24 de junio, 2012
Amados
hermanos en Cristo, les hablo como si ustedes fueran extranjeros y estuvieran
de paso por este mundo. […]
Para que nadie hable mal de nuestro Señor Jesucristo,
obedezcan a todas las autoridades del gobierno. Obedezcan al emperador romano,
pues él tiene la máxima autoridad en el imperio. Obedezcan también a los
gobernantes. El emperador los ha puesto para castigar a los que hacen lo malo,
y para premiar a los que hacen lo bueno. Dios quiere que ustedes hagan el bien,
para que la gente ignorante y tonta no tenga nada que decir en contra de
ustedes.
I Pedro 2.11, 13-15
1. La ciudadanía en la Biblia
Ciertamente estamos
ante un concepto que no se encuentra como tal en buena parte de la Biblia, pues
en la antigüedad no se manejó de la misma manera en que hoy lo hacemos, pues el
sentido de pertenencia social e igualdad política no se experimentó como ha
sucedido desde los inicios de la época moderna. Aun así, es posible delimitar
sus contornos en el marco de una participación comunitaria que siempre se dio
como parte de una comunidad étnica y racial que incorporaba a las personas sin
una etiqueta social adicional a la establecida por el nacimiento por lo que
todos eran hermanos/as, en igualdad
de condiciones y derechos, aunque en la práctica esto no se cumpliera del todo.
A esto se le añadió, cuando surgió la monarquía, el carácter de súbditos que vino a alterar el esquema de
igualdad y colocó diferencias que se acentuaron durante los gobiernos de los
reyes, sobre todo en el caso de los que asumieron el control del mismo modo que
los monarcas de los pueblos vecinos.
Con la desaparición de la monarquía, los integrantes del pueblo continuaron
en el esquema de súbditos, con el agregado de que ahora lo serían de
gobernantes extranjeros, pues el grado variable de dependencia política que
experimentaron sólo cambió de matices según la hegemonía de turno. En el libro
de Daniel, aunque es fruto de otra época histórica, se aprecia claramente cómo los
exiliados tenían ya la conciencia de que detrás de cualquier imperio estaba
presente el gobierno divino, lo cual servía para esbozar formas de resistencia
simbólica, cultural y espiritual mientras se abrigaba la esperanza de una
transformación que volviese las cosas a su situación normal. La comprensión apocalíptica
de los asuntos políticos fue una suerte de refugio y
Ya entrando al Nuevo Testamento, la práctica de la ciudadanía estaba
dominada por el trasfondo social y cultural del ámbito griego, del cual
proceden la palabra ciudadano (polités), emparentada
directamente con política, dada su
relación con la vida de las ciudades (polis).
De ahí que el uso que encontramos en todo el NT depende del contexto
socio-político de la época:
1.
[…] Los cristianos, que no tienen aquí morada permanente, están esperando esa ciudad
futura (Heb 13.14; cf. Ap 3.12; 22, 4). La Jerusalén terrenal es sólo esbozo y sombra
(Heb 8.5; 10.1), símbolo (Heb 9.9), de esa ciudad futura, pero que ya existe
ahora en el cielo. Los que salen victoriosos de las persecuciones tienen en
ella derecho de ciudadanía (Ap 3.12). La nueva Jerusalén descenderá sobre la
tierra renovada (Ap 21.2.10 ss).
2.
Politēs se presenta 4 veces en el NT,
pero sin acento “político”, salvo en Hech 21.39, donde Pablo dice que él es
ciudadano de Tarso.
3.
Sympolitēs aparece en Ef 2.19 e
indica que los étnico-cristianos gracias a Cristo tienen parte como conciudadanos
en la llamada hecha a Israel, el pueblo de Dios.
4.
Politeía se refiere en Hech 22, 28 al
derecho de ciudadano romano, que poseía Pablo. En Ef 2.12 significa la posición
privilegiada de Israel, desde el punto de vista histórico-salvífico, a la que
ahora tienen acceso también los étnico-cristianos por la fe en Jesucristo.
5.
Politēuma se presenta solamente en
Flp 3.20: los cristianos pertenecen a una mancomunidad en el cielo; son “ciudadanos
de derecho público” del reino de Cristo y de la ciudad celestial. De ahí brota
la exhortación a no dejarse seducir por la ciudad terrenal.
6.
Politeúomai se halla sólo en Hech 23.1
y Flp 1.27, donde se habla (según el modo de hablar judeo-helenístico) de un vivir
de acuerdo con la fe.[1]
2. Nuevo Testamento, política y ciudadanía actual
En la segunda
parte de la Biblia es posible esbozar al menos cuatro etapas en del desarrollo
de la comprensión del Estado como realidad política y de la actitud que los
creyentes pueden tener ante él. Ninguna de ellas es predominantemente normativa
y todas forman parte, más bien, de una práctica que implicó a los protagonistas
de los sucesos bíblicos de manera coyuntural aunque como resultado de sus
profundas convicciones. En primer lugar, Jesús, con su actitud mesiánica, así
fuera velada y hasta clandestina, entró a la arena política al ser visto como
un adversario del César y sus representantes. Pero él se encargó, como se dice
hoy, de “deslindarse” de la labor estrictamente política: si su labor al
servicio del reino lo llevó a ese conflicto, no fue su propósito central, si
bien sus acciones y afirmaciones proponían el cambio social de fondo. Por lo
tanto, Jesús, sin ser apolítico, no se enfundó ninguna casaca y más bien entró
en el esquema de cierto anarquismo, ante su sospecha sobre las autoridades
civiles y religiosas. El momento más álgido del riesgo político para su labor
fue la tentación sobre el poder (Mt 4.8-10).[2]
San Pablo, por su parte, recomienda en Ro 13.1-7 reconocer al Estado como
establecido por Dios y señala que oponerse a él sería como oponerse a Dios.
Esta postura aparentemente “gobiernista” estaba dominada por su autocomprensión
como ciudadano (polités) que fue (Hch
22.25-29) y que le hizo percibir muy bien tal hecho como un recurso para ponerlo
al servicio de la predicación del Evangelio. Pero el apóstol estaba muy
consciente de que el Imperio Romano no podía estar al servicio de la misma,
pues su propósito es eminentemente “policiaco” (Ro 13.3-5). Roberto Zwetsch
encuentra en las epístolas varias orientaciones sobre el ejercicio cristiano de
la ciudadanía:
En
la carta a los Filipenses, Pablo escribe cómo, a su modo de ver, una
persona cristiana participa en la lucha por la ciudadanía. Así dice:
“Solamente procuren ordenar su vida (¡politeúesthe!)
de acuerdo con la Buena Nueva de Cristo” [1.27]. Pablo, en primer lugar,
reafirma su convicción: el pueblo cristiano participa de la ciudad
como ciudadano. No está afuera o más allá de la vida en sociedad. Está
envuelto en ella y en sus quehaceres. Participa de la gestión de la sociedad
civil, de la ciudad y del gobierno. Este reconocimiento del valor
de la ciudadanía como vocación cristiana es de vital importancia para
la encarnación de la fe en la actualidad. Esto quiere decir, por ejemplo,
que si los cristianos participan de las organizaciones que luchan
contra el hambre y la miseria o de los consejos municipales que tratan
del tema de la niñez y del adolescente o que tratan de la salud,
hacen lo que corresponde a la vivencia concreta de la fe en el mundo.
No es algo opcional. Es compromiso de acuerdo con la fe.[3]
Y agrega otros dos principios:
Así,
en segundo lugar, la persona cristiana deberá ejercer su ciudadanía
en coherencia con el evangelio, de tal forma que su participación en
los destinos de la sociedad civil sea un testimonio del amor de Cristo.
Ser digno del evangelio implica asumir posturas éticas de respeto
al otro, de la verdad y de la humildad. La persona cristiana sabrá oír
y contribuir, estará siempre lista a arremangarse y ensuciar sus
pies en el barro de las luchas históricas, aunque esto pueda significar,
en algunos casos, pérdida de prestigio, ataque al honor personal, o
en casos límite, amenaza a la vida (persecución y muerte). Tal ejercicio
de la ciudadanía no es algo apenas individual, como si quedara al
criterio de cada uno lo qué hacer; es ante todo un esfuerzo comunitario.
En este sentido es que la comunidad está calificada y busca permanentemente
calificarse para participar, de forma organizada, de la gestión y
de la transformación de la vida en sociedad.
En tercer lugar, tal participación tendrá como
criterio el evangelio de Cristo. Esto quiere decir: a partir del evangelio,
la ciudadanía es un derecho vital que orienta la acción. Y este criterio
está consubstanciado en el mensaje de la libertad cristiana, de la
práctica de la justicia, del amor y del perdón.[4]
Pedro, al parecer, secunda la idea paulina de que los gobiernos proceden
de Dios y (I P 2.13) y de que su labor es “castigar a los malhechores”, aunque
también alabar “a los que hacen bien” (2.14). Y aunque parte del principio de
la extranjería o el peregrinaje del creyente en este mundo (2.11), su
exhortación vale como un llamado a la práctica permanente de la justicia, a fin
de no hacerse acreedores a sanciones por parte de las autoridades “seculares”,
lo cual representaría una “vergüenza” en
el sentido ético, pues de los hijos/as de Dios sólo deben esperarse cosas
buenas. En el Apocalipsis, finalmente, aparece la alternativa crítica y “opositora”
hacia gobiernos injustos y totalitarios, pues la comprensión “moderada” del Estado
como “árbitro social” o “policía” es sustituida por una actitud profundamente
profética que señala y enjuicia a un Estado criminal y anti-cristiano. El
anuncio de que ese modelo estatal caerá (Ap 18) es señal de la evolución del
pensamiento cristiano hacia posturas intransigentes en el terreno político, las
cuales procedían de un claro enfrentamiento ideológico y espiritual con el
Imperio Romano. Esta orientación, que no siempre fue leída así, implica que la
fe puede tener resonancias políticas no necesariamente previstas en la afirmación
de las creencias y que las comunidades pueden verse “orilladas” a una toma de
postura clara en situaciones concretas. Los/as creyentes que refleja el Apocalipsis
lo hicieron así y algunos de ellos pagaron con su vida tal opción, aunque otros
negociaron con el poder, como sucede en ocasiones también.[5]
[1] H. Bietenhard, “Polis, polités…”, L.
Coenen et al., Diccionario teológico del Nuevo Testamento. Vol. III. Salamanca,
Sígueme, 1990, p. 448.
[2] Cf. O. Cullmann, Jesús y los revolucionarios de su tiempo. Culto, sociedad, política. Madrid,
Studium, 1973, pp. 54-56; e Idem, El
Estado en el Nuevo Testamento. Madrid, Taurus, 1966. “El que la actitud de los primeros
cristianos ante el Estado no sea acorde, sino que parece ser contradictoria,
guarda relación con el concepto complejo de [que el Estado es] ‘provisional’.
Hago hincapié: parece ser así. Pensemos, por ejemplo, en Rom 13, 1:
"Sométase toda persona a las autoridades superiores"; y junto a esto,
el Apocalipsis de Juan 13,
1ss, donde el Estado es la bestia que sale del abismo".
[3] R. Zwetsch, “Biblia y ciudadanía. Reflexiones,
sin mayores pretensiones, acerca de un tema candente”, en RIBLA, núm. 32, www.claiweb.org/ribla/ribla32/biblia%20y%20ciudadania.html.
[4] Idem.
[5] Jorge Pixley, “Las persecuciones: El conflicto de algunos cristianos con el Imperio”, en
RIBLA, núm. 7, http://www.claiweb.org/ribla/ribla7/las%20persecuciones.htm.
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