domingo, 30 de abril de 2017

La fortaleza que da el Señor garantiza la esperanza, L. Cervantes.O.



30 de abril, 2017

Sean fuertes y valientes, pues Dios peleará por ustedes; no tengan miedo de esos países, porque Dios no los abandonará.
Deuteronomio 31.6, TLA

La presencia del Señor siempre es para el bien de su pueblo.
La lectura del libro del final del libro de Deuteronomio y de Josué, obliga a entender el contexto de Moisés y Josué en su circunstancia bélica y de lucha, además de que exige una lectura poscolonialista, es decir, no ligada ya a la celebración de la “guerra santa” del Dios de los hebreos en contra de los demás pueblos de una forma etnocéntrica. A la luz de la universalidad del amor de Dios no es posible referirse a los “enemigos del pueblo de Dios” sin considerar la vida de los demás pueblos y naciones.
Las exigencias del momento, siempre críticas para el naciente pueblo de Dios de la época, señalaban que el mismo debía estar a la altura de las nuevas situaciones que experimentarían. Ante el cambio de liderazgo, el pueblo esperaba firmeza y fidelidad en quien ocupara el lugar de Moisés, lo cual marcó un momento de tensión entre algunas de las tribus. La certeza de que el llamado específico para esa tarea debía realizarse siguiendo lo establecido por el propio Señor, hacía que el pueblo estuviera expectante ante el cambio de estafeta.
Cada líder tiene diferentes características, pero la constante debería ser la obediencia a Yahvé, por lo que la presión para todos era manifiesta: cada uno debía ocupar el lugar que Dios había establecido y eso, en ocasiones, producía malos entendidos, celos y nuevas intenciones en los diversos grupos. La vocación para dirigir debía desarrollarse con todas las capacidades, sobre todo porque la labor no consistía sólo en ser un buen estratega sino también en ser un buen dirigente espiritual, consciente de las responsabilidades ante el Dios de la Alianza.
El encargo para Josué era llevar adelante al pueblo al territorio prometido por Dios, una labor demandante y que exigía valor y fortaleza. La visión del nuevo líder debía empatarse con los proyectos divinos y no al revés: Josué debía ser, como Moisés, un líder inspirado en la más absoluta confianza hacia el Dios que había liberado al pueblo y someter su ego y sus intereses al proyecto más amplio de Dios.

El apego a los mandamientos divinos
La palabra escrita de Dios era un conjunto de leyes que buscaban la implantación de la justicia en todos los aspectos de la vida del pueblo. La repetición de la Ley en el Deuteronomio marca varios momentos cruciales en la vida del pueblo: primero, porque remite a un pasado que debía seguir siendo aleccionador a instructivo en otras épocas. Y, en segundo lugar, porque remite a la época del rey Josías, cuando se intentó una profunda “reforma estructural” desde las bases mismas de la fe originaria del pueblo. No había sido fácil compaginar los ideales antiguos con las necesidades que las diversas coyunturas plantearon a la nación.
El perdón de deudas era una condición básica para garantizar la igualdad en el pueblo de Dios y los líderes debían estar atentos a que el proyecto divino se cumpliera cabalmente. Esa muestra de búsqueda de la igualdad era un auténtico desafío profético y material para todo el pueblo. Los cambios profundos que el Señor esperaba que acontecieran en medio de su pueblo serían una condición firme y clara de la aceptación de la fuerza con que Dios quería que su pueblo fueses diferente a los demás. La renuncia a bienes obtenidos por las urgencias de los demás fue una condición vital para situarse ante los designios divinos de justicia y armonía.
La “fiesta de las enramadas” (de los tabernáculos) debía ser el símbolo de la obediencia a Dios y de una práctica social de los mandamientos. Fue también el testimonio de la presencia transformadora del Señor en medio de su pueblo. Las fiestas religiosas demandaban cambios auténticos en el comportamiento del pueblo y no meramente el ritual y la efervescencia, por unos cuantos días, del impulso original con que Dios se había manifestado a los fundadores del pueblo. Cada vez que la fiesta se realizase, el pueblo debía recordar, de manera pedagógica, la importancia de las acciones divinas para instalar una mentalidad acorde con los planes de Dios.
Ante los cambios de dirección y la ansiedad producida por ellos, únicamente la fortaleza divina podía sostener al pueblo creyente. De la misma forma, hoy es necesario que la confianza en el Señor se sustente en elementos firmes, históricos y bien discernidos por el pueblo para que, así, se puedan resistir los embates de las modas, las tendencias y los comportamientos que flotan en el ambiente y que amenazan verdaderamente la fe del pueblo. Las creencias populares, dominadas por la superstición y el miedo a lo desconocido, no pueden tener lugar en medio del pueblo de Dios, que es informado y formado por la Palabra profética, actual y exigente en todo momento. Lo esencial de la respuesta a ella es la profunda autocrítica ante todo lo que se realiza al interior de la comunidad.

La única garantía de la esperanza es la fortaleza que Dios proporciona a cada integrante de su pueblo, como parte de un proceso de fe y obediencia constantes. La certeza de la protección divina viene de esa dinámica de fe y acción, pues debe estar anclada en la dinámica correcta: si dios conduce la vida de su pueblo, Él mismo proporcionará los recursos para sobrevivir con esperanza: “…porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2.13).

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