viernes, 11 de septiembre de 2020

"¿Cómo se justificará el ser humano ante Dios?", L. Cervantes-O.


Job, Marc Chagall (1887-1985)

13 de septiembre, 2020


Ciertamente yo sé que es así;

¿Y cómo se justificará el hombre con Dios?

Job 9.2, RVR 1960

 

Luego de la apasionada defensa de la justicia de Dios por parte de su amigo Bildad, Job no se quedó atrás y respondió con una cada vez mayor intensidad en su argumentación, en esta ocasión aceptando sin ningún margen de duda la superioridad divina y su grandeza inconmensurable, algo que no dejó de hacer incluso cuando la amargura estaba a punto de someterlo. Ante la realidad incontrovertible de la justicia del Creador nada puede sostenerse en pie en el ámbito de lo humano. Ésa es la premisa básica de sus palabras en el cap. 9, pues la pregunta retórica que lanzó: “¿Cómo se justificará el ser humano ante Dios?” (v. 2), que puede sondearse en diversas traducciones para valorar los alcances de semejante propuesta [“ante Dios / nadie puede alegar inocencia” (TLA); ¿cómo puede una persona ser declarada inocente a los ojos de Dios? (NTV); ¿cómo puede un mortal justificarse ante Dios? (NVI)], abrió el debate acerca de las consecuencias de esa realidad absoluta en el terreno cenagoso de lo humano.

La consecuencia más inmediata consiste en que, ante este hecho irrefutable, es imposible “litigar” o “contender con él” por la abundancia de razones que salen al paso (3). Su sabiduría absoluta es incontestable (4a) y “endurecerse” con él no conduce a nada bueno (4b; “¿Quién puede desafiar a Dios / y esperar salir victorioso?”). Su poder genuinamente cósmico va más allá de cualquier delirio de la imaginación: “arranca los montes con su furor” (5), “remueve la tierra de su lugar” (6), “extendió los cielos” (8) e hizo las grandes constelaciones (9). Sus obras son “grandes, incomprensibles, maravillosas y sin número” (10). Adondequiera que se voltee, la magnificencia divina lo llena todo.

Avanzando luego de enumerar esta grandiosidad abrumadora, Job retoma el tono existencial y metafísico en la diferenciación abismal con Dios, en el contraste brutal del Creador y la criatura, pero con un sabor personal ineludible: “He aquí que él pasará delante de mí, y yo no lo veré; / Pasará, y no lo entenderé” (11). Ni siquiera antes de desear entablar un diálogo con Él es posible que la conciencia humana se sostenga ante esas dimensiones de lo divino.

Cuando la mano de Dios arrebata, ¿quién podría reponer o sustituir lo que él ha hecho? (12a). Nadie, en su sano juicio, puede exigirle cuentas o interrogarlo sobre las causas de sus acciones (12b). Su furia sostenida es capaz de dominar a los soberbios (13). Ante todo ello, la pequeñez que sume Job es proverbial y pretender alternar con él es una gran insensatez. Los vv. 14-20 se extienden en este punto, al grado de que cualquier cosa que saliera de su boca, incluso “palabras escogidas” (14), resultarían ociosas. Incluso “siendo justo”, él no respondería (15). Y, en el caso de que lo hiciera, costaría trabajo creer que haya escuchado esta voz tan ínfima (16). El quebranto de que ha sido objeto de su parte ha sido escandaloso (17) y ha reducido su aliento al mínimo (18a) por lo que está lleno de amargura (18b). hablar otra vez de su poder es ya reiterativo (19) y afirmar su justicia sería completamente superfluo, inútil y perjudicial (20). La TLA es particularmente precisa: “Si de comparar fuerzas se trata, / ¡Dios es más poderoso! / Y si le abriera un juicio, / ¿quién podría obligarlo a presentarse? / ¡Aunque no he hecho nada malo, / mi boca me condena y resulto culpable!”.

Toda esta cadena de reconocimientos condujo a Job a un callejón sin salida en la que sus quejas interminables (vv. 21-31) desembocaron en una conclusión no por diáfana, menos terrible y exacta: “¿Cómo puedo atreverme / a citar a Dios ante un tribunal, / si soy un simple mortal? / ¿Qué juez en este mundo / podría dictar sentencia entre nosotros?” (32-33). Ante eso, únicamente se imponía el silencio dominado por el temor por causa de todo lo experimentado en carne propia: “Quite de sobre mí su vara, / Y su terror no me espante. / Entonces hablaré, y no le temeré; / Porque en este estado no estoy en mí” (34-35). Sólo así podría restaurarse el diálogo.

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