miércoles, 30 de septiembre de 2020

Letra núm. 689, 27 de septiembre de 2020

JOB: PROBLEMA Y SOLUCIÓN (IV)

Gregorio del Olmo



T

an seguro está Job de su inocencia, de la que está dispuesto a dar razón ante el tribunal divino, que promete “ceñirse el veredicto como una diadema” de honor y gloria. Con este paroxismo de autoconciencia y seguridad se cierra el reto a la teología de la retribución, a dios mismo, podríamos decir.

Hemos dicho “se cierra”, tal y como supone el citado colofón, así como el inicio del siguiente c. 32 (“Los tres hombres no respondieron más a Job, convencidos de que él se tenía por inocente” [32.1], dejándole por imposible). El tema está agotado, las posiciones inamovibles. No hay nada más que decir. Es lo que además supone la estructura dialogal del libro: uno contra tres en tres rounds. Falta solo un epílogo, en juego con el prólogo de abertura que vuelva el tema y la situación de Job al horizonte dramático supuesto por éste: ¿en qué acaba la prueba a que se ha sometido a Job?

Pero hete aquí que en el Libro de Job, sin que nadie le diera vela en tal entierro, se nos cuela un mozalbete, la nueva generación, que ha asistido a la ‘justa literario-doctrinal’ de sus mayores y no sale de su asombro ni puede contenerse ante la ineptitud de los cuatro para afrontar el tema, que queda sin resolver: Job manteniéndose pertinaz en su inocencia, los amigos dejando al dios incompresible como único responsable del castigo del justo aparente, que en el fondo es un pecador. En seis extensos capítulos (32-37), el espacio que le correspondería en las tres tandas previas como cuarto interlocutor de Job, va a tratar de resolver, desde la clásica fatuidad juvenil, que se cree que todo lo sabe, la aporía que nos ocupa: la del justo que lo pasa mal / la de un dios que premia a los buenos y castiga a los malos. Autosuficiente, se lanza a un largo monólogo, nadie le pidió su palabra ni nadie responderá a la que él se otorga. Su intervención resulta así fuera de lugar del punto de vista de la composición del libro y de hecho el epílogo, que cierra en inclusio formal el escenario abierto por el prólogo, le ignora por completo, mencionando solo a los tres amigos (42.7ss). Pero no se puede negar que su autor supo hilvanar esta intervención en el contexto de la obra de manera magistral, como veremos.

Es claro que el tema interesó al pensamiento sapiencial hebreo, que continuó preocupado por él y, saltándose el esquema dialogal previsto y la dependencia de modelos previos, pretendió con este desarrollo / interpolación avanzar en la respuesta y compresión de lo indescifrable, molesto por el a todas luces desairado papel jugado por la respuesta ortodoxa de los “amigos”, henchido hasta reventar de ganas de hablar apenas contenidas, como deja en claro el ‘joven’ interlocutor. Como dice Alonso Schökel: “Se trata de la primera contestación histórica a esta provocativa obra”. Curiosamente la insistencia en aclarar la situación que estos capítulos manifiestan tiene su paralelo en el ‘comentario’ que generaron los dos textos de literatura sapiencial acadia del mismo tema que comentábamos más arriba (Ludlul bēl nēmeqi, Teodicea), caso único en toda la literatura babilónica. Su estilo será igualmente grandilocuente y difuso, y, desde luego, menos persuasivo de lo que el mozo cree. Es cierto, Elihú, que así se llama el mancebo, tiene razón:

 

No es la autoridad quien da la sabiduría,

ni por ser anciano sabe uno juzgar. […]

Por más que escuché con atención,

ninguno de vosotros refutó a Job

ni respondió a sus argumentos. (32.9,12)

 

Elihú reta en primer lugar a Job a dar una respuesta sincera y le echa en cara su osadía de acusar a Dios mismo:

 

Tú lo has dicho en mi presencia:

Yo soy puro, no tengo delito […]

Pero él halla pretextos contra mí

Y me considera su enemigo […]

En esto no tienes razón (33.8-12)

 

Y se adentra luego en la descripción de las maneras diversas que dios tiene de hablar al hombre para apartarle del mal camino: con sueños y visiones terroríficas y también con el dolor lacerante, para recordarle que debe en todo caso suplicar a dios su salvación, mantener una conciencia clara de que su bien es siempre un don de dios, como premio o como castigo. Si el hombre se aparta del pecado o siendo recto persevera en su rectitud y suplica a dios, su plegaria será oída (33:19-28). El argumento ha dado así un paso adelante: al dolor como castigo se une ahora el sentido del dolor como pedagogía.

Pero Elihú no puede en el fondo librarse de la doctrina oficial y simple de que lo más normal es suponer que al fondo de toda corrección hay un pecado y que el hombre debe siempre así reconocerse culpable ante dios. Su tesis que se anunciaba novedosa da un paso atrás. La posible corrección es en realidad merecido castigo. No difiere así mucho de la argumentación de los amigos de Job y requiere de éste la renuncia a su persuasión de inocencia. Ningún hombre, tampoco Job, puede pretender ‘justificarse’ ante dios, que es lo que hace Job, en vez de asumir ante él una actitud de humilde súplica, no de reclamación del derecho al premio.

El cap. 34 esboza, frente a la tesis de Job de que él es castigado sin razón ni motivo (“aunque soy inocente, Dios me niega el derecho”), un auténtico tratado de teodicea básica, de defensa del proceder divino: frente a la osada afirmación de Job, brotada de su propia experiencia: “¿de qué sirve al hombre gozar del favor divino?”, Elihú defiende la rectitud del obrar divino (“el Todopoderoso no tuerce el derecho”). Parte en primer lugar de que dios es el creador de todo, que a todo ser le ha hecho ser sin tener que hacerlo. Ante este don básico cualquier reclamación carece de valor. Además, dios manifiesta una gran imparcialidad en el trato con los hombres:

 

Dios no es parcial a favor del príncipe,

ni favorece al rico contra el pobre,

pues todos son obras de sus manos. […]

Tritura a los poderosos…

porque se apartaron de él […]

Haciendo que llegara a dios el clamor de los pobres

y que oyera el clamor de los afligidos. (34.19-28)

 

Esto es históricamente demostrable. Pero, claro, el “tempo” de dios no es el que sugiere la impaciencia del hombre concreto, aislado:

 

Y no toca al hombre señalar el plazo

para comparecer a juicio con Dios. […]

Porque esté quieto, ¿quién podrá condenarlo? […]

Él vela sobre pueblos y hombres. (34.23-29)

 

Esta visión de la providencia universal debe llevar a Job a reconocer, a recapacitar y abandonar su obstinación en su propio derecho.

Forma parte de un entramado general cuyo ritmo no coincide necesariamente con el del individuo particular. Por ello no hay que renegar de dios ni exigirle cuentas. Más bien Job debe hacer marcha atrás:

 

Dile a Dios: Me he equivocado,

no pecaré.

Lo que yo no veo, enséñamelo tú,

Y si cometí delito, no volveré a hacerlo.

¿Debe él retribuir a tu antojo? (34.31-33)

 

Está claro que el joven Elihú ha añadido una nueva perspectiva al problema de Job que sus dogmáticos predecesores no percibieron. Sin duda que el compositor de esta interpolación conocía el sentido de toda la obra y su desenlace. Adelanta así veladamente lo que será la respuesta definitiva a la ‘impaciencia’ de Job, como veremos luego, devolviéndole a la ‘paciencia’ con que se cerraba el prólogo en prosa. Se contraponen así las dos figuras de Job: el ‘Job paciente’ y el ‘Job impaciente’.

El carácter de progresiva complementación argumental a una composición poética, como tal cerrada e inamovible, al que aludíamos antes, ya lo habían puesto de manifiesto tanto los escribas babilonios como el mismo Libro de Job. La última réplica de este se prolonga en una digresión que escapa a su línea argumental de airada seguridad en su inocencia y, saliendo de sí mismo, viene a adelantar, con una especie de ‘himno’ a la maravilla de la naturaleza, la respuesta de dios (Job 28).

Historiae, núm. 13, 2006

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