MIÉRCOLES 12 DE ABRIL, 19:00 hrs.
Película: EL CRISTO DEL OCÉANO
Dir. Ramón Fernández (España-Italia-México,1971)
Un
niño que vive en un pueblo de pescadores cuyo padre era un pescador que murió
en el mar y la madre lo abandonó al no aceptar la muerte de su marido y partir
en su búsqueda con la esperanza de encontrarlo vivo en algún puerto, tiene una
estrecha relación con Juan Aguirre, un duro, honesto y campechano pescador con
un gran carisma entre sus paisanos, el cual se ha convertido en una especie de
padre para él.
Un día, Juan Aguirre muere durante una fuerte galerna en
circunstancias heroicas tras poner al resto de la flotilla a salvo y ser el
único barco que zozobra, quedándose el niño profundamente consternado y
triste, hasta que estando en la playa ve llegar a lomos de las olas una figura
de un Cristo crucificado (sin cruz), la cual lleva a una
cueva que es una especie de santuario secreto suyo en la que pasó muchos
momentos en compañía de Juan y que está repleta de recuerdos de éste.
Al enterarse el cura del pueblo del
hallazgo del Cristo, le hace ver al niño que el lugar de dicha figura es la iglesia a espera de enterarse de dónde había salido la figura. Súmense a
todo lo anterior la aparición de un extraño personaje que se
presenta a sí mismo como Manuel, que parece saber todo sobre el niño y las
gentes del pueblo, y que se convierte en amigo y confidente del niño y las reacciones que provoca en el pueblo el comportamiento del niño
influido por las conversaciones con Manuel.
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UNA SENCILLA PARÁBOLA CRISTOLÓGICA
Con
esas breves palabras podría definirse El
Cristo del océano, una película de tema edificante que respeta las
convenciones de su género, pero que es capaz, en medio de su evidente
sencillez, de apuntar hacia una posible reflexión para algunas personas que
consideren con cierta seriedad la importancia y alcances de su fe, cuando la
tienen, y para aquellos que no la posean, acerca de la presencia y ausencia de
Jesucristo incluso en los días considerados como “santos” por la tradición. Ya
se sabe que, precisamente en estas fechas, las pantallas se inundan de historias
que buscan desempolvar los elementos que la formación religiosa y bíblica ha
dejado en la memoria de quienes alguna vez fueron creyentes o lo siguen siendo
de manera rutinaria y monótona, con escasas novedades debido al reducido
interés que aún mantienen en ellos.
Este tipo de cine tiene ante sí el enorme desafío de despertar
los sentimientos religiosos de los espectadores, aunque la mayor parte de las
veces incurre en la repetición de lugares comunes o de presentar situaciones
sobrenaturales, además de reducirse a meras exposiciones de los textos
sagrados, sin atinar a romper con o que el gran público espera. Únicamente
algunos directores como Luis Buñuel, Robert Bresson, Ingmar Bergman o Krzysztof Kieslowski, entre otros, han logrado traducir a imágenes
el universo religioso mediante anécdotas y recursos expresivos que, sin casarse
con una doctrina determinada, hacen pensar en otras posibilidades de desarrollo
de lo religioso en el cine. De hecho, existe una auténtica “teología del cine”
trabajada con notable rigor, al respetar las características del cine, así como
la manera en que puede vehicular estéticamente los temas sagrados. Por ello ha
surgido, también, una tendencia denominada “cine espiritual” que, año con año,
busca en la cartelera mundial aquellas obras que manejen el tema religioso y
propongan algún avance significativo (www.semanacineespiritual.org) y se han elaborado listas de las obras
más relevantes (http://blogs.periodistadigital.com/cine-espiritual.php/2010/03/05/las-cien-mejores-peliculas-del-cine-espi).
Basada libremente en un relato del escritor francés
Anatole France (1844-1924), Premio Nobel de Literatura 1921, El Cristo del océano recrea una
situación inmersa en la cotidianidad de un pueblo español de pescadores en la
que el cristianismo popular sigue su ruta sin mayores cambios o sorpresas.
Atenazados por el temor siempre latente de las tormentas marinas y de la
escasez en la pesca, los pobladores viven de manera sencilla, aunque bajo la
tentación de incurrir en el lucro encarnado en un empresario pesquero al que no
le importan mucho las necesidades de sus trabajadores. El párroco de la
iglesia, a su vez, intenta conducir la fe de la gente, pero lo único que hace
es celebrar las fiestas patronales con todos sus componentes impuestos por la
costumbre. Alrededor de esto, no deja de aparecer el infaltable sacristán
bebedor, el joven malo de la historia que no se quiere casar con su novia
formal e, incluso, el hombre solitario que se hace cargo del niño protagonista,
cuya madre lo ha dejado solo en el pueblo (por ir a buscar a su marido, a quien
cree vivo, luego de un naufragio), quien ni siquiera acude a la escuela apoyado
por Juan Aguirre, hombre por demás libertario y hasta cierto punto
irresponsable.
El melodrama incluye, entonces, un espacio para la
parábola cristológica que se va a manifestar en la vida del niño abandonado y
marginado mediante algunos recursos narrativos como la galerna que se presenta
inesperadamente, la aparición del enigmático Cristo sin cruz en el mar y la
presencia de un personaje que acompañará al niño y lo sacará de su letargo
después de la brusca ausencia de su protector en el mar. Las imágenes de la
costa proporcionan un ambiente de resonancias bíblicas para resaltar la
presencia de los elementos cristológicos que se irán sucediendo.
La llegada intempestiva del Cristo no rompe con el
esquema de la religión tradicional que desea incorporarlo a la liturgia dentro
del templo, al cual es llevado contra la voluntad del niño, pero ante el cual
se revela al aparecer fuera de la cruz que se le ha asignado. El elemento
parabólico es claro: Cristo llega desde el mar, sin cruz y se niega a que lo
suban a ella una vez más. El discernimiento o interpretación teológica del
suceso, que el párroco intenta conducir ante los excesos de la feligresía que
supone que el Cristo anhela una cruz más valiosa, se canaliza más bien en la
figura todavía más enigmática de Manuel (¿Emmanuel, ¿“Dios con nosotros”?) que
acompañará y enseñará de manera sumamente efectiva a Pedro, y quien además
influirá en el comportamiento de otras personas, como Bruno, que por fin
aceptará casarse con la maestra de escuela.
Hay que insistir en que el relato original no incorpora
todas estas realidades que el guión cinematográfico agregó para armar la
historia con nuevos propósitos. Podría decirse también que el drama responde
directamente a lo acontecido en ese otro gran clásico del cine religioso
español, Marcelino, pan y vino (1954),
con quien está emparentado definitivamente, pero con el cual contrasta
radicalmente en varios aspectos. No obstante que reitera el asunto del niño
abandonado que, finalmente, se reencontrará con su madre (como en una
telenovela cualquiera), el “tratamiento teológico” conduce la narración por
senderos en los que cuesta trabajo saber si el di-
rector
estuvo totalmente consciente de ellos, sobre todo porque su filmografía,
anterior y posterior, no da pie para considerarlo como alguien verdaderamente
atento a las cuestiones espirituales.
La película se encamina hacia su desenlace justamente a
partir de la presencia del Cristo llegado del océano, primero, y después, con
la llegada de Manuel, ¿surgido de las ansias sustitutivas del niño presa de la
desolación por su doble pérdida? Eso sugiere su intenso aislamiento y la
profunda introspección que realiza en la cueva donde deposita su tristeza y sus
casi nulas esperanzas. Para algunos, este film no es más que “un ejemplo
trasnochado del cine religioso edificante”, para otros será el típico caso de
chantaje sentimental, pero la inquietante anécdota de un Cristo solitario que
llega desde el mar a cambiar la vida de la gente bien puede conducir a un
recuerdo más en la línea de Antonio Machado, quien creía más en el Cristo de
los gitanos, el “que anduvo en la mar”, que “en el Jesús del madero”.
El hecho de que la gente de iglesia, en el relato
cinematográfico, de cualquier manera regrese a Jesús al altar y a la cruz, no
invalida la posibilidad, atisbada por los guionistas, de asomarse a la realidad
del “otro Cristo español” visto por niños solitarios o de proponer un “Cristo
sin cruz”, desclavado del tormento ignominioso. La película retoma al final las
palabras con que efectivamente concluye el cuento original, luego del
comentario del narrador: "El Cristo del océano no se desclavó nunca
más. Quiso permanecer sobre aquella madera en la que unos hombres habían muerto
invocando su nombre y el de su Madre. Y allí, entreabriendo su boca augusta y
dolorosa, parece decir: 'Mi cruz está hecha de todos los sufrimientos de los
hombres, pues yo soy realmente el Dios de los pobres y de los desdichados'".
Sin las pretensiones de otras películas “con
mensaje evangelizador” que sobrecargan su discurso para causar “más impacto”,
esta sencilla obra cumple su cometido a través de un conjunto de imágenes bien
pensadas y desarrolladas. La música, en el límite de lo tolerable, es de Bruno
Nicolai.
(LC-O)
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