JOB: PROBLEMA Y SOLUCIÓN (I)
Gregorio del
Olmo
E |
l problema que se plantea y trata de responderse el Libro de Job
se vivió como una aporía religiosa en las antiguas culturas de Oriente, como un
problema del hombre ante su dios y desde el presupuesto religioso de que el
dolor es un castigo que programa el mal. El justo debería verse libre de él. Se
trataba de un dogma o de una persuasión primaria general. De hecho, la Biblia Hebrea
presenta sin complejo alguno a Job como un extranjero (es claro, solo a un
extranjero se le podía atribuir la osadía de emplazar / cuestionar a Dios y
decir de él: “si una calamidad siembra muerte repentina, él se burla de la
desgracia del inocente”, Job 9.23), como si tal problema no fuera suyo: “Había
una vez en el país de Hus un hombre llamado Job…” (Job 1.1).
Topónimo y antropónimo son ajenos
a la tradición bíblica, ignorado uno, ilocalizable el otro. Es más, el nombre
propio del dios de Israel no aparece en el texto poético hebreo; solo en la
prosa y una sola vez, en Job 38.1, cuando habla Dios, pues sólo Yahwéh puede
hablar; no hay otro dios que pueda hacerlo. El dios de Job no es Yahwéh, es
dios sin más, el de todo hombre, o quizá el dios El de Canaán. Hasta tal punto
que puede pensarse que el autor de Job es un cananeo o que el autor hebreo,
buen conocedor de esa tradición con la que ha vivido en histórica simbiosis,
hace hablar a su protagonista en cananeo. El Yahwéh de la Alianza con Israel está
ausente; Job no entra en esa dimensión religiosa. […]
Por su parte en Job, como se
desprende de su presentación en Job 1.1ss, pueden apreciarse rasgos de “rey”,
de aquel tipo de monarquías domésticas basadas en la riqueza y posesión de
tierras y ganados, de las que la épica griega nos ofrece los mejores paradigmas
y con las que coincide la figura el “rey” Danil de la épica ugarítica; un Šaiḥ más bien diríamos, paterfamilias y sacerdote al mismo tiempo,
como lo reyes cananeos, ajeno, por tanto, a la organización cultual yahwista.
Se ve ahora convertido en el hazmerreír de sus expoliadores, “caldeos” según
Job (1.17) (!), extranjeros que suplantaron a los asirio-babilonios y
deportarán a los hebreos. […]
Desde el punto de vista de la
forma de lenguaje el Libro de Job ofrece una división clara: un marco (prólogo
y epílogo), que está escrito en prosa, y un cuerpo central, en verso dialogal
(réplicas y contrarréplicas). Este se organiza en cuatro series de intercambio
dialéctico entre Job y sus tres amigos, a los que se añade por su cuenta un
cuarto joven, ‘que pasaba por allí’ y que creía tener algo que decir, visto el
atasco argumental en que se habían embarrancado los protagonistas de la escena
original.
Su intervención equivale a la de
los tres amigos juntos y tiene todo el aspecto de una composición
independiente, incrustada en el poema inicial, en cuya introducción no se le
menciona, ni se le esperaba, así como tampoco en el epílogo. Aporta algún
elemento nuevo, pero por lo general su discurrir argumental sigue la misma
línea de los otros interlocutores. Es como si no se acabase nunca de bucear en
el mismo marasmo ideológico en que se halla encerrada la teología ortodoxa.
Esto es prueba además del carácter aditivo y ‘tradicional’ de la obra: cada
momento ha creído poder añadir algo nuevo a la dialéctica esgrimida, como hará
el propio Job en su última réplica. Y de repente, después de esta barahúnda
dialéctica, dios se presenta como sexto y definitivo protagonista del drama y,
aceptando el reto de Job, accede a responderle personalmente.
Mirando a nuestra tradición
literaria podríamos definir el Libro de Job como un auto calderoniano avant
la lettre. El prólogo y epílogo describen en prosa, como noticia
meramente informativa para espectadores, el sentido y por ende el desenlace de
la obra, que les permita entender el argumento y tolerar con una leve sonrisa
el apasionamiento incontrolado de los personajes.
Job, el personaje central,
ignorante pasmado más que nadie de lo que le está pasando, osa incluso, en una
acto de fe desesperada que tensa la acción dramática al máximo, emplazar a Dios
para que se explique y justifique, para que dicte su propia teodicea, que su
biografía, la de Job, parece dejar en evidencia y hacer naufragar: él, el santo
varón, sujeto paciente de la calamidad total. ¿Cómo entender esto? Será Dios en
el acto final quien lo explique. El rimbombante epílogo tratará de hacer más
creíble tal explicación y rebajar la tensión emotiva que el desarrollo del
argumento ha podido crear, en un proceso catártico de la más pura ascendencia
aristotélica.
Por encima del escenario, como
telón / retablo de fondo, se abre, pues, el cielo (recuérdese el telón “sacramental”
que preside los autos, el Gran teatro del mundo, p. e.); aparece Dios
con su corte, el espacio donde se juega en realidad el destino del hombre,
aunque él no sepa lo que allí se trama. Lo sabe en cambio el lector /
espectador, como decíamos.
Allí se urde poner a prueba a Job
para comprobar la genuinidad de su bondad. Se quiebra momentáneamente la
ecuación: “bondad, luego premio”, para comprobar si no es más bien: “premio y
por eso bondad”, si la bondad humana no es más que una forma de inversión a
largo plazo. La primera prueba, pérdida de su hacienda y descendencia a manos
del hombre malo y la naturaleza hostil, es superada de manera ejemplar: “Dios
me lo dio, Dios me lo quitó” (1:6-22).
La segunda, pérdida de la salud a
manos del espíritu malo, es superada de manera tan heroica que ni su propia
mujer lo entiende (“blasfema y revienta”): “si aceptamos de Dios los bienes,
¿no vamos a aceptar los males?” (2.1-10). El drama está servido y en principio
resuelto: aquí tenemos al “paciente Job” de la tradición cristiana. Pero el
pasmo de la tragedia deja boquiabiertos a los tres amigos (recordemos el motivo
del “amigo” en la “Teodicea” babilonia), que vienen a compartir la atrocidad de
su lepra (2.11-13), la más atroz enfermedad, en forma de manto de muerte en
vida que lanza a un opulento y respetado ciudadano al estercolero, alejado de
toda sociedad. Hasta aquí el marco en prosa. La premisa celeste y la secuela
terrestre.
Ahora comienza la asimilación en
verso de la tragedia. Se cede en primer lugar la palabra a Job, quien, en
contraste con la aceptación sumisa expresada en la prosa inicial, no puede
hacer otra cosa que maldecir el haber nacido para esto; no es solo el
sufrimiento, sino sobre todo el trastorno interior. Su fortaleza era flor de un
día, no resiste a la persuasión que la disimulaba: su felicidad él la sabía
merecida y ganada a pulso. Su paciente aceptación de la desgracia en prosa, que
debería haber bastado para poner fin a la situación, ha durado solo un momento;
la aceptación se le ha convertido en rebeldía, que le rebrota en verso, en
poesía, la sola percepción, más allá de la lógica y la sumisión, en que cabe
sentir / padecer el derrumbe total de la propia vida y el sistema de valores
que la soporta, como solo en poesía se puede expresar la vivencia mística.
Lo
que más temía me sucede…
Vivo sin paz,
sin calma, sin descanso en puro sobresalto. (3.1-26; la versión sigue a la Biblia
del Peregrino, por L. Alonso Schökel)
Historiae, núm. 13, 2006
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