10 de enero, 2015
Así que nosotros somos unos locos [morói] a causa de Cristo; ustedes, en cambio, un modelo de sensatez
[frónimoi] cristiana; nosotros somos
débiles [astheneis], ustedes fuertes
[isjyroi]; ustedes se llevan la
estima [endoxoi], nosotros el
desprecio [atimoi].
I Corintios 4.10, La
Palabra (Hispanoamérica)
San Pablo es ampliamente reconocido como fundador y notable expositor de
la llamada “teología de la cruz”, es decir, aquella que, partiendo del
escandaloso e ignominioso episodio de la muerte violenta de Jesús en la cruz,
no vacila en ir hasta sus últimas consecuencias para aplicar semejante crisis
divina y humana a la realidad de la salvación y la espiritualidad. La teología
de la cruz surge de la debilidad auto-asumida por el Dios todopoderoso. Esa manera
de pensar y de actuar se opone radicalmente a la “teología de la gloria”, que
consiste básicamente en dar por hecho el escándalo de la cruz para negociar con
los poderes de turno y conseguir, así, beneficios para la iglesia y su acomodo
en el mundo, además de alardear de que cumple adecuadamente con los propósitos
divinos. Siglos más tarde, en los inicios de la Reforma Protestante, Martín
Lutero optaría decididamente por la primera a fin de establecerla como modelo y
razón de ser de la presencia de las comunidades cristianas en medio de
circunstancias siempre exigentes en términos de la fidelidad al evangelio de la
cruz de Jesucristo. Así lo expresó en su momento (Disputa de Heidelberg, 1518):
…no basta ni aprovecha a nadie el conocimiento de Dios
en su gloria y en su majestad, si no se le conoce también en la humildad y en
la ignominia de la cruz. […]
21. El teólogo de la gloria llama al mal bien y al
bien mal: el teólogo de la cruz llama a las cosas como son en realidad.
Es evidente, porque al ignorar a Cristo, ignora al
Dios que está escondido en sus sufrimientos. Prefiere así las obras a los
sufrimientos, la gloria a la cruz, la sabiduría a la locura y en general, el
bien al mal. Son aquellos a quienes el apóstol llama “la cruz de Cristo” (Fil
3.18), porque aborrecen la cruz y los sufrimientos y aman las obras y su
gloria. De esta forma vienen a decir que el bien de la cruz es un mal y el mal
de la obra es un bien, y ya hemos dicho que no se puede encontrar a Dios sino
en el sufrimiento y en la cruz. Por el contrario, los amigos de la cruz afirman
que la cruz es buena y las obras malas, porque por medio de la cruz se
destruyen las obras y es crucificado Adán, que se erige sobre las obras. Es
imposible, en efecto, que no se pavonee de sus obras quien antes no haya sido
destruido y aniquilado por los sufrimientos y los males y mientras no se
convenza de que él no es nada y que las obras no son precisamente suyas sino de
Dios.[1]
Como se ve, y Lutero lo explica suficientemente, la teología de la
gloria representa una enorme tentación para la fe y para la iglesia pues
propicia el triunfalismo en sus diversas variantes, desde el voluntarismo
religioso individual hasta la actitud arrogante con que la iglesia se presenta,
en ocasiones, ante el mundo, muy segura de sí misma y como poseedora absoluta
de toda la verdad. Desde el inicio de la primera carta a los Corintios, el
apóstol resume su visión sobre cómo debe predominar en la conciencia cristiana
esta perspectiva al afirmar que no trabajó con ellos con el poder de la
argumentación o la sabiduría sino desde el horizonte del Dios crucificado en Cristo:
“El lenguaje de la cruz es, ciertamente, un absurdo para los que van por sendas
de perdición; mas para nosotros, los que estamos en camino de salvación, es
poder de Dios” (I Co 1.18, LPH). Ese poder, surgido desde la debilidad
elegida por el propio Dios es más efectivo que el alarde de fuerza que
cualquier poderoso pudiera hacer ante los ojos del mundo, porque la teología de
la cruz procede de las entrañas mismas del Creador, dado que “como el hombre lo
ha trastocado todo por su abuso egoísta de los dones de Dios, Dios ha hecho por
su parte de la Cruz el camino de la salvación”.[2]
A partir de esa enorme realidad espiritual fruto del esfuerzo divino por
revelarse en el espacio de no-poder en Cristo, Pablo va a obtener conclusiones cada
vez más prácticas en su trato pastoral a distancia con la comunidad.
Una formulación desde Japón (Kazoh Kitamori, Teología del dolor de Dios, 1958) reformula la teología de la cruz en fuertes términos: “Dios
es amor, pero amor ‘envolvente’, en virtud del cual la realidad rota del hombre
es restaurada por completo, su ser es redimido, su dolor desaparece, sus
heridas quedan sanadas: ‘La voluntad de Dios de amar al objeto de su ira: eso
es el dolor de Dios’” (M. Semeraro, “Theologia
crucis”, en Vocabulario teológico, www.mercaba.org/VocTEO/T/theologia_crucis.htm).
La teología de la cruz fue, pues, el arma con que trabajó al dirigirse a
sus lectores/as y mediante la cual asentó la plataforma espiritual requerida
para superar los conflictos que aquejaban a la comunidad cristiana. A la
supuesta superioridad de los fuertes (en recursos materiales y espirituales),
Pablo opuso la fortaleza de la debilidad. Así lo explica en I Co 2.1-5: “Yo
mismo, hermanos, cuando llegué a la ciudad, no les anuncié el proyecto salvador
de Dios con alardes de sabiduría o elocuencia. Decidí que entre ustedes debía
ignorarlo todo, a excepción de Cristo crucificado; así que me presenté ante
ustedes sin recursos y temblando de miedo. Mi predicación y mi mensaje no se
apoyaban en una elocuencia inteligente y persuasiva; era el Espíritu con su
poder quien los convencía, de modo que la fe de ustedes no es fruto de la
sabiduría humana, sino del poder de Dios”. De ese modo, fundó la comunidad
sobre la base más confiable. Con ello no renunció a la “sabiduría divina”
(teología, 2.6-8) sino que se dejó llevar por “el modo de pensar de Cristo”
(2.16). Nada menos. Este golpe mortal a los autonombrados gnósticos, maestros en una sabiduría espiritual de tipo “sofista”
establece claramente la profundidad del pensamiento y la acción pastoral
paulinos.
En el cap. 3 califica como inmaduros a los creyentes de la ciudad-puerto
griega y ubica el ministerio de los apóstoles y misioneros en el plano del
proyecto divino por edificar a su iglesia (3.5-9) para luego señalar que la
prueba de fuego del trabajo de cada uno será la persistencia de lo realizado al
servicio de Dios. Además, denuncia la banalidad con que algunos lo asumen
mediante palabras contundentes encaminadas a resaltar la dignidad y el potencial
de los corintios: “Que nadie, pues, ande presumiendo de los que no pasan de ser
seres humanos. Todo les pertenece a ustedes: Pablo, Apolo, Pedro, el mundo, la
vida, la muerte, lo presente y lo futuro; todo es de ustedes. Pero ustedes son
de Cristo, y Cristo es de Dios” (3.21-23). Y así llega al cap. en donde vuelve a
clarificar el papel y la responsabilidad de los apóstoles, en el plan de
salvación (vv. 1-5), especialmente el suyo y el de Apolos (v. 6), en una
especie de “conferencia de cargos” sobre uno y otro (“para que nadie se
apasione por uno en contra de otro”).
A continuación, reprocha la altivez con que algunos se han comportado
(v. 8), así como su papel ante el mundo (9b: “espectáculo”) y defiende su
contribución a la formación cristiana de cada uno de ellos. Ése es el marco de
las palabras del v. 10 en donde la locura “a causa de Cristo” fue el motor de
su actuación apostólica, pero sobre todo el hecho de asumir ellos mismos la
acción divina de debilitarse con tal de fortalecer a la iglesia. En función de
eso aparecen todos los trabajos, pruebas, humillaciones y necesidades
experimentados (vv. 11-13). El énfasis pastoral de esta reflexión (V. 14b: “Sólo
quiero corregirlos como a hijos míos muy queridos”) lo conduce a recordar que él
“los engendró en la fe” (15) y a pedirles que lo imiten, así como él imitaba a Cristo,
además de introducir a su enviado Timoteo, quien les recordaría su estilo de
vida basado precisamente en esa teología de la debilidad auto-asumida de Dios
en el Cristo crucificado (17b). Luego de releer estas palabras, la pregunta
acuciante que surge y golpea la conciencia es: ¿dónde se habrá extraviado ese horizonte
en la historia de la iglesia posterior? Para responder, hay que sumergirse en
ella y extraer conclusiones que nos ayuden en la coyuntura que estamos viviendo
en los diferentes niveles eclesiales que nos correspondan.
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