JOB: PROBLEMA Y SOLUCIÓN (IV)
Gregorio del
Olmo
T |
an seguro está Job de su inocencia, de la que está dispuesto a
dar razón ante el tribunal divino, que promete “ceñirse el veredicto como una
diadema” de honor y gloria. Con este paroxismo de autoconciencia y seguridad se
cierra el reto a la teología de la retribución, a dios mismo, podríamos decir.
Hemos dicho “se cierra”, tal y
como supone el citado colofón, así como el inicio del siguiente c. 32 (“Los
tres hombres no respondieron más a Job, convencidos de que él se tenía por
inocente” [32.1], dejándole por imposible). El tema está agotado, las
posiciones inamovibles. No hay nada más que decir. Es lo que además supone la
estructura dialogal del libro: uno contra tres en tres rounds. Falta solo un
epílogo, en juego con el prólogo de abertura que vuelva el tema y la situación
de Job al horizonte dramático supuesto por éste: ¿en qué acaba la prueba a que
se ha sometido a Job?
Pero hete aquí que en el Libro de
Job, sin que nadie le diera vela en tal entierro, se nos cuela un mozalbete, la
nueva generación, que ha asistido a la ‘justa literario-doctrinal’ de sus
mayores y no sale de su asombro ni puede contenerse ante la ineptitud de los
cuatro para afrontar el tema, que queda sin resolver: Job manteniéndose
pertinaz en su inocencia, los amigos dejando al dios incompresible como único
responsable del castigo del justo aparente, que en el fondo es un pecador. En
seis extensos capítulos (32-37), el espacio que le correspondería en las tres
tandas previas como cuarto interlocutor de Job, va a tratar de resolver, desde
la clásica fatuidad juvenil, que se cree que todo lo sabe, la aporía que nos
ocupa: la del justo que lo pasa mal / la de un dios que premia a los buenos y
castiga a los malos. Autosuficiente, se lanza a un largo monólogo, nadie le
pidió su palabra ni nadie responderá a la que él se otorga. Su intervención
resulta así fuera de lugar del punto de vista de la composición del libro y de
hecho el epílogo, que cierra en inclusio formal el escenario abierto por
el prólogo, le ignora por completo, mencionando solo a los tres amigos (42.7ss).
Pero no se puede negar que su autor supo hilvanar esta intervención en el contexto
de la obra de manera magistral, como veremos.
Es claro que el tema interesó al pensamiento
sapiencial hebreo, que continuó preocupado por él y, saltándose el esquema
dialogal previsto y la dependencia de modelos previos, pretendió con este
desarrollo / interpolación avanzar en la respuesta y compresión de lo
indescifrable, molesto por el a todas luces desairado papel jugado por la
respuesta ortodoxa de los “amigos”, henchido hasta reventar de ganas de hablar
apenas contenidas, como deja en claro el ‘joven’ interlocutor. Como dice Alonso
Schökel: “Se trata de la primera contestación histórica a esta provocativa
obra”. Curiosamente la insistencia en aclarar la situación que estos capítulos
manifiestan tiene su paralelo en el ‘comentario’ que generaron los dos textos
de literatura sapiencial acadia del mismo tema que comentábamos más arriba (Ludlul
bēl nēmeqi, Teodicea), caso
único en toda la literatura babilónica. Su estilo será igualmente
grandilocuente y difuso, y, desde luego, menos persuasivo de lo que el mozo
cree. Es cierto, Elihú, que así se llama el mancebo, tiene razón:
No es la autoridad quien da la
sabiduría,
ni por ser anciano sabe uno
juzgar. […]
Por más que escuché con atención,
ninguno de vosotros refutó a Job
ni respondió a sus argumentos. (32.9,12)
Elihú reta en primer lugar a Job
a dar una respuesta sincera y le echa en cara su osadía de acusar a Dios mismo:
Tú lo has dicho en mi presencia:
Yo soy puro, no tengo delito […]
Pero él halla pretextos contra mí
Y me considera su enemigo […]
En esto no tienes razón (33.8-12)
Y se adentra luego en la
descripción de las maneras diversas que dios tiene de hablar al hombre para
apartarle del mal camino: con sueños y visiones terroríficas y también con el
dolor lacerante, para recordarle que debe en todo caso suplicar a dios su
salvación, mantener una conciencia clara de que su bien es siempre un don de
dios, como premio o como castigo. Si el hombre se aparta del pecado o siendo
recto persevera en su rectitud y suplica a dios, su plegaria será oída
(33:19-28). El argumento ha dado así un paso adelante: al dolor como castigo se
une ahora el sentido del dolor como pedagogía.
Pero Elihú no puede en el fondo
librarse de la doctrina oficial y simple de que lo más normal es suponer que al
fondo de toda corrección hay un pecado y que el hombre debe siempre así
reconocerse culpable ante dios. Su tesis que se anunciaba novedosa da un paso
atrás. La posible corrección es en realidad merecido castigo. No difiere así mucho
de la argumentación de los amigos de Job y requiere de éste la renuncia a su
persuasión de inocencia. Ningún hombre, tampoco Job, puede pretender
‘justificarse’ ante dios, que es lo que hace Job, en vez de asumir ante él una
actitud de humilde súplica, no de reclamación del derecho al premio.
El cap. 34 esboza, frente a la
tesis de Job de que él es castigado sin razón ni motivo (“aunque soy inocente,
Dios me niega el derecho”), un auténtico tratado de teodicea básica, de defensa
del proceder divino: frente a la osada afirmación de Job, brotada de su propia
experiencia: “¿de qué sirve al hombre gozar del favor divino?”, Elihú defiende
la rectitud del obrar divino (“el Todopoderoso no tuerce el derecho”). Parte en
primer lugar de que dios es el creador de todo, que a todo ser le ha hecho ser
sin tener que hacerlo. Ante este don básico cualquier reclamación carece de
valor. Además, dios manifiesta una gran imparcialidad en el trato con los
hombres:
Dios no es parcial a favor del
príncipe,
ni favorece al rico contra el
pobre,
pues todos son obras de sus
manos. […]
Tritura a los poderosos…
porque se apartaron de él […]
Haciendo que llegara a dios el
clamor de los pobres
y que oyera el clamor de los
afligidos. (34.19-28)
Esto es históricamente
demostrable. Pero, claro, el “tempo” de dios no es el que sugiere la
impaciencia del hombre concreto, aislado:
Y no toca al hombre señalar el
plazo
para comparecer a juicio con
Dios. […]
Porque esté quieto, ¿quién podrá
condenarlo? […]
Él vela sobre pueblos y hombres. (34.23-29)
Esta visión de la providencia
universal debe llevar a Job a reconocer, a recapacitar y abandonar su obstinación
en su propio derecho.
Forma parte de un entramado
general cuyo ritmo no coincide necesariamente con el del individuo particular.
Por ello no hay que renegar de dios ni exigirle cuentas. Más bien Job debe
hacer marcha atrás:
Dile a Dios: Me he equivocado,
no pecaré.
Lo que yo no veo, enséñamelo tú,
Y si cometí delito, no volveré a
hacerlo.
¿Debe él retribuir a tu antojo? (34.31-33)
Está claro que el joven Elihú ha
añadido una nueva perspectiva al problema de Job que sus dogmáticos
predecesores no percibieron. Sin duda que el compositor de esta interpolación
conocía el sentido de toda la obra y su desenlace. Adelanta así veladamente lo
que será la respuesta definitiva a la ‘impaciencia’ de Job, como veremos luego,
devolviéndole a la ‘paciencia’ con que se cerraba el prólogo en prosa. Se
contraponen así las dos figuras de Job: el ‘Job paciente’ y el ‘Job
impaciente’.
El carácter de progresiva
complementación argumental a una composición poética, como tal cerrada e inamovible,
al que aludíamos antes, ya lo habían puesto de manifiesto tanto los escribas
babilonios como el mismo Libro de Job. La última réplica de este se prolonga en
una digresión que escapa a su línea argumental de airada seguridad en su
inocencia y, saliendo de sí mismo, viene a adelantar, con una especie de
‘himno’ a la maravilla de la naturaleza, la respuesta de dios (Job 28).
Historiae,
núm. 13, 2006