13 de diciembre, 2015
Juan dio testimonio de él proclamando: “Éste
es aquel de quien yo dije: el que viene después de mí es superior a mí porque
existía antes que yo”.
Juan 1.15, La
Palabra (Hispanoamérica)
Juan, llamado el Bautista, es un personaje fundamental
en los cuatro evangelios: figura enigmática, modelo de profeta independiente y
radical, cubre un espacio cronológico previo a la aparición de Jesús de Nazaret
en el panorama religioso de su tiempo. Ningún evangelio lo ignora, pero es en
el cuarto donde su mensaje adquiere una dimensión muy ligada a los momentos
iniciales de la vida y obra de quien introdujo el Reino de Dios en el mundo.
Todos coinciden en que fue el precursor de la obra de Jesús y en que su mensaje
y acción preludió elocuentemente lo que vendría después, aun cuando su imagen
no fue lo suficientemente comprendida. Las palabras de Jesús en Mateo 11.7b-14
lo describen impecablemente: “Cuando ustedes
salieron a ver a Juan al desierto, ¿qué esperaban encontrar? ¿Una caña agitada
por el viento? ¿O esperaban encontrar un hombre espléndidamente vestido? ¡Los
que visten con esplendidez viven en los palacios reales! ¿Qué esperaban
entonces encontrar? ¿Un profeta? Pues sí, les aseguro, y más que profeta. Precisamente
a él se refieren las Escrituras cuando dicen: Yo envío mi
mensajero delante de ti para que te prepare el camino. [Mal 3.1] Les aseguro que no ha nacido nadie mayor que Juan el
Bautista; sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que
él. Desde que vino Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los
cielos es objeto de violencia y los violentos pretenden arrebatarlo. Así lo
anunciaron todos los profetas y la ley de Moisés hasta que llegó Juan. Pues, en
efecto, Juan es Elías, el profeta que tenía que venir”.
Semejante reivindicación coloca
al propio Jesús en línea directa con la actuación de Juan, aunque sus
discípulos no entendieron bien lo que aquel haría. El Cuarto Evangelio, desde
el principio, practica también una reivindicación de su persona al presentar su
mensaje en función de la persona de Jesús pues lo presenta como un testigo suyo
(1.15) y aquel de quien había hablado antes, “porque era primero que yo”. El
mensaje de Jesús es infinitamente superior al de Juan a causa de su
preexistencia, una enseñanza muy característica del Cuarto Evangelio. Las
siguientes palabras retoman el hilo del comienzo del evangelio como parte de
una cristología muy sólida: “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia
sobre gracia. Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la
verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie le vio jamás; el
unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (16-18).
Plenitud, gracia, ley, verdad: todo engarzado en una argumentación que
desemboca en la visión superior de la preexistencia del Logos divino anterior a
la encarnación histórica que afirma el traslado de éste desde la eternidad
misma del Dios invisible, de cuyo seno (kólpon,
“regazo”) ha venido. Jesús es visto, así, como el icono del Padre en el
mundo procedente desde su interior más profundo.
A continuación, hay un relato
del diálogo entablado con los enviados desde Jerusalén para preguntarle sobre
su ministerio, en el cual él zanja la discusión al afirmar que no es el Ungido
esperado (19-22). Más bien, se sitúa en continuidad con la profecía antigua de
Isaías (40.3) para ubicar su actuación de manera enigmática (22-24) sin
dejarlos satisfechos, pues ellos insistieron en saber la razón de sus acciones,
a lo que nuevamente respondió destacando la figura del que vendría detrás de
él: “Yo bautizo con agua; mas en medio
de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis. Éste es el que viene después
de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del
calzado” (26-27). Juan limita la importancia de su bautismo para anunciar a
quien viene tras él y se contrasta a sí mismo con esa figura en términos de un
siervo inferior.[1] Esas palabras tampoco cumplieron las expectativas de los
espías.
Pero será el propio evangelio el
que desvele el misterio de la relación entre Juan y Jesús cuando, más adelante,
cite las palabras del primero, en 1.29-30: “He aquí el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo dije:
Después de mí viene un varón, el cual es antes de mí; porque era primero que yo”.
Y en 1.31, hace una afirmación sorprendente: “Ni
yo mismo sabía quién era, pero Dios me encomendó bautizar con agua
precisamente para que él tenga ocasión de darse a conocer a Israel” (31). Para que luego, en 3.28-30 (mientras Juan y
Jesús actúan simultáneamente, sin ningún signo de subordinación por parte del
segundo[2])
reitere que fue el “enviado como precursor” (¡cuya muerte ni siquiera es
mencionada en este evangelio!) y en 31-36 se agreguen una serie de
observaciones propias del más puro pensamiento doctrinal juanino:
a) “El
que de arriba viene, es sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y
cosas terrenales habla; el que viene del cielo, es sobre todos” (31). La
preexistencia de Jesús, anterior a la encarnación, remite al interior de Dios mismo.
Tal es el alcance de esta reflexión.
b) “Y
lo que vio y oyó, esto testifica; y nadie recibe su testimonio” (32). Alusión
al diálogo interno entre el Padre y el Hijo, el llamado “pacto eterno”. Aquí se
alude al diálogo entre las personas de la Trinidad del que hablan los Padres de
la Iglesia. “¿No afirmamos siempre que las divinas personas son originalmente
simultáneas y que coexisten eternamente en comunión e interpenetración (perijóresis)?”.[3]
Esto significa “que una persona contiene a las otras dos (sentido estático) o
que cada una de las personas interpenetra a las otras, y recíprocamente
(sentido activo). El adjetivo perijorético
designa el carácter de comunión que rige entre las divinas personas”.[4]
c) “El
que recibe su testimonio, éste atestigua que Dios es veraz” (33). Quienes
responden positivamente tienen acceso a la verdad de Dios.
d) “Porque
el que Dios envió, las palabras de Dios habla; pues Dios no da el Espíritu por
medida” (34). El Logos encarnado dice las palabras mismas de Dios en el mundo:
de ahí su autoridad.
e) “El
Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano” (35). La filiación
divina del Logos es la garantía absoluta de confiabilidad para ganar la salvación.
f) “El
que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no
verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (36). A cambio de la ira
para quienes lo rechazan, quienes creen en el Hijo alcanzan la vida eterna.
La perspectiva cristológica del Cuarto
Evangelio hace ver a Juan como el más genuino precursor del Logos encarnado y
acompañante, en la primera etapa del ministerio de Jesús. Primero como testigo,
luego como colega y, finalmente, como alguien que cedió su lugar para la manifestación
plena del Hijo de Dios en el mundo. Testigo privilegiado de la encarnación
divina, fue un profeta intransigente que avizoró las transformaciones radicales
que Dios llevaría a cabo en la historia.
[1] Robert L. Webb, John the Baptizer and Prophet: a
socio-historical study. Eugene, Wipf & Stock, 1991, p. 72.
[2] Walter Wink, John the Baptist in the Gospel Tradition. Nueva
York-Cambridge, Universidad de Cambridge, 1968, p. 94.
[3] L. Boff, “Lo que
es la Santísima Trinidad: la comunión de vida y de amor entre los tres divinos”,
en La Santísima Trinidad es la mejor
comunidad. Madrid, Paulinas, 1990, www.mercaba.org/FICHAS/TRINIDAD/Boff/067-083_cap_05.htm
[4] L. Boff, “Palabras
técnicas y afines de la reflexión trinitaria”, en op. cit., www.mercaba.org/FICHAS/TRINIDAD/Boff/glosario.htm.
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