LIBRO DE JOB. RECÓNDITA ARMONÍA. PRESENTACIÓN
Víctor Morla
E |
l libro de Job es un canto a la dignidad del ser humano, que
trata de superar el mero “estar” para llegar a “saber(se)” a cualquier precio,
incluso contraviniendo convencionalismos sociales e ideologías religiosas. Solo
quien se atreve a formular inusuales e incómodos porqués estará en el camino
adecuado para encontrar respuestas. Y eso es lo que hicieron los poetas
responsables de esta insuperable obra literaria que tenemos entre manos. […]
Puede que una persona o una
determinada circunstancia “saquen” a alguien de su anodina subsistencia y le
obliguen a hacerse preguntas, que lo conducirán a un mejor conocimiento de sí
mismo y, al propio tiempo, a un estilo de vida digno de llamarse existencia.
Eso es lo que le pasó a Job.
Nuestro hombre era honrado, cabal
y religioso, a más de propietario de una inmensa cabaña ganadera. Tenía muchos
hijos e hijas, lo que aseguraba la continuidad de su apellido. Nada le faltaba.
Por otra parte, gozaba del amparo de su dios, que le había “rodeado de
protección por todas partes” (1.10). ¿Pero realmente “existía”? ¿Le dejaba ver
el exterior de su mundo la cerca protectora de Yahvé? De un dramático manotazo
de su dios, la empalizada defensiva queda destruida y, con ella, sus riquezas
materiales y humanas: su familia.
Arrojado a la intemperie y
enfermo, Job trata de buscar la razón de tal aparente sinsentido. Al principio
se mantiene en la sabiduría recibida y exculpa a su dios. Más tarde, sin
embargo, estalla en improperios, maldiciendo su vida y acusando a su dios de
injusticia e inmoralidad. Al final, después de numerosas preguntas y, sobre
todo, después de las preguntas que le formula Yahvé en su intervención, nuestro
hombre se va serenando. No sabemos qué pensaría Job en su interior, pero la
impresión que saca el lector es que parece un hombre nuevo. ¿Qué descubrió?
También lo ignoramos. Pero podemos pensar que su vida se sitúa en otro nivel:
el de la existencia. Job había abandonado su ostracismo, había salido fuera de
sí y había contemplado el dolor del mundo. Y el dolor, reflexionado y asumido,
es fuente de madurez. […]
También el libro de Job se hace
eco de esa permanente tensión, bien que en el plano religioso: ¿existe una
creación, es decir, un diseño moral de la realidad? De ser así, ¿qué sentido
tiene entonces la dispersión que siente el ser humano en sí mismo, su inclinación
hacia el bien y hacia el mal, o la ruptura violenta entre las naciones? […]
En los discursos de Yahvé desde
el torbellino (caps. 38–42) se aprecia claramente la contraposición entre
armonía y caos. La composición de estos capítulos no es fruto de una sola
pluma. En realidad, se trata de un poemario (véase comentario), pero con sus
elementos didácticamente ensamblados por el redactor final de la obra. El
primer discurso (caps. 38–39) se centra en el orden, en la armonía: cosmos y
naturaleza animal palpitan al unísono siguiendo las pautas que imprimió en
ellos el Creador. El segundo discurso divino (40,6–41,26) nos presenta la otra cara
de la realidad: la existencia del caos y del mal, representados por la figura
de Behemot-Leviatán, también creatura de Yahvé. El redactor nos ofrece así un
llamativo cuadro impresionista, de trazos fugaces pero precisos, donde conviven
caos y armonía en un todo indisoluble, pero de equilibrio inestable.
Se infiere de aquí que un
comentario al libro de Job podría llevar como subtítulo “Caos y armonía”, donde
la cópula reflejaría una tensión no resuelta, que va más allá del momento de la
percepción de lo Uno y se prolonga necesariamente en la propia existencia y en
la historia. Un hipotético subtítulo “Del caos a la armonía” implicaría no
entender el libro de Job. El héroe, tras verse expulsado del (falso) orden que
se había fabricado, se percibe a sí mismo y a la comunidad humana inmersos en
la disarmonía y concibe el “cosmos” como una entidad amoral, y su
funcionamiento como una traición a la dignidad humana. Sin embargo, a través
del sufrimiento y de la «visión» parece que Job llega a encontrar sentido a la
coexistencia (¿necesaria?) de orden y caos, que tendrá que aceptar también en
su propia existencia.
Y esto parece ser la vida: la
búsqueda de un equilibrio inestable asumido con libertad, la presencia de una
tensión no resuelta que servirá de tema predilecto a todos los cantores de la
historia.
Quien, tras haberlo leído, cierre
el libro de Job y piense para sus adentros admirado: «¡Qué hermoso libro! ¡Qué
renovador y lacerante mensaje!», solo a medias lo habrá entendido. Un lector
que quiera dar con la clave del libro de Job y revisar a su luz su propia
existencia deberá asumir el riesgo de morar para siempre entre sus versos, de
habitar de forma permanente entre las palabras que lo tejen. […]
Y el libro de Job no es ajeno a
este esquema. Nuestro héroe vivía feliz en su entorno, colmado de envidiables
(aunque convencionales) virtudes y cultivando cómodamente una fe que le
proporcionaba sustanciosos dividendos: “No hay nadie como él en la tierra” (1.8),
le espetará orgulloso Yahvé al Satán. Job era un reconocible e imitable miembro
del grex religioso. Bien es verdad que no escogió voluntariamente la
intemperie y el ostracismo social, pero esta nueva situación le dio alas para
emprender un viaje sin retorno, adoptando una actitud egregia desde la que
cuestionó la doctrina recepta del pensamiento judío.
A su lado empalidecen las figuras
de tres teólogos gregarios: Elifaz, Bildad y Sofar, que, con sus aporías
doctrinales y su mal disimulada saña, intentaron en vano reconducir a Job al grex.
Lamentablemente la actitud radical de Job ha sido culpablemente desatendida, si
no secuestrada, por las iglesias a lo largo de la historia, hasta llegar a
nuestros días. Desafortunadamente, siguen abundando teólogos gregarios,
pensadores orgánicos adictos al órganon del poder religioso, que tratan de
adormecer o, en el peor de los casos, amenazar con soflamas a quienes se toman
la libertad de pensar al margen de convencionalismos doctrinarios que
irremediable e intrínsecamente desembocan en insufribles aporías.
¿Cabe Dios en una
metáfora? Al que haya leído el libro de Job fijándose solo en los trazos
gruesos le recomendaría una o varias relecturas, hasta que descubriese un
imperceptible hilo rojo que atraviesa intermitentemente la urdimbre del libro:
el lenguaje religioso; más en concreto, sus posibilidades y límites. Porque el
libro de Job sorprende al lector con una doble teo-logía o un doble modelo
divino: un dios mudo y retributivo, maniatado por su insobornable pacto con la
justicia (los tres amigos), y un dios atento que formula preguntas al ser
humano (representado por Job) para que acabe descubriendo su propia verdad y la
verdad de su hábitat mundano.
Y todo ello conduciendo al lector
por un embravecido mar de metáforas, por una intrincada jungla de imágenes, que
son aproximaciones educativas a la singularidad del ser divino, a quien solo
descubriendo es capaz el ser humano de una satisfactoria autocomprensión
religiosa. Pero en la Biblia no existe poema o relato que intente una
definición teórica de la esencia divina, sencillamente porque no es posible. Ni
siquiera desde una disposición apofática.
¿Hay alguien que pretenda saber y
se sienta capaz de explicar lo que Dios no es? Valga de nuevo la paradoja de
que solo desde el irracionalismo del símbolo (Dámaso Alonso dixit)
seremos capaces de vislumbrar los tenues perfiles del ser de lo que no es. ¡Mejor
que escuchemos a los grandes poetas del Antiguo Testamento! ¿Cabe hablar de
Dios desde fuera de la metáfora?
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