31 de enero, 2016
Cristo, que no ha dado muestras de debilidad entre
ustedes, sino que las ha dado de poder. Porque es cierto que se dejó crucificar
manifestando así su debilidad [astheneías],
pero ahora vive en virtud de la fuerza de Dios [dynámeos theou]. Igualmente nosotros, que compartimos su debilidad,
compartiremos también su poderosa vitalidad divina si hemos de enfrentarnos con
ustedes.
II Corintios 13.3b-4,
La Palabra (Hispanoamérica)
La correspondencia a los corintios, tal como se conservó en el Nuevo Testamento,
concluye con una exhortación pastoral que no deja de incluir los postulados paulinos
sobre la fortaleza de Dios manifestada en medio de la debilidad humana de los
creyentes y apóstoles. Al inicio de II Co 13, Pablo anuncia un tercer viaje a
la ciudad-puerto de Acaya (v. 1a): “…va por tercera vez hacia Corinto (como en 12.14). La primera fue para
fundar la comunidad (Hch 18.1-18; I Cor 4.15; 9.1...). La segunda fue aquella
vez en que Pablo se vio ‘entristecido’ por un adversario, quizás por un
misionero que le hacía la competencia. La tercera se presenta bajo un aspecto
jurídico”.[1]
Ante el asunto disciplinario que tratará de arreglar, el apóstol recurre a la
cita de Dt 19.15 para que haya testigos entre ellos (1b) y anuncia a los dos
grupos (12.20-21) que su actitud será estricta y “sin miramientos” (2). Ésa
será la prueba, agrega, “de que Cristo habla por medio de mí. Cristo” y de “que no ha dado
muestras de debilidad entre ustedes, sino que las ha dado de poder” (3). En
cuanto a la disciplina, asunto no menor, con base en esas palabras será Cristo
mismo quien la imparta (I Co 2.4; II Cor 12.12; I Co 6.11; Ro 8.37). Pero antes Pablo deberá explicar lo
que entiende por “debilidad apostólica” a fin de poder mostrar la fuerza y el
poder de Cristo.
Sobre lo sucedido
con el Señor, las palabras del v. 4a son audaces y puntuales: “Porque es cierto
que se dejó crucificar manifestando así su debilidad, pero ahora vive en virtud
de la fuerza de Dios”. “En la persona de Cristo, su muerte de crucificado revela su debilidad,
mientras que su vida de resucitado pone de manifiesto su poder (cf. Fil 2.7-8
para la debilidad; I Cor 6.14 y Ro 6.4 para el poder)”.[2]
La cristología paulina, desde la llamada “teología de la cruz”, establece
sólidamente las bases de una sana comprensión de lo realizado por Dios en el
martirio de su Hijo, pues esa muerte, subraya, tuvo un carácter revelatorio de
una debilidad auto-asumida que se vería compensada por la resurrección. Pablo afirma
que, junto con sus compañeros, al compartir la debilidad del Señor, también
compartían su poder para confrontar a la comunidad (4b). Así afirma, al mismo
tiempo, “la comunión actual con Cristo, la plenitud de la vida con él (futuro),
la intervención del poder de Dios y la aplicación de la acción de Dios, de
Cristo y del apóstol a la vida de la comunidad de Corinto”. Los fuertes y los
débiles de Corinto eran quienes debían someterse a examen puesto que los
apóstoles ya la habían superado (vv. 5-7). Lo que estaba en juego,
verdaderamente, era la verdad del Evangelio, nada menos (v. 8) y es ahí donde
reaparecerá el conflicto entre la debilidad y la fortaleza, pues lo que más
importaba era que la comunidad se fortaleciera efectivamente, pero sobre la
base de asumir la debilidad “en” y “desde” Cristo, única condición que el
apóstol veía como válida (9).
Todo lo anterior se aprecia en la experiencia del propio Pablo, fundador
y responsable de la comunidad ante Dios, en varios momentos: primero, “cuando
la debilidad del apóstol es significativa del Cristo que él anuncia y que habla
en él (13.3)”, y segundo, “cuando Pablo es débil ‘en Cristo’ (13.4), entonces
es cuando mejor resalta el evangelio de Cristo y por ese mismo hecho se hacen
más fuertes los corintios que lo reciben”. La conclusión es clara: “Cuanto
menos entra en juego su persona, más efectivo es el poder de Cristo (10.4;
12.9; 13.3)”. Las palabras del v. 9 evidencian el énfasis y la preocupación
pastoral de Pablo y su equipo (Timoteo, Tito): “Lo que nos alegra es que
ustedes se encuentren fuertes, aunque nosotros parezcamos débiles; lo que
pedimos es que se corrijan”. La prioridad es que la comunidad corrija su rumbo
sobre criterios sólidos y consistentes, no sobre una falsa idea de la
superioridad y la fortaleza. De ahí surgió el dilema que enfrentó Pablo, quien
no quiso imponer ante ellos su autoridad apostólica, ligada a una comprensión
determinada del poder de Dios, sin antes dejar bien claro que el fundamento de
todo fue la debilidad elegida por el propio Dios en Cristo, dado que lo más
relevante y urgente para la comunidad era su edificación: “Por eso les escribo
en estos términos estando ausente, para que, cuando esté presente, no me vea
obligado a proceder con dureza, utilizando un poder que el Señor me ha confiado
para construir y no para derribar” (10).
La conclusión se orienta en ese mismo sentido: al marcar los límites de
su autoridad apostólica y pastoral, Pablo cumple el propósito divino (y profético)
de no dejar a la comunidad a expensas de los debates y los conflictos en la lucha
por el poder:
Dios se ha revelado “débil” en Cristo, y así es como
ha mostrado su poder. Cristo aceptó mostrarse débil en la persona del apóstol.
La debilidad apostólica no es ni distancia lejana, ni tolerancia culpable: deja
que la autoridad de Cristo se muestre cuando es preciso. Pero Pablo, como
Jeremías, sabe que para edificar y plantar hay que destruir y arruinar a veces;
se le ha dado, a través de la debilidad, la autoridad del Señor, tanto para lo
uno como para lo otro.[3]
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