sábado, 12 de diciembre de 2015

El precursor de la encarnación divina, L. Cervantes-O.

13 de diciembre, 2015

Juan dio testimonio de él proclamando: “Éste es aquel de quien yo dije: el que viene después de mí es superior a mí porque existía antes que yo”.
Juan 1.15, La Palabra (Hispanoamérica)

Juan, llamado el Bautista, es un personaje fundamental en los cuatro evangelios: figura enigmática, modelo de profeta independiente y radical, cubre un espacio cronológico previo a la aparición de Jesús de Nazaret en el panorama religioso de su tiempo. Ningún evangelio lo ignora, pero es en el cuarto donde su mensaje adquiere una dimensión muy ligada a los momentos iniciales de la vida y obra de quien introdujo el Reino de Dios en el mundo. Todos coinciden en que fue el precursor de la obra de Jesús y en que su mensaje y acción preludió elocuentemente lo que vendría después, aun cuando su imagen no fue lo suficientemente comprendida. Las palabras de Jesús en Mateo 11.7b-14 lo describen impecablemente: “Cuando ustedes salieron a ver a Juan al desierto, ¿qué esperaban encontrar? ¿Una caña agitada por el viento? ¿O esperaban encontrar un hombre espléndidamente vestido? ¡Los que visten con esplendidez viven en los palacios reales! ¿Qué esperaban entonces encontrar? ¿Un profeta? Pues sí, les aseguro, y más que profeta. Precisamente a él se refieren las Escrituras cuando dicen: Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. [Mal 3.1] Les aseguro que no ha nacido nadie mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él. Desde que vino Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos es objeto de violencia y los violentos pretenden arrebatarlo. Así lo anunciaron todos los profetas y la ley de Moisés hasta que llegó Juan. Pues, en efecto, Juan es Elías, el profeta que tenía que venir”.

Semejante reivindicación coloca al propio Jesús en línea directa con la actuación de Juan, aunque sus discípulos no entendieron bien lo que aquel haría. El Cuarto Evangelio, desde el principio, practica también una reivindicación de su persona al presentar su mensaje en función de la persona de Jesús pues lo presenta como un testigo suyo (1.15) y aquel de quien había hablado antes, “porque era primero que yo”. El mensaje de Jesús es infinitamente superior al de Juan a causa de su preexistencia, una enseñanza muy característica del Cuarto Evangelio. Las siguientes palabras retoman el hilo del comienzo del evangelio como parte de una cristología muy sólida: “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia. Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (16-18). Plenitud, gracia, ley, verdad: todo engarzado en una argumentación que desemboca en la visión superior de la preexistencia del Logos divino anterior a la encarnación histórica que afirma el traslado de éste desde la eternidad misma del Dios invisible, de cuyo seno (kólpon, “regazo”) ha venido. Jesús es visto, así, como el icono del Padre en el mundo procedente desde su interior más profundo.

A continuación, hay un relato del diálogo entablado con los enviados desde Jerusalén para preguntarle sobre su ministerio, en el cual él zanja la discusión al afirmar que no es el Ungido esperado (19-22). Más bien, se sitúa en continuidad con la profecía antigua de Isaías (40.3) para ubicar su actuación de manera enigmática (22-24) sin dejarlos satisfechos, pues ellos insistieron en saber la razón de sus acciones, a lo que nuevamente respondió destacando la figura del que vendría detrás de él: “Yo bautizo con agua; mas en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis. Éste es el que viene después de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado” (26-27). Juan limita la importancia de su bautismo para anunciar a quien viene tras él y se contrasta a sí mismo con esa figura en términos de un siervo inferior.[1] Esas palabras tampoco cumplieron las expectativas de los espías.

Pero será el propio evangelio el que desvele el misterio de la relación entre Juan y Jesús cuando, más adelante, cite las palabras del primero, en 1.29-30: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo dije: Después de mí viene un varón, el cual es antes de mí; porque era primero que yo”. Y en 1.31, hace una afirmación sorprendente: “Ni yo mismo sabía quién era, pero Dios me encomendó bautizar con agua precisamente para que él tenga ocasión de darse a conocer a Israel” (31). Para que luego, en 3.28-30 (mientras Juan y Jesús actúan simultáneamente, sin ningún signo de subordinación por parte del segundo[2]) reitere que fue el “enviado como precursor” (¡cuya muerte ni siquiera es mencionada en este evangelio!) y en 31-36 se agreguen una serie de observaciones propias del más puro pensamiento doctrinal juanino:

a) “El que de arriba viene, es sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla; el que viene del cielo, es sobre todos” (31). La preexistencia de Jesús, anterior a la encarnación, remite al interior de Dios mismo. Tal es el alcance de esta reflexión.
b) “Y lo que vio y oyó, esto testifica; y nadie recibe su testimonio” (32). Alusión al diálogo interno entre el Padre y el Hijo, el llamado “pacto eterno”. Aquí se alude al diálogo entre las personas de la Trinidad del que hablan los Padres de la Iglesia. “¿No afirmamos siempre que las divinas personas son originalmente simultáneas y que coexisten eternamente en comunión e interpenetración (perijóresis)?”.[3] Esto significa “que una persona contiene a las otras dos (sentido estático) o que cada una de las personas interpenetra a las otras, y recíprocamente (sentido activo). El adjetivo perijorético designa el carácter de comunión que rige entre las divinas personas”.[4]
c) “El que recibe su testimonio, éste atestigua que Dios es veraz” (33). Quienes responden positivamente tienen acceso a la verdad de Dios.
d) “Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla; pues Dios no da el Espíritu por medida” (34). El Logos encarnado dice las palabras mismas de Dios en el mundo: de ahí su autoridad.
e) “El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano” (35). La filiación divina del Logos es la garantía absoluta de confiabilidad para ganar la salvación.
f) “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (36). A cambio de la ira para quienes lo rechazan, quienes creen en el Hijo alcanzan la vida eterna.

La perspectiva cristológica del Cuarto Evangelio hace ver a Juan como el más genuino precursor del Logos encarnado y acompañante, en la primera etapa del ministerio de Jesús. Primero como testigo, luego como colega y, finalmente, como alguien que cedió su lugar para la manifestación plena del Hijo de Dios en el mundo. Testigo privilegiado de la encarnación divina, fue un profeta intransigente que avizoró las transformaciones radicales que Dios llevaría a cabo en la historia.



[1] Robert L. Webb, John the Baptizer and Prophet: a socio-historical study. Eugene, Wipf & Stock, 1991, p. 72.
[2] Walter Wink, John the Baptist in the Gospel Tradition. Nueva York-Cambridge, Universidad de Cambridge, 1968, p. 94.
[3] L. Boff, “Lo que es la Santísima Trinidad: la comunión de vida y de amor entre los tres divinos”, en La Santísima Trinidad es la mejor comunidad. Madrid, Paulinas, 1990, www.mercaba.org/FICHAS/TRINIDAD/Boff/067-083_cap_05.htm
[4] L. Boff, “Palabras técnicas y afines de la reflexión trinitaria”, en op. cit., www.mercaba.org/FICHAS/TRINIDAD/Boff/glosario.htm.

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