas de cristianismo. De ahí que Sicilia agregue lo siguiente:

La fiesta, sin embargo, es lo contrario a esa malversación. Ese nacimiento, cuyo rostro es el de la pobreza y el desabrigo, tiene que ver con el amor que, a diferencia de lo que suponemos, no es el de la plenitud del ego, sino el del vacío y la renuncia. La tradición teológica le ha dado un nombre griego: la kenosis de Dios, cuyo significado es vaciarse, anonadarse, despojarse, deshacerse. La Navidad es así la revelación de un Dios que renuncia a todo lo que nosotros asociamos con el poder y sus prerrogativas para volverse impotencia pura en la contingencia. Blondel, un gran filósofo católico, comparaba ese acontecimiento con un suicidio, el suicidio de Dios.[2]

Sicilia alude, es claro, al clásico pasaje de Filipenses 2.6-7, en el que otro teólogo cristiano de los primeros tiempos, tampoco seducido por las “historias navideñas”, explicó a su modo la aparición del Hijo de Dios en el mundo: “…el cual, siendo de condición divina/ no quiso hacer de ello ostentación,/ sino que se despojó de su grandeza,/ asumió la condición de siervo/ y se hizo semejante a los humanos”. Este vaciamiento, desempoderamiento o suicidio que practicó el Dios eterno representa la gran protesta divina contra los poderes (in)humanos que han intentado apoderarse de la historia y de la existencia. Ser “impotencia pura” en medio de la “contingencia” es la base del gran acto redentor de Dios, pues “renunciar” a la eternidad y sujetarse a los designios impredecibles e incómodos de la historia y la existencia implicó un sacudimiento mayor en el interior mismo de Dios. El gran teólogo Paul Tillich lo sintetizó así: “Este acontecimiento (la encarnación de Jesucristo) no sólo es el centro de la historia de la manifestación del reino de Dios; es también el único acontecimiento en el que se afirma plena y universalmente la dimensión histórica”.[3]

Quien dio testimonio de todo esto fue el profeta Juan (diferente al autodenominado Discípulo Amado), quien poéticamente es designado como “testigo de la luz” (8), sin ser él mismo la luz, para que de inmediato surja una fórmula que resume, en su grandiosidad, lo acontecido con la presencia del Logos en el mundo: “La verdadera luz, la que ilumina a toda la humanidad, estaba llegando al mundo” (9b). Porque la Palabra divina hacía tiempo que había “invadido” al mundo y su presencia en Jesús ameritó el fuerte cuestionamiento del texto sobre su recepción: “En el mundo estaba [la Palabra]/ y, aunque el mundo fue hecho por medio de ella,/ el mundo no la reconoció” (10). Ni siquiera los descendientes de Israel fueron capaces de reconocerla: “ Vino a los suyos/ y los suyos no la recibieron” (11), en lo que este evangelio coincide claramente con el de Mateo para dar luego dar “el salto de calidad” hacia la predicación recibida por los gentiles, romanos inclusive: “…pero a cuantos la recibieron y creyeron en ella,/ les concedió el llegar a ser hijos de Dios” (12) mediante un lenguaje emparentado ostensiblemente con las epístolas de Juan. Eso permite al texto ahondar en la palingenesia, esto es, en la regeneración, en la nueva creación divina (y no por caprichos, vanidades o mezquindades humanas) que permite definir lo que es la redención con palabras doctrinales muy sólidas: “Éstos son los que nacen no por generación natural [jáimaton, “de sangres”[4]],/ por impulso pasional [thelématos sarkós] o porque el ser humano lo desee [thelématos andrós],/ sino que tienen por Padre a Dios” (13).

Todo esto preludia la gran afirmación de la superioridad de la Palabra hecha carne en el mundo para su redención y que constituye el pórtico impecable para todo lo que contiene el Cuarto Evangelio: “Y la Palabra se encarnó/ y habitó entre nosotros;/ y vimos su gloria, la que le corresponde/ como Hijo único del Padre,/ lleno de gracia y de verdad” (14). La Palabra vino y vivió en el mundo, pero sólo algunos fueron capaces (en su incapacidad humana comprensible) de percibir su gloria (con mayor claridad, posteriormente), correspondiente al Padre en su unidad y cercanía desde la eternidad. Acaso por ello impactó tanto a Jorge Luis Borges, quien dedicó al asunto dos poemas memorables titulados con la cita bíblica, como lo hizo varias veces.

Las conclusiones de Sicilia apuntan hacia una práctica cristiana más consecuente, derivada del esfuerzo divino por asumir la humanidad con todos sus riesgos, en el sendero de la debilidad y la impotencia, no en el del triunfalismo simbolizado por el regalo compulsivo e irresponsable:

La Navidad, por lo mismo, no es algo que debemos celebrar. Es más bien un misterio que en las actuales circunstancias por las que atravesamos debe interpelarnos de manera brutal y profunda en el orden del amor. Amar es vaciarse de sí y de todas nuestras pretensiones. Es, por lo tanto, ir al encuentro del otro, en particular al de los más pobres y desheredados, las víctimas, sin otra cosa que nuestro vacío. Ni el progreso ni el deseo de la abundancia, que nos centran sobre nosotros, pueden escuchar a la víctima ni siquiera al otro, porque todo otro, dice [Emmanuel] Levinas, es rostro, palabra orden, súplica que nos obliga a salir de nosotros, a vaciarnos, para responder. Contra lo que contradictoriamente nos enseñan siempre incluso en el catecismo —Dios como omnipotencia y omnipresencia—, el Dios de la Navidad es debilidad y vacío que acoge; es, incluso, como todo verdadero amor, impotencia[5]




[1] J. Sicilia, “Navidad y encarnación”, en La Jornada Semanal, 6 de diciembre de 2015, http://semanal.jornada.com.mx/2015/12/04/casa-sosegada-1743.html.
[2] Idem. Énfasis agregado.
[3] Cit. por Óscar Cruz Cuevas, Las doctrina del kairós en Paul Tillich. Tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid, 2007, p. 205, http://eprints.ucm.es/7734/1/T30051.pdf.
[4] Elsa Tamez y Alma Isela Trujillo Tamez, El Nuevo Testamento griego palabra por palabra. Sociedades Bíblicas Unidas, 2012, p. 337.
[5] J. Sicilia, op. cit. Énfasis agregado.

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