17 de enero, 2016
Aunque si hay que presumir, presumiré de mis debilidades.
II Corintios 11.30, La
Palabra (Hispanoamérica)
La segunda carta a los Corintios da testimonio de la experiencia
apostólica, pastoral y misionera de San Pablo de una manera muy intensa. “Pablo fue a sembrar modestamente
el evangelio. Y quiso apasionadamente a aquella comunidad turbulenta y frágil,
a menudo decepcionante. Sus dos cartas —la segunda sobre todo— hacen vislumbrar
sus relaciones tumultuosas, enérgicas y cariñosas a la vez, con aquella joven
iglesia, ávida de carismas espectaculares”.[1] El estilo mismo
complica su lectura lineal: “Es
posible explicar cada una de las transiciones difíciles mediante cambios de
tono debidos al carácter apasionado de Pablo, mediante simples pausas en su
dictado o por la relación que pueden guardar con sus viajes”.[2] Las dificultades y certezas del
ministerio apostólico son expuestas en 4.7 a 5.21, pues forman parte de su experiencia
de fe y de trabajo entre ellos. Su expectativa hacia la comunidad es muy amplia
y es ahí en donde surge la experiencia de la debilidad como auténtica marca de
su apostolado, a diferencia de sus adversarios, fieles seguidores y
practicantes de una “teología de la gloria”:
Pablo espera una obediencia apostólica: tiene que
arrastrarlos a una obediencia a Cristo, cuyo abajamiento les recuerda a todos
lo que hizo por ellos. Pero Pablo no confunde estas dos obediencias: prefiere
reservarse el término de debilidad y guardar para Cristo el de humildad. En
efecto, lejos de ser un obstáculo desfavorable, la debilidad apostólica se
convierte en un elemento esencial de la predicación y del comportamiento
legítimo del apóstol. Cuanto más débil es Pablo, más se transparenta el
evangelio y más fuertes se hacen los corintios que lo reciben. La debilidad
apostólica no es ni distancia lejana ni tolerancia culpable: le permite a la
autoridad de Cristo mostrarse siempre que es necesario.[3]
En el cap. 4 el apóstol describe con peculiar densidad lo que representó
para él “llevar las marcas de Jesús en el cuerpo” (Gál 6.17) mediante una serie
de afirmaciones que lo colocan como un portador del mensaje evangélico (el
“tesoro” recibido) que asumió la debilidad del Señor de manera radical: “Pero
este tesoro lo guardamos en vasijas de barro para que conste que su
extraordinario valor procede de Dios y no de nosotros. Nos acosan por todas
partes, pero no hasta el punto de abatirnos; estamos en apuros, pero sin llegar
a ser presa de la desesperación; nos persiguen, pero no quedamos abandonados;
nos derriban, pero no consiguen rematarnos. Por todas partes vamos
reproduciendo en el cuerpo la muerte dolorosa de Jesús, para que también en
nuestro cuerpo resplandezca la vida de Jesús” (vv. 7-10).
A partir del cap. 6 expone las vicisitudes de la complicada tarea
apostólica (“ministerio de reconciliación”, 5.20) donde nuevamente hace un
recuento de los problemas vividos: “Es mucho lo que hemos debido soportar:
sufrimientos, dificultades, estrecheces, golpes, prisiones, tumultos, trabajos
agotadores, noches sin dormir y días sin comer” (vv. 4b-5), pero siempre con
una reacción edificante ante ellos. En el 10 retoma la controversia sobre su
ministerio y establece, si dudar, la autoridad moral y espiritual que ello le
otorga. “Soy, ciertamente, humano; pero no lucho por motivos humanos ni las
armas con que peleo son humanas, sino divinas, con poder para destruir
cualquier fortaleza. Soy capaz de poner en evidencia toda suerte de falacia o
de altanería que se alce contra el conocimiento de Dios” (vv- 3-5) y concluye
diciendo que quien quiera jactarse o presumir, que lo haga “en el Señor” (v.
17). “…los corintios, como buenos
griegos, espectadores de discursos y oyentes de acciones, no ven en esta demostración
más que timidez y debilidad de carácter (10.11). Le reprochan que se muestre
humilde cuando está delante y atrevido cuando está lejos (10.1)”.[4]
Así llega al cap. 11, donde denuncia la forma en que los “súper apóstoles”
han podido fascinar a la comunidad con la elocuencia de que él carecía, aunque
no le faltaba conocimiento (vv. 5-6), para luego entrar en detalles sobre el
financiamiento de su estancia en Corinto (vv. 8-9) y subrayar la evidencia del
comportamiento de esos “apóstoles falsos, obreros fraudulentos disfrazados de
apóstoles de Cristo” (v.13). Su insensatez, su atrevimiento, agrega, será
motivo de orgullo y él corre el riesgo de experimentarlo (vv. 17-18), dado que
a los corintios les gustaban esas personas arrogantes (vv. 19-20). Él quizá
debió tratarlos con menos miramientos (v. 21). Es entonces cuando repasa las “credenciales”
de ellos y se compara a sí mismo: “¿Que son hebreos? También yo. ¿Que
pertenecen a la nación israelita? También yo. ¿Que son descendientes de
Abrahán? También yo. ¿Que están al servicio de Cristo? Pues aunque sea una
insensatez decirlo, más lo estoy yo. Los aventajo en fatigas, en encarcelamientos,
en las muchas palizas recibidas, en tantas veces como he estado al borde de la
muerte” (vv. 22-23).
A partir de ahí, sus palabras adquieren un tono testimonial tan
sobrecargado que no deja lugar a dudas sobre su autenticidad al volver a
referir los sufrimientos por causa del Señor: a) “Cinco veces me dieron los judíos los treinta y nueve azotes de
rigor” (v. 24, 26 en la espalda y 13 en el pecho; castigo basado en Dt 25.2-3:
sanción contra alguien que hubiera comido con un pagano o por alimentos
prohibidos); b) “tres veces me
azotaron con varas” (la flagelación romana); c) “una vez me apedrearon” (en Listra, Hch 14.19); d) “naufragué tres veces” (Hch 27.14-44);
e) “y pasé un día entero flotando a
la deriva en alta mar” (v.25). f) “Continuos
viajes con peligros de toda clase” (v. 26); g)
Fatigas y agobios, innumerables noches sin dormir, hambre y sed, ayunos
constantes, frío y desnudez” (v. 27). Pero la más importante de todas es la última,
la preocupación eminentemente pastoral: “mi preocupación diaria por todas las
iglesias” (v. 28). Porque también padecía corporalmente por ellos. ¿Acaso
somatizaba los pecados de la comunidad?: “Pues ¿quién desfallece sin que yo
desfallezca? ¿Quién es inducido a pecar sin que yo lo sienta como una
quemadura?” (v. 29). De esas debilidades podía jactarse, presumir ante ellos y
ante el mundo: “Aunque si hay que presumir, presumiré de mis debilidades” (v.
30). Y, finalmente, se atreve a poner a Dios mismo como testigo de todo eso (v.
31).
¡Vaya lección de asimilación de la debilidad de Cristo! Al destacar este
rasgo fundamental, Pablo resalta más el poder de Cristo. Ya después se ocupará
de “presumir” también su “carismatismo” y sus visiones (12.1-6), pero todo
estará subordinado a la manera irónica en que insiste en gloriarse de las cosas
que Dios en Cristo le dio para ponerlas al servicio de la comunidad. El poder
de la debilidad del Señor fue la base de todo su esfuerzo para edificar el
cuerpo de Cristo. Su conclusión es contundente: “Con gusto, pues, presumiré de
mis flaquezas, para sentir dentro de mí la fuerza de Cristo. Por eso me
satisface soportar por Cristo flaquezas, ultrajes, dificultades, persecuciones
y angustias, ya que, cuando me siento débil, es cuando más fuerte soy” (12.9b-10).
“Para Pablo, la debilidad es humana y la fuerza divina. Por tanto, no hay que
comprender: ‘mi milagro se realiza en la enfermedad’, como pudiera pensarse; sino:
‘mi fuerza se realiza en la debilidad’. Esto quiere decir que la fuerza de
Cristo descansa en él”.[5]
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