viernes, 11 de septiembre de 2020

Letra núm. 686, 6 de septiembre de 2020

JOB: PROBLEMA Y SOLUCIÓN (I)

Gregorio del Olmo


Editorial Trotta Gregorio del Olmo Lete

E

l problema que se plantea y trata de responderse el Libro de Job se vivió como una aporía religiosa en las antiguas culturas de Oriente, como un problema del hombre ante su dios y desde el presupuesto religioso de que el dolor es un castigo que programa el mal. El justo debería verse libre de él. Se trataba de un dogma o de una persuasión primaria general. De hecho, la Biblia Hebrea presenta sin complejo alguno a Job como un extranjero (es claro, solo a un extranjero se le podía atribuir la osadía de emplazar / cuestionar a Dios y decir de él: “si una calamidad siembra muerte repentina, él se burla de la desgracia del inocente”, Job 9.23), como si tal problema no fuera suyo: “Había una vez en el país de Hus un hombre llamado Job…” (Job 1.1).

Topónimo y antropónimo son ajenos a la tradición bíblica, ignorado uno, ilocalizable el otro. Es más, el nombre propio del dios de Israel no aparece en el texto poético hebreo; solo en la prosa y una sola vez, en Job 38.1, cuando habla Dios, pues sólo Yahwéh puede hablar; no hay otro dios que pueda hacerlo. El dios de Job no es Yahwéh, es dios sin más, el de todo hombre, o quizá el dios El de Canaán. Hasta tal punto que puede pensarse que el autor de Job es un cananeo o que el autor hebreo, buen conocedor de esa tradición con la que ha vivido en histórica simbiosis, hace hablar a su protagonista en cananeo. El Yahwéh de la Alianza con Israel está ausente; Job no entra en esa dimensión religiosa. […]

Por su parte en Job, como se desprende de su presentación en Job 1.1ss, pueden apreciarse rasgos de “rey”, de aquel tipo de monarquías domésticas basadas en la riqueza y posesión de tierras y ganados, de las que la épica griega nos ofrece los mejores paradigmas y con las que coincide la figura el “rey” Danil de la épica ugarítica; un Šai más bien diríamos, paterfamilias y sacerdote al mismo tiempo, como lo reyes cananeos, ajeno, por tanto, a la organización cultual yahwista. Se ve ahora convertido en el hazmerreír de sus expoliadores, “caldeos” según Job (1.17) (!), extranjeros que suplantaron a los asirio-babilonios y deportarán a los hebreos. […]

Desde el punto de vista de la forma de lenguaje el Libro de Job ofrece una división clara: un marco (prólogo y epílogo), que está escrito en prosa, y un cuerpo central, en verso dialogal (réplicas y contrarréplicas). Este se organiza en cuatro series de intercambio dialéctico entre Job y sus tres amigos, a los que se añade por su cuenta un cuarto joven, ‘que pasaba por allí’ y que creía tener algo que decir, visto el atasco argumental en que se habían embarrancado los protagonistas de la escena original.

Su intervención equivale a la de los tres amigos juntos y tiene todo el aspecto de una composición independiente, incrustada en el poema inicial, en cuya introducción no se le menciona, ni se le esperaba, así como tampoco en el epílogo. Aporta algún elemento nuevo, pero por lo general su discurrir argumental sigue la misma línea de los otros interlocutores. Es como si no se acabase nunca de bucear en el mismo marasmo ideológico en que se halla encerrada la teología ortodoxa. Esto es prueba además del carácter aditivo y ‘tradicional’ de la obra: cada momento ha creído poder añadir algo nuevo a la dialéctica esgrimida, como hará el propio Job en su última réplica. Y de repente, después de esta barahúnda dialéctica, dios se presenta como sexto y definitivo protagonista del drama y, aceptando el reto de Job, accede a responderle personalmente.

    El marco en prosa nos introduce el personaje (1:1-5): un extranjero, justo, piadoso y rico, en descendencia y hacienda. Y a continuación, antes de que comience la representación y se alce el telón, podríamos decir, se nos describe el marco en el que se juega la acción, el telón de fondo que anticipa al espectador el sentido último de aquella, pero el que los actores del mismo desconocen y por el que se debaten en apasionadas e irrelevantes reflexiones.

Mirando a nuestra tradición literaria podríamos definir el Libro de Job como un auto calderoniano avant la lettre. El prólogo y epílogo describen en prosa, como noticia meramente informativa para espectadores, el sentido y por ende el desenlace de la obra, que les permita entender el argumento y tolerar con una leve sonrisa el apasionamiento incontrolado de los personajes.

Job, el personaje central, ignorante pasmado más que nadie de lo que le está pasando, osa incluso, en una acto de fe desesperada que tensa la acción dramática al máximo, emplazar a Dios para que se explique y justifique, para que dicte su propia teodicea, que su biografía, la de Job, parece dejar en evidencia y hacer naufragar: él, el santo varón, sujeto paciente de la calamidad total. ¿Cómo entender esto? Será Dios en el acto final quien lo explique. El rimbombante epílogo tratará de hacer más creíble tal explicación y rebajar la tensión emotiva que el desarrollo del argumento ha podido crear, en un proceso catártico de la más pura ascendencia aristotélica.

Por encima del escenario, como telón / retablo de fondo, se abre, pues, el cielo (recuérdese el telón “sacramental” que preside los autos, el Gran teatro del mundo, p. e.); aparece Dios con su corte, el espacio donde se juega en realidad el destino del hombre, aunque él no sepa lo que allí se trama. Lo sabe en cambio el lector / espectador, como decíamos.

Allí se urde poner a prueba a Job para comprobar la genuinidad de su bondad. Se quiebra momentáneamente la ecuación: “bondad, luego premio”, para comprobar si no es más bien: “premio y por eso bondad”, si la bondad humana no es más que una forma de inversión a largo plazo. La primera prueba, pérdida de su hacienda y descendencia a manos del hombre malo y la naturaleza hostil, es superada de manera ejemplar: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó” (1:6-22).

La segunda, pérdida de la salud a manos del espíritu malo, es superada de manera tan heroica que ni su propia mujer lo entiende (“blasfema y revienta”): “si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?” (2.1-10). El drama está servido y en principio resuelto: aquí tenemos al “paciente Job” de la tradición cristiana. Pero el pasmo de la tragedia deja boquiabiertos a los tres amigos (recordemos el motivo del “amigo” en la “Teodicea” babilonia), que vienen a compartir la atrocidad de su lepra (2.11-13), la más atroz enfermedad, en forma de manto de muerte en vida que lanza a un opulento y respetado ciudadano al estercolero, alejado de toda sociedad. Hasta aquí el marco en prosa. La premisa celeste y la secuela terrestre.

Ahora comienza la asimilación en verso de la tragedia. Se cede en primer lugar la palabra a Job, quien, en contraste con la aceptación sumisa expresada en la prosa inicial, no puede hacer otra cosa que maldecir el haber nacido para esto; no es solo el sufrimiento, sino sobre todo el trastorno interior. Su fortaleza era flor de un día, no resiste a la persuasión que la disimulaba: su felicidad él la sabía merecida y ganada a pulso. Su paciente aceptación de la desgracia en prosa, que debería haber bastado para poner fin a la situación, ha durado solo un momento; la aceptación se le ha convertido en rebeldía, que le rebrota en verso, en poesía, la sola percepción, más allá de la lógica y la sumisión, en que cabe sentir / padecer el derrumbe total de la propia vida y el sistema de valores que la soporta, como solo en poesía se puede expresar la vivencia mística.

     Por alimento tengo mis sollozos…

Lo que más temía me sucede…

Vivo sin paz, sin calma, sin descanso en puro sobresalto. (3.1-26; la versión sigue a la Biblia del Peregrino, por L. Alonso Schökel)

Historiae, núm. 13, 2006

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