domingo, 29 de septiembre de 2019

L. Cervantes-O., Recuento histórico final: un presente conflictivo y triste


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29 de septiembre, 2019

Los reyes que ahora nos dominan,
son el castigo por nuestros pecados,
y son ellos quienes disfrutan
de lo mejor de nuestra tierra.
Son nuestros dueños,
y hacen lo que quieren
con todo nuestro ganado.
¡Todo esto nos tiene muy tristes!
Nehemías 9.37, TLA

La parte final de la oración de Nehemías 9 llega a una conclusión bastante predecible, pero no por ello menos verdadera y dramática: al estar sometido el pueblo heredero del antiguo Israel a la hegemonía del momento, la conciencia y la mentalidad de esa comunidad política y de fe no podían más que estar dominadas por el conflicto y la tristeza. A la constatación histórica de un pasado lleno de intervenciones divinas benevolentes, así como de juicios continuos por la desobediencia de l pueblo y de la nación, le sigue un aterrizaje forzoso en el presente que se mostraba, con todo y el apoyo del imperio persa para la reconstrucción, sumamente doloroso y exigente. La profunda necesidad de recuperar la esperanza se presentó como un desafío que sería afrontado por el pueblo y sus dirigentes mediante un nuevo compromiso de fe que intentaría completar el gran esfuerzo de reedificación material y física (templo, ciudad, murallas) y de las instituciones espirituales (templo, sacerdocio, culto, obediencia a la ley antigua) mediante los resultados de este gran esfuerzo de introspección, arrepentimiento y confesión. La energía espiritual invertida en esta plegaria de grandes resonancias históricas, que revisó los aspectos centrales de la alianza de Yahvé con el pueblo, debía conducir a un conjunto de acciones concretas para relanzar la vida del pueblo en todos sus aspectos.

Es por ello que la manera de concluir, que no rompe en absoluto con el espíritu de la oración completa, expone, al mismo tiempo, un perfil de lo que sería el judaísmo a partir de entonces, en medio de nuevas condiciones sociales, políticas, culturales y religiosas. La gran afirmación del v. 32a es una auténtica expresión de fe firme, anclada en las evidencias históricas que se han recordado unas cuantas líneas atrás, pues se celebra enfáticamente la fidelidad de Dios a sus promesas y condiciones: “¡Dios nuestro, qué poderoso eres! / ¡Todos tiemblan ante ti! / Eres un Dios fiel / que siempre cumple sus promesas, / y nunca deja de amarnos”. Así, se deja ver que incluso la aplicación del juicio y castigo sobre el pueblo formó parta de esa dinámica tan peculiar que caracterizó siempre a ese pacto antiguo. La segunda parte del versículo retoma el lenguaje sálmico para mostrar cómo, en todos los niveles de la vida del pueblo el sufrimiento experimentado estaba cumpliendo una función purificadora guiada por los elementos de alianza aludidos, pues nadie ha quedado exento de la profunda purga de la que toda la nación fue objeto: “Mira cuánto han sufrido / nuestros reyes y jefes, / nuestros sacerdotes y profetas, / y también nuestros antepasados” (32b).

La siguiente sección ubica en el año 722, fecha de la caída de Samaria en poder de Asiria, el declive continuo que se vivió hasta llegar a ese instante en el que se percibió la recuperación de la continuidad del gran proyecto divino para el pueblo. Este lamento reconoció la unidad espiritual histórica del pueblo, pues no se hace alusión a la división de la monarquía: “Desde el momento en que caímos / bajo el poder de los reyes de Asiria [alusión a Tiglat-pileser III, Salmanasar V, Sargón II o Senaquerib] / hasta el día de hoy, / tu pueblo no ha dejado de sufrir” (32c). El dramatismo extremo con que están redactadas estas palabras no dejó de situar los tiempos precisos en que la crisis se desató y en las consecuencias que tuvo. “Desde esta perspectiva, la oración se convierte en una intercesión a Dios por el pueblo, y en fuente de esperanza. El Dios ‘grande, fuerte, temible, que guarda el pacto y es misericordioso’ no va a ignorar el sufrimiento del pueblo, y responderá al clamor con un acto de liberación y salvación”.[1] Antes de atisbar algún sendero de esperanza, la plegaria maneja, como una constante, el asidero cronológico (y kairológico) aprendido para que, a partir de allí, sea posible proyectar, plantear o imaginar los episodios futuros de la historia de la salvación. “Al reaplicar las tradiciones del antiguo Israel, los recuentos del pasado pecaminoso fueron colocados para que los habitantes de Yehud y Jerusalén, o al menos los verdaderamente yahvistas entre ellos, estuvieran mentalmente preparados para un nuevo inicio en el marco de una nueva relación”.[2]

Debido a eso, lo que sigue es una profunda reflexión sobre la naturaleza y propósito del castigo divino, justo y aceptable como parte de la disciplina recibida por causa del pecado y la desobediencia (33), la cual también es vista en sus diferentes niveles (34: reyes, jefes, sacerdotes, antepasados), lo que acarreó la angustiosa experiencia vivida por todo el pueblo. Inmediatamente después, hay por fin una alusión explícita al periodo monárquico, entendido como una etapa de orden, organización, fertilidad y riqueza que no bastó para que la nación entera practicara un culto adecuado y abandonase la maldad (35). De allí surge, entonces, un nuevo clamor que remite al de la época de la esclavitud en Egipto y que refleja la enorme contradicción de ese presente tan difícil de aceptar por su dureza en términos geográficos, políticos y espirituales, en marcado contraste con el pasado de bendiciones: “Ahora somos esclavos / en el país que les diste / a nuestros antepasados / para que lo disfrutaran” (36b, énfasis agregado). La tierra de la promesa remota es ahora el escenario de un cautiverio renovado en el que la hegemonía persa es interpretada correctamente como “el castigo por nuestros pecados” (37a) y no ya con la visión tan positiva de los profetas (por ejemplo, Isaías 45.1, en la que Ciro es nada menos que el “ungido de Yahvé”). Los monarcas persas (con quienes había una relación bastante amigable) eran quienes disfrutaban las bondades de esa tierra prometida a los hebreos (37b) y, lo peor de todo, ¡eran los “dueños” históricos del pueblo de Dios en esas condiciones! (37c), y ese pueblo no podía aprovechar los beneficios para sí mismo (37d).

La gran consecuencia de todo esto era una enorme tristeza colectiva (37e), de la cual sólo sería posible salir mediante un nuevo compromiso anclado en toda esta gran cadena de experiencias acumuladas: “Por todo esto que nos ha pasado, nosotros los israelitas nos comprometemos firmemente a obedecer a nuestro Dios” (38a). Así concluye la oración y, como se aprecia en la continuidad del texto, se abrió un nuevo camino de fe y esperanza que debería afirmarse con un documento “escrito, sellado y firmado por nuestros jefes, los sacerdotes y sus ayudantes” (38b). Sólo a través de una conclusión de fe y esperanza como ésta, arraigada dolorosamente en las premisas sólidas y en las promesas incluidas en la historia de la salvación, podía ser posible proyectar en el horizonte un nuevo pasado (en el sentido que propone Enrique Florescano, máxima autoridad en el tema del papel de la historia en la formación de una conciencia nacional, en El nuevo pasado mexicano, 1991), un nuevo presente y un futuro claro para las generaciones que vendrían después.




[1] S. Pagán, op. cit., p. 169.
[2] Bob Becking, Ezra, Nehemiah and the construction of early Jewish identity. Tübingen, Mohr Siebeck, 2011, pp. 89-90. Versión propia.

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