24 de diciembre, 2015
P.P. Rubens, Adoración de los magos (1620)
Pero, al llegar el momento cumbre de la historia [pléroma tou kronou], Dios envió a su
Hijo, nacido [genómenon] de mujer,
nacido [genómenon] bajo el régimen de
la ley, para liberarnos del yugo de la ley y alcanzarnos la condición de hijos
adoptivos de Dios.
Gálatas 4.4-5, La
Palabra (Hispanoamérica)
Dios ha tomado carne en él. En sus palabras, sus gestos y
su vida entera nos estamos encontrando con Dios. Dios es así, como dice Jesús;
mira a las personas como las mira él; acoge, cura, defiende, ama, perdona como
lo hace él. Dios se parece a Jesús.
Más aún. Jesús es Dios hablándonos desde la vida frágil y vulnerable de este
ser humano.[1]
J.A. Pagola
La afirmación de la realidad de la encarnación del Hijo de Dios en el
mundo adquiere, en los escritos de San Pablo, una dimensión situada en el marco
de la acción divina para aplicar la filiación de su Hijo a los seres humanos
ligados a él. En tres lugares ligados a su tradición escritural aparecen
sólidos argumentos para referirse a ella: Gálatas 4, Filipenses 2 y I Tim contienen
afirmaciones en las que se destaca la manifestación divina en el Jesús
histórico: “I Tim 3.16 dice del modo más bello que el gran misterio de piedad ‘se
ha manifestado como hombre’”.[2]
En Fil 2.5-11, “Pablo une al descenso del Verbo de Dios en la encarnación el
anonadamiento del Verbo de Dios en la cruz”.[3]
La encarnación consiste en que “el Padre se comunica diciendo su Palabra a la
humanidad: dando a los hombres esa Palabra. A su vez, la Palabra realiza, en el
doble abajamiento y humillación de la encarnación y de la cruz, la obra que le
ha encomendado el Padre”.
En Gálatas 4, es donde se habla expresamente de la filiación que el Hijo
de Dios encarnado en el mundo transfiere a quienes se ligan a la fe en el
Cristo resucitado. La paternidad de Dios es aplicada tanto a judíos como
gentiles (3.28-29) y es allí donde la metáfora de la herencia representa el
acceso a la filiación de hijos e hijas de Dios. Pasar de la categoría de
esclavos a hijos (4.1-2) es un salto enorme en el proceso de la salvación ofrecida
por Dios. La “minoría de edad” (4.3) hace referencia a una etapa de la historia
de salvación en la que aún existieron diferencias raciales, de género y
culturales que impedían el acceso universal a la gracia de Dios. Se requería
que la historia llegara a un punto culminante para que eso cambiase
radicalmente. Ése fue el gran trasfondo necesario para arraigar, por así
decirlo, al Hijo de Dios en la historia. La plenitud (pléroma) del tiempo, de la historia, (4.4a) es el punto crucial
del devenir humano y cósmico, puesto que “no sólo significa que se ha cumplido
un plazo o que se ha llegado a un instante fijado, sino más bien que, en la
economía salvífica divina, el tiempo humano ha llegado a su término”.[4]
De ahí que “en Ef 1.9b-10a [‘Los designios que benévolamente/ había decidido
realizar/ por medio de Cristo,/ llevando la historia/ a su punto culminante’],
pone Pablo en relación la oikonomía con
el pléroma de los tiempos (kairós), es decir, el proyecto que Dios
tenía, con la plena realización de la historia humana”.[5]
A todo ello alude el hecho de que ni las condiciones ni las
posibilidades humanas (desgaste social y espiritual, esperanzas mesiánicas
acumuladas, manejo materialista y cínico del poder para asesinar inocentes)
pudieron producir (o impedir, en su caso) el acontecimiento de Cristo, sino
únicamente el designio de Dios (descenso del Espíritu en María; virginidad materna;
ninguna intervención paterna y, por ende, patriarcal; interacción con seres
sobrenaturales; victoria real y simbólica sobre los poderes imperialistas): “…la vida de Jesús, desde su
Encarnación hasta la donación de su propio Espíritu, es el acontecer de la
misma Trinidad comunicada o ‘económica’”.[6] San Pablo afirma
que, con el nacimiento de Cristo en el mundo, la historia humana dio un salto
descomunal para manifestarse abiertamente y de manera universal como una
auténtica historia de salvación abierta para todos los seres humanos sin
ninguna distinción. La oferta de salvación sería capaz, a partir de entonces,
de desbordar las barreras nacionalistas para afianzarse como una llamada
general para que cualquier ser humano aprehendiese y se situase en la órbita de
la antigua promesa a Abraham: “La bendición de Abraham alcanzará así, por medio
de Cristo Jesús, a todas las naciones y nosotros recibiremos, mediante la fe,
el Espíritu prometido” (3.14). Hay, pues, una línea directa de salvación que va
desde el “padre de la fe” (no olvidar las religiones abrahámicas) hasta Jesús de Nazaret, “nacido de mujer, nacido bajo
el régimen de la ley” para obtener la libertad de ese yugo y ganar la condición
de hijos/as para todos sus seguidores (4.5), manifestación efectiva de la nueva
vida en el mundo. El siguiente logro fue la presencia del Espíritu de hijos en
cada creyente (4.6). Con ello, se habrá tenido acceso a la herencia plena, con
el derecho completo que otorga esa filiación.
Ése es el enfoque típicamente paulino, en continuidad directa con la
apreciación doctrinal y teológica de la iglesia inicial, que colocó el hecho
mismo del nacimiento del verbo divino en el marco mayor de la encarnación
divina, un suceso supra-temporal que aterrizó, literalmente, en un momento
específico de la historia:
Una
confesión de Cristo formulada en categorías estáticas puede ayudar a una
precisión conceptual, pero puede conducir a ignorar el proceso histórico de la
vida de Jesús y la inserción del Hijo de Dios en la historia humana. La
encarnación no es una realidad acabada en el seno de María. El Hijo de Dios se
va haciendo hombre a lo largo de todo el proceso histórico de la vida de Jesús,
que, según testimonio de san Lucas, “crecía en sabiduría, en estatura y en
gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2.52).[7]
Así
como los evangelios cuentan cómo Jesús se fue haciendo un hombre mayor en su
vida cronológica, es preciso que el Niño de Belén también crezca y madure en los
corazones de quienes dicen seguirlo, pues como escribe Pagola: “No basta
confesar que Jesús es la encarnación de Dios si luego no nos preocupa saber
cómo era, qué vivía o cómo actuaba ese hombre en el que Dios se ha encarnado”.[8] Pues tal como afirma el
Cuarto Evangelio, el Logos encarnado y nacido en Belén es el único camino para
conocer a Dios como Padre en todas sus manifestaciones a consecuencia de ese
esfuerzo encarnacional extraordinario que partió la historia en dos:
El esfuerzo por
aproximamos históricamente a Jesús nos invita a creyentes y no creyentes, a
poco creyentes o malos creyentes, a acercamos con fe más viva y concreta al
Misterio de Dios encarnado en la fragilidad de Jesús. Al ver sus gestos y escuchar sus palabras podemos intuirlo mejor.
Ahora “sabemos” que los pequeños e indefensos ocupan un lugar privilegiado en
su corazón de Padre. A Dios le gusta abrazar a los niños de la calle y envolver
con su bendición a los enfermos y desgraciados. A los que lloran los quiere ver
riendo, a los que tienen hambre les quiere ver comer. Dios toca a leprosos e
indeseables que nosotros tememos tocar. No discrimina ni excluye a nadie de su
amor. Acoge como amigo a pecadores, desviados y gentes de vida ambigua. A nadie
olvida, a nadie da por perdido. Él tiene sus caminos para buscar y encontrar a
quienes las religiones olvidan. Siente compasión al contemplar a los que viven
como ovejas sin pastor y llora ante un mundo que no conoce los caminos de la
paz. Dios quiere que en la tierra reine su justicia, que los pueblos pongan su
mirada en los que sufren, que las religiones siembren compasión. Él ama a sus
criaturas hasta el extremo. Identificado en la cruz con todos los derrotados y
crucificados de la historia, Dios nos arrastra hacia sí mismo, a una vida
liberada del mal en la que ya no habrá muerte, ni penas, ni llanto, ni dolor.
Todo esto habrá pasado para siempre. Por toda la eternidad, Dios hará lo mismo
que hacía su Hijo por los caminos de Galilea: enjugar las lágrimas de nuestros
ojos y llenar nuestro corazón de dicha plena.[9]
[1] José Antonio Pagola, Jesús: aproximación histórica. Madrid, PPC, 2007, pp. 452-453. Énfasis
agregado.
[2] Josep María Rovira Belloso, “Principio de la
encarnación”, Nuevo diccionario de catequética, en www.mercaba.org/Catequetica/E/encarnacion_principio_de_la.htm.
Cf. José Antonio Pagola, “Encarnación”, en Nuevo diccionario de
catequética, en www.mercaba.org/Catequetica/E/encarnacion.htm.
[3] Ídem.
[4] R. Schippers, “Plenitud,
sobreabundancia”, en L. Coenen et al.,
dirs., Diccionario teológico del Nuevo
Testamento. Vol. III. 3ª ed. Salamanca, Sígueme, 1993, p. 375.
[5] Ídem.
[6] J.M. Rovira Belloso, Introducción a la
teología. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1996 (Manuales de
teología, 1), p. 23, en estudiosdeteologia.wordpress.com.
[7] J.A. Pagola, “Encarnación”.
[8] J.A. Pagola, Jesús…, p. 5.
[9] Ibíd.,
pp.
456-457. Énfasis agregado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario