1 de noviembre, 2020
¿Has escuchado acaso los secretos de Dios?
¿Quizá acaparas la sabiduría?
¿Qué sabes que nosotros no sepamos?,
¿o qué comprendes que se nos escape?
Job 15.8-9a, versión de Francisco Serrano
La versión del libro de Job del poeta mexicano Francisco Serrano (1949)
está precedida por una introducción que recoge algunas apreciaciones importantes,
especialmente las relacionadas con los diversos enfoques acerca de su
contenido: “Existen muchas lecturas de El libro de Job. […] Otra se plantea
como una indagación del problema del mal: ¿a qué se debe el sufrimiento injustificado
del inocente?, ¿por qué existe el mal en el mundo?”.[1] Una más “señala
que Dios es inexplicable e inescrutable y que su naturaleza no puede ser
comprendida por el hombre. […] El universo existe y en él existen nuestra
desdicha y nuestra felicidad, no sabemos por qué”. Más adelante, agrega: “El
personaje que describe el poema es todo lo contrario de la imagen que la
iglesia ha querido popularizar. No es el resignado y paciente siervo de Dios,
sino un ser humano angustiado e indignado que padece lo que a su juicio es un
castigo injusto y que protesta con violencia por el modo como Dios lo trata”. Y
concluye, retratando la personalidad de los amigos del personaje: “Elifaz
aparece como un místico versado en la tradición profética. Bildad, como un sabio
que se apoya en la autoridad irrefutable de la tradición. Zofar es un dogmático
impaciente y suelto de lengua que expone lo que él considera son las vías
incomprensibles de Dios”.
A medida que avanza el libro, según muestra su estructura, en
los monólogos y diálogos de Job (él habla en el cap. 3, un monólogo; 6-7, 9-10
y 12-14, en la primera roda de diálogos; 16-17, 19 y 21, en la segunda; 23-24,
26-27, en la tercera; 29-31, otro monólogo; y finalmente su respuesta a Dios: 42.1-6,
casi 20 caps. en total) se van deslizando algunas afirmaciones que, como parte
de la mezcla de sentimientos y exigencias que brotan de sus labios incluso de
forma desmesurada, apuntan hacia la expresión positiva (y renovada, por causa
del sufrimiento que las produjo) de la fe, de la vida y de la justicia divina.
Los capítulos se suceden y, sobre todo cuando Job toma la palabra, es posible
advertir cómo evoluciona su pensamiento hacia esas derivaciones no dogmáticas
que constatan lo que ciertamente se daba por sentado, pero que mediante la
construcción poética proyecta las ideas y creencias de un modo notable. Así es
como van a ir surgiendo algunas de las frases más reveladoras que resumen bien
esa afirmación de la vida, el bien y la justicia, además de una sana
espiritualidad, en medio de la angustia y el dolor que experimentaba.
Esos énfasis particulares aparecen de mamera relampagueante e
inesperada en el cap. 19, en donde Job llega a conclusiones que anticipan su
respuesta final a Dios y que aquí funcionarán como la base temática de la
reflexión en el sentido de la afirmación de la vida en el contexto de
enfermedad, desolación e incomprensión. y “Yo sé que mi Redentor vive, / y al
fin se levantará sobre el polvo;” (19.25, RVR1960), “Y después de deshecha esta mi piel, / en mi carne he de ver a Dios” (19.26) más socorrida la primera
en la memoria de los/as lectores por causa de su aparente reconocimiento
dogmático de la realidad divina, aunque en realidad los versos finales desarrollan
más lo que se ha dicho capítulos atrás como resultado de la ansiedad y la
desesperación ante el riesgo de ser visto como alguien que ha ocultado sus
pecados para evadir el castigo de Dios, después de haber sido premiado
abundantemente según el esquema clásico de la doctrina de la retribución, que
es cuestionada radicalmente en el proyecto global del libro.
Previamente, en el cap. 15, Elifaz no dejó de fustigar a Job
con una bien trabajada ronda de acusaciones y cuestionamientos sobre su actitud
calificada como soberbia. Una vez más le reprocha a Job sus “palabras de aire”
(v. 2), sus “vanos argumentos” y “sus discursos inútiles” (v. 3). La dura
argumentación señala que su amigo “desestima la piedad” y “menosprecia la
oración” (4), algo que debió calar muy hondo en su conciencia, dado que el
retrato de Job no coincide con ella. Al apuntar hacia la posible culpabilidad
que inspiraría sus palabras, el sufriente corrió el riesgo de “adoptar el
lenguaje del malvado” (5), una insinuación directamente proveniente de las
observaciones de la literatura sapiencial. Tal como señala Fray Luis de León: “…entiende
por mal sabidos, unos presumidos que confían en su juicio, y en
lo que llamamos prudencia humana, que mide las cosas todas por su razón, y en todo
quiere saber un punto más, y hacer sentencia y juicio: a los cuales lo que la
religión enseña, y toda la doctrina de la otra vida, les parece cosa de
burlería y de risa”.[2] “¿Puede dárselas
Job de sabio? […] Habla arrastrado por la pasión, con argumentos capciosos y
frases hinchadas. En el terreno de la sabiduría está ya derrotado”.[3]
Elifaz acusa a Job de padecer el “síndrome de Adán”, de
sentir que es el primero en advertir las honduras de la realidad (7) y de
sentirse con una escondida sabiduría superior (8-9), mejor que la de los
ancianos (10). “Dios mismo te consuela / y te habla con cariño, /
pero eso no te importa” (11): eso le añade un énfasis más duro al reproche.
“Revolverse contra Dios con furia” (12-13) lo muestra caprichoso en el
trato con Dios: en sus relaciones con Él tampoco tiene de qué gloriarse. “Con
su empeño en pleitear con Dios elimina el acceso humilde y normal de la súplica”.[4] Y es que ante
Dios nadie puede ser puro (14) y la desconfianza divina ante sus criaturas es
máxima (15-16). Por ello, Job debía atender estas palabras exhortativas procedentes
de la sabiduría ancestral (17-18), aun cuando el estilo es agresivo y
desproporcionado. La vigencia de la retribución hacia los malos es una acción constante
de Dios y él debería percibirlo y así evitar el castigo, del cual no escapan ni
los tiranos (20). Lo que sigue es una enumeración, sentenciosa y reiterativa, sobre
el camino y destino final de los malvados (21-35), típica del enfoque
sapiencial.
Acaso habría que ver, en toda la acumulación de críticas que
recibió, el caldo de cultivo para su nuevo acercamiento a la magnificencia de la
vida. Quizá la cercanía continua de la muerte contribuyó a modificar
progresivamente su visión y a incubar en su corazón una luz que le haría ver la
existencia desde el prisma del sufrimiento asimilado. Job respondería este
nuevo ataque y seguiría en su ruta hacia la recuperación de la luz y en la
búsqueda de los chispazos de esperanza, que, como relámpagos en la noche más
oscura, llegarían hasta él para alumbrar su camino. Afirmaría la vida,
entonces, con singular claridad.
[1] F. Serrano, “Introducción”, en El
libro de Job. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2011
(Cien del mundo), p. 11.
[2] Fray Luis de León, Exposición
del libro de Job. Buenos Aires-Madrid, Hyspamérica, 1985 (Biblioteca
personal Jorge Luis Borges, 25), p. 264.
[3] L. Alonso
Schökel y J.L. Sicre, Job. Comentario teológico y literario. Madrid,
Ediciones Cristiandad, p. 241.
[4] Ídem.
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