3 de junio, 2012
—Yo
no soy como los reyes de este mundo. Si lo fuera, mis ayudantes habrían luchado
para que yo no fuera entregado a los jefes de los judíos. […]
—No
tendrías ningún poder sobre mí, si Dios no te lo hubiera dado.
Juan 18.36; 19.11, Traducción en Lenguaje Actual
El
mensaje de Jesús fue un mensaje político-religioso. Así lo entendieron sus
contemporáneos, y seguramente ésa fue su auténtica intención. En sociedades
como las actuales, el calificativo “político” se aplica a aquellas personas que
buscan los medios necesarios para acceder al poder. Si así se comprende la
política es claro que Jesús no fue un político. Al contrario, los evangelistas
señalan que rechazó la pretensión de ciertos sectores del pueblo de proclamarlo
su rey, y que rehusó igualmente convertir su praxis en un medio para acceder a
los puestos de poder (Mt 4.8-10, Jn 6.15). En cambio, si por político se
entiende alguien que ejerce de manera abierta y explícita un sistema de medios
sociopolíticos para ponerlos al servicio de una concepción determinada del
sentido del ser humano y de su existencia social, entonces definitivamente
Jesús de Nazaret ejerció una actividad política.[1]
Todo lo que en
la antigüedad bíblica fue una cadena de prácticas contradictorias, difíciles de
aplicar en ocasiones, y un continuo debate sobre la marcha de la historia
acerca de la cuestión política en la vida del pueblo de Dios, además de la
difícil aplicación de un modelo teocrático del Estado y del gobierno, en el
encuentro entre Poncio Pilato y Jesús de Nazaret se concretó de una manera
extraordinaria. Se trata de un episodio de “teología política” concentrada, más
allá de cualquier especulación o abstracción sobre lo bueno o lo malo de los
poderes humanos. Los personajes son paradigmáticos: por un lado, el profeta laico,
apocalíptico, apasionado por introducir el mensaje de las buenas noticias de la
llegada del Reino de Dios en el mundo, íntegro, servicial e insobornable, no
casado con ninguna de las posturas de su época, con una sólida labor de
servicio y solidaridad y una comunidad de discípulos/as convencidos a quienes
había formado y acompañado, condenado de antemano a la cruz ignominiosa; por el
otro, un burócrata militar representante del Imperio Romano en una de las
provincias más aisladas de éste, cuya trayectoria obedecía más bien a las
intrigas y componendas tan comunes en el entorno del que provenía. Además, era
el gobernante que había tenido conflictos permanentes con el pueblo judío, a
quien atropelló continuamente y provocó, por ejemplo, al llevar las insignias
imperiales a Jerusalén como un desafío a las creencias religiosas de los
judíos, en las que veía una resistencia a la total dominación de Roma.
Es el mismo que mandó matar a algunos galileos delante del altar de los
sacrificios (Lc 13.1).[2]
Al seguir el hilo en el diálogo entre ellos es posible advertir sus
grandes diferencias y la manera en que Jesús da continuidad a la fe antigua en
el sentido de que Dios es el auténtico poder que preside sobre todos
oponiéndose al pragmatismo materialista de Pilato. Pero el tercero en discordia
fueron los líderes religiosos judíos, como comenta Ellacuría:
Los
judíos, en efecto, se esfuerzan por hacer ver a Pilato que Jesús es enemigo del
César, que se alinea con los zelotes en su negación de pagar tributo al César,
que anda levantando al pueblo contra el poder romano. De hecho Jesús es
prendido en Getsemaní por la cohorte romana bajo el mando del tribuno (Jn 18, 3
y 12). Aunque en la versión de Juan, Pilato se dio cuenta de una cierta
transcendencia del reino de Jesús, en definitiva sea por complacer a los judíos
en una acción política, sea porque ve en peligro su posición política ante
Roma, sea porque siguió con la sospecha de que podía ser en efecto uno de
tantos mesías que pululaban en la época lo cierto es que es el título de la
condena..[3]
Jesús subraya las características radicalmente distintas del Reino que
anunció y experimentó: “no es de este mundo (ouk estin ek tou kosmou toutou)”, es decir, no funciona con los
criterios ni de la política de los líderes judíos, ni con los métodos de la
oposición violenta (zelotes, con los que era identificado por su crítica
radical al Imperio invasor), ni mucho menos con los de Roma, basados en el tributo
y la explotación. El Reino de Jesús es un ambiente comunitario alternativo libre
y pacífico, comprometido con la justicia y la igualdad. La dignidad y contundencia
con que Jesús clarifica esto lo aleja de las tendencias del momento y, aunque
las formas de su comportamiento político tienen una orientación “zelótica”, el
trasfondo más profundo de su argumentación muestra algo muy diferente: “Jesús
daba apariencias de ser el Mesías esperado, el Mesías tenía una clara dimensión
política, y Jesús trató de transcender esa apariencia pero no la evitó”.[4] En otras palabras, Jesús no eludió las complicadas aristas y
consecuencias políticas de su actuación al servicio del Reino de Dios y las
afrontó consecuentemente. Cuando Jesús aborda el tema de la verdad, resulta crucial
en su argumentación:
Aquí
está la esencia de su reino: dar testimonio de la verdad. El término hay que
tomarlo en todo su significado: 1) la verdad de la que se habla no es ninguna
verdad especulativa e inoperante sino una verdad efectiva y total, la verdad de
lo que es el mundo, de lo que debe ser y de lo que le va a ocurrir; 2) Jesús
ausenta el carácter judicial y dominante de su misión, de su verdad, aún
respecto de este mundo, en cuanto este mundo es configurador de la existencia de
los hombres; 3) desde esta verdad total hay que ser testigo, anunciador,
efector de esa verdad, dominador del mal, porque este mundo ya está juzgado y
lo que la historia cristiana debe hacer es consumar este juicio; 4) es una
verdad cuyo efecto es la libertad, la verdad que hace libre a los hombres; 5)
hay que ser de la verdad para poder escucharla, hay que hacer esa verdad para
poder recibirla en toda su limpidez y plenitud.[5]
En 19.11, Jesús no duda en afirmar ante el representante del máximo
poder humano de la época que el poder absoluto viene únicamente “de arriba (soi ánōthen)”, un giro lingüístico para
referirse a Dios, al Yahvé del Antiguo Testamento, que es el mismo a quien todo
el tiempo denominó su “Padre”. Él es quien está por encima de todos los poderes
y eso debe ser uno de los fundamentos básicos de la responsabilidad cristiana
en el mundo: percibir adecuadamente la presencia de la acción divina en todos
los espacios de poder y relativizar la lucha por el mismo en el marco de una fe
que equilibre sólidamente los alcances de la acción humana en el marco de la esperanza
inquebrantable en la realización histórica del Reino anunciado por Jesús.
[1] Alejandro Rosillo Martínez, Los derechos humanos desde el pensamiento de
Ignacio Ellacuría. Madrid, Universidad Carlos III-Dykinson, 2009, p. 238.
[2] Ignacio Ellacuría, “Dimensión política del mesianismo
de Jesús”, en Estudios Sociales, 1972,
www.mercaba.org/FICHAS/Teologia_latina/dimension_politica_mesianismo.htm.
[3] Idem.
[4] Idem.
[5] Idem.
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