domingo, 10 de enero de 2016

Fortaleza y debilidad en la iglesia de Cristo, L. Cervantes-O.

10 de enero, 2015

Así que nosotros somos unos locos [morói] a causa de Cristo; ustedes, en cambio, un modelo de sensatez [frónimoi] cristiana; nosotros somos débiles [astheneis], ustedes fuertes [isjyroi]; ustedes se llevan la estima [endoxoi], nosotros el desprecio [atimoi].
I Corintios 4.10, La Palabra (Hispanoamérica)

San Pablo es ampliamente reconocido como fundador y notable expositor de la llamada “teología de la cruz”, es decir, aquella que, partiendo del escandaloso e ignominioso episodio de la muerte violenta de Jesús en la cruz, no vacila en ir hasta sus últimas consecuencias para aplicar semejante crisis divina y humana a la realidad de la salvación y la espiritualidad. La teología de la cruz surge de la debilidad auto-asumida por el Dios todopoderoso. Esa manera de pensar y de actuar se opone radicalmente a la “teología de la gloria”, que consiste básicamente en dar por hecho el escándalo de la cruz para negociar con los poderes de turno y conseguir, así, beneficios para la iglesia y su acomodo en el mundo, además de alardear de que cumple adecuadamente con los propósitos divinos. Siglos más tarde, en los inicios de la Reforma Protestante, Martín Lutero optaría decididamente por la primera a fin de establecerla como modelo y razón de ser de la presencia de las comunidades cristianas en medio de circunstancias siempre exigentes en términos de la fidelidad al evangelio de la cruz de Jesucristo. Así lo expresó en su momento (Disputa de Heidelberg, 1518):

…no basta ni aprovecha a nadie el conocimiento de Dios en su gloria y en su majestad, si no se le conoce también en la humildad y en la ignominia de la cruz. […]
21. El teólogo de la gloria llama al mal bien y al bien mal: el teólogo de la cruz llama a las cosas como son en realidad.
Es evidente, porque al ignorar a Cristo, ignora al Dios que está escondido en sus sufrimientos. Prefiere así las obras a los sufrimientos, la gloria a la cruz, la sabiduría a la locura y en general, el bien al mal. Son aquellos a quienes el apóstol llama “la cruz de Cristo” (Fil 3.18), porque aborrecen la cruz y los sufrimientos y aman las obras y su gloria. De esta forma vienen a decir que el bien de la cruz es un mal y el mal de la obra es un bien, y ya hemos dicho que no se puede encontrar a Dios sino en el sufrimiento y en la cruz. Por el contrario, los amigos de la cruz afirman que la cruz es buena y las obras malas, porque por medio de la cruz se destruyen las obras y es crucificado Adán, que se erige sobre las obras. Es imposible, en efecto, que no se pavonee de sus obras quien antes no haya sido destruido y aniquilado por los sufrimientos y los males y mientras no se convenza de que él no es nada y que las obras no son precisamente suyas sino de Dios.[1]

Como se ve, y Lutero lo explica suficientemente, la teología de la gloria representa una enorme tentación para la fe y para la iglesia pues propicia el triunfalismo en sus diversas variantes, desde el voluntarismo religioso individual hasta la actitud arrogante con que la iglesia se presenta, en ocasiones, ante el mundo, muy segura de sí misma y como poseedora absoluta de toda la verdad. Desde el inicio de la primera carta a los Corintios, el apóstol resume su visión sobre cómo debe predominar en la conciencia cristiana esta perspectiva al afirmar que no trabajó con ellos con el poder de la argumentación o la sabiduría sino desde el horizonte del Dios crucificado en Cristo: “El lenguaje de la cruz es, ciertamente, un absurdo para los que van por sendas de perdición; mas para nosotros, los que estamos en camino de salvación, es poder de Dios” (I Co 1.18, LPH). Ese poder, surgido desde la debilidad elegida por el propio Dios es más efectivo que el alarde de fuerza que cualquier poderoso pudiera hacer ante los ojos del mundo, porque la teología de la cruz procede de las entrañas mismas del Creador, dado que “como el hombre lo ha trastocado todo por su abuso egoísta de los dones de Dios, Dios ha hecho por su parte de la Cruz el camino de la salvación”.[2] A partir de esa enorme realidad espiritual fruto del esfuerzo divino por revelarse en el espacio de no-poder en Cristo, Pablo va a obtener conclusiones cada vez más prácticas en su trato pastoral a distancia con la comunidad.

Una formulación desde Japón (Kazoh Kitamori, Teología del dolor de Dios, 1958) reformula la teología de la cruz en fuertes términos: “Dios es amor, pero amor ‘envolvente’, en virtud del cual la realidad rota del hombre es restaurada por completo, su ser es redimido, su dolor desaparece, sus heridas quedan sanadas: ‘La voluntad de Dios de amar al objeto de su ira: eso es el dolor de Dios’” (M. Semeraro, “Theologia crucis”, en Vocabulario teológico, www.mercaba.org/VocTEO/T/theologia_crucis.htm).

La teología de la cruz fue, pues, el arma con que trabajó al dirigirse a sus lectores/as y mediante la cual asentó la plataforma espiritual requerida para superar los conflictos que aquejaban a la comunidad cristiana. A la supuesta superioridad de los fuertes (en recursos materiales y espirituales), Pablo opuso la fortaleza de la debilidad. Así lo explica en I Co 2.1-5: “Yo mismo, hermanos, cuando llegué a la ciudad, no les anuncié el proyecto salvador de Dios con alardes de sabiduría o elocuencia. Decidí que entre ustedes debía ignorarlo todo, a excepción de Cristo crucificado; así que me presenté ante ustedes sin recursos y temblando de miedo. Mi predicación y mi mensaje no se apoyaban en una elocuencia inteligente y persuasiva; era el Espíritu con su poder quien los convencía, de modo que la fe de ustedes no es fruto de la sabiduría humana, sino del poder de Dios”. De ese modo, fundó la comunidad sobre la base más confiable. Con ello no renunció a la “sabiduría divina” (teología, 2.6-8) sino que se dejó llevar por “el modo de pensar de Cristo” (2.16). Nada menos. Este golpe mortal a los autonombrados gnósticos, maestros en una sabiduría espiritual de tipo “sofista” establece claramente la profundidad del pensamiento y la acción pastoral paulinos.

En el cap. 3 califica como inmaduros a los creyentes de la ciudad-puerto griega y ubica el ministerio de los apóstoles y misioneros en el plano del proyecto divino por edificar a su iglesia (3.5-9) para luego señalar que la prueba de fuego del trabajo de cada uno será la persistencia de lo realizado al servicio de Dios. Además, denuncia la banalidad con que algunos lo asumen mediante palabras contundentes encaminadas a resaltar la dignidad y el potencial de los corintios: “Que nadie, pues, ande presumiendo de los que no pasan de ser seres humanos. Todo les pertenece a ustedes: Pablo, Apolo, Pedro, el mundo, la vida, la muerte, lo presente y lo futuro; todo es de ustedes. Pero ustedes son de Cristo, y Cristo es de Dios” (3.21-23). Y así llega al cap. en donde vuelve a clarificar el papel y la responsabilidad de los apóstoles, en el plan de salvación (vv. 1-5), especialmente el suyo y el de Apolos (v. 6), en una especie de “conferencia de cargos” sobre uno y otro (“para que nadie se apasione por uno en contra de otro”).

A continuación, reprocha la altivez con que algunos se han comportado (v. 8), así como su papel ante el mundo (9b: “espectáculo”) y defiende su contribución a la formación cristiana de cada uno de ellos. Ése es el marco de las palabras del v. 10 en donde la locura “a causa de Cristo” fue el motor de su actuación apostólica, pero sobre todo el hecho de asumir ellos mismos la acción divina de debilitarse con tal de fortalecer a la iglesia. En función de eso aparecen todos los trabajos, pruebas, humillaciones y necesidades experimentados (vv. 11-13). El énfasis pastoral de esta reflexión (V. 14b: “Sólo quiero corregirlos como a hijos míos muy queridos”) lo conduce a recordar que él “los engendró en la fe” (15) y a pedirles que lo imiten, así como él imitaba a Cristo, además de introducir a su enviado Timoteo, quien les recordaría su estilo de vida basado precisamente en esa teología de la debilidad auto-asumida de Dios en el Cristo crucificado (17b). Luego de releer estas palabras, la pregunta acuciante que surge y golpea la conciencia es: ¿dónde se habrá extraviado ese horizonte en la historia de la iglesia posterior? Para responder, hay que sumergirse en ella y extraer conclusiones que nos ayuden en la coyuntura que estamos viviendo en los diferentes niveles eclesiales que nos correspondan.





[1] M. Lutero, Disputación de Heidelberg, en www.iglesiareformada.com/Lutero_La_Disputacion_de_Heidelberg.doc.
[2] Hubertus Blaumeister, “Theologia crucis”, en Walter Kasper et al., dirs., Diccionario enciclopédico de la época de la Reforma. Barcelona, Herder, 2005, p. 551.

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