2 de diciembre, 2012
Cuando
Israel era niño, yo lo amé/ y de Egipto llamé a mi hijo./ Pero cuanto más los
llamaba,/ más se apartaban de mí:/ ofrecían sacrificios a los Baales/ y
quemaban ofrendas a los ídolos./ […] Ellos seguirán al Señor/ que rugirá como
un león;/ rugirá y sus hijos vendrán/ temblando desde Occidente.
Oseas 11.1-2, 10, La Palabra, SBU
Afirmar que Dios
nació, nace y sigue naciendo en el mundo puede sonar un tanto exagerado o “metafórico”
en sentido negativo, pero es resultado de una lectura de las promesas que
brotan de la Biblia. Es verdad, porque el afán histórico de Dios por participar
de la vida humana echa por tierra aquella antigua imagen del artesano que
fabrica un reloj, lo pone funcionar y se olvida de él para siempre, que algunos
han utilizado para referirse a Él como un creador que puso a funcionar el
cosmos pero que después no volvió a ocuparse de él. Muy distinto es el enfoque
de las Escrituras, en donde a cada paso se muestra a Dios haciendo el esfuerzo
para que, desde su incomprensible eternidad, se introduzca en los sucesos,
cambie su rumbo cuando es necesario y, sobre todo, convenza a los seres humanos
para actuar de otra manera. La mirada muy rígida sobre los textos más bien
limita y hace escasa la muy amplia empatía con que Dios se relaciona con los
sucesos humanos, al grado de que, como bien sugiere San Pablo en Gálatas 4.4,
Dios llegó al mundo para quedarse y, para ello, tuvo que nacer en su seno en la
persona de Jesús de Nazaret para vivenciarlo y
comprenderlo mejor.
Algunas de las profecías o referencias antiguas acerca de la venida del
Hijo de Dios al mundo para experimentarlo en plenitud fueron citadas de manera
fragmentaria por los Evangelios para reforzar la fe de quienes buscaron los
antecedentes de semejante acción del Dios eterno, del Yahvé que progresivamente
se reveló en la historia de un pueblo con el propósito de alcanzar a todas las
naciones de la Tierra. Es el caso de Oseas 11.1, referido por Mateo (2.15), en
donde la mención de las palabras del profeta del siglo VIII a.C. ayudan a
entender por qué Jesús, desde su más tierna edad tuvo que ir a Egipto para
recorrer el camino histórico de su pueblo. Quizá lo más importante de estas
observaciones sea decir que la cita breve “arrastra” o intenta traerse consigo
el contexto o el ambiente del que procede. Veamos qué sugerencias adicionales
nos trae Oseas 11 a la hora de meditar en esta extraordinaria afirmación de Adviento:
Dios nació, nace y nacerá siempre en el mundo por voluntad propia.
Milton Schwantes dice que Oseas 11 es una “meditación poética situada”,
es decir, que con bellas palabras se reconstruye una situación en medio de la cual
Dios quiere hablar y recapitular la relación que ha tenido con ese “niño”,
Israel, que ha vivido tiempos difíciles; 500 años que llegaban a un fin dramático
y catastrófico, una experiencia acumulada durante siglos:
Con
Oseas 11 estamos alrededor del 725 a. C. en Israel (en el norte). La invasión
asiria ya cobró sus víctimas. En el 732, parte del pueblo del norte, de Israel,
fue deportada. Algunos territorios habían sido convertidos en provincias
asirias. Y los reyes de Israel continuaban portándose como antes,
oprimiendo a su propio pueblo, derramando sangre sobre sangre, en el lenguaje
de Os. 4.2. Y, además de maltratar a sus súbditos campesinos, fomentaban
prácticas religiosas alienantes. La idolatría y la injusticia andaban de la
mano, bajo la conducta de los reyes. Estos reyes nacionales de Israel y la
avalancha invasora de los asirios, echaban al pueblo por tierra, destrozaban la
vida. Una historia de prácticamente 500 años era cegada. Era aplastada por las
botas asirias y por la corrupción de los reyes israelitas. […]
No obstante, cuando asomaron los asirios, este imperio
avasallador, ya no hubo como resistir. Eran tan totales, que masacraban
totalmente. Eran cual “tempestades en el desierto”. “Recordaban un huracán” (Is
5.28). Y los reyes nacionales, esos imbéciles, todavía contribuían, con
sus tontas políticas, a aumentar la ira de tal huracán. Era el fin. El pueblo
era dispersado entre otros pueblos, desparramado por Egipto y Asiria (Os 11.5).
La espada “devastaba” (11.6) o, diciéndolo en los términos usados por el propio
profeta, “danzaba matando” en las ciudades y por todas partes.[1]
En un momento de juicio y tragedia, el profeta va en busca de lo nuevo,
queriendo atisbar la novedad, el advenimiento de algo sustancialmente
diferente, un Adviento de esperanza en medio de crisis cada vez mayores, en
donde es necesario hablar, y hablar fuerte para cambiar las mentalidades, la fe
y la acción. Y Oseas lo hace, retomando como pocos el evento del Éxodo:
La
denuncia es la de que “se alejaban de mí” (11.2). Sí, “se negaron a
convertirse” (v. 5). Al encaminarse por tales extravíos, se fueron a los Baales
y a los ídolos. Esta denuncia de la idolatría, en nada es disminuida. A lo
nuevo no se llega, pues, sin enfrentarse con la falsedad y los engaños
patrocinados por quien no respeta al pueblo.
Y la amenaza es dura. Y hasta despiadada. Llega a ser
irónica, sarcástica: “La espada danzará/destruirá en sus ciudades” (v. 6). Quien
no fuese víctima de la muerte, lo será del destierro. Tendrá que vivir en
Egipto y en Asiria, esas sedes de la esclavitud, esas “casas de esclavos”. Peor
aún: Efraim e Israel se parecerán a Admá y a Seboyim (a Sodoma y Gomorra). Por
lo tanto: ningún retroceso. La amenaza a los poderosos vale, de hecho. La
profecía no retrocede. Quien sacrifica a los Baales, ¡está cavando su fosa!
No se trata, pues, de desmentir o de retroceder, sino
de avanzar, de partir hacia nuevos comienzos. […]
Oseas es uno de aquéllos en quien viven las memorias
del éxodo. Se sabe en la sucesión de Moisés, el profeta que hace subir a los
hebreos de la casa de servidumbre (12.14). Promueve la memoria de los
mandamientos que constituyen espacios de liberación (4.2). Oseas es uno de los
más típicos teólogos del éxodo, de la liberación.
La figura del “niño” es la imagen de la renovación, del cambio
anunciado, de la esperanza:
En
rigor, el éxodo, aquél de los tiempos de Moisés, no se acostumbraba interpretar
con categorías como “niño”, “hijo”. Se hablaba más bien de “hebreos” e
“Israel”. Son éstos los envueltos en la liberación. Pero, “niños”, “hijas”...
Es la intuición profética de Oseas la que crea este tipo de abordaje del éxodo.
También se refiere a “niñas” e “hijos” en otros capítulos. Recuerdo 2.1, donde
se habla del nuevo Israel en las categorías de los “hijos del Dios Vivo”.
Además, también ahí en esa expresión el término “hijo” es relacionado con Dios,
como en nuestro capítulo: “mi hijo”, esto es, “hijo de Dios” (11.1).
Actualmente, estamos habituados a hablar en estos
términos. No obstante, en los tiempos de Oseas era algo nuevo designar a Israel
como “hijos de Dios”. Por lo que se ve, Oseas va creando en su poesía.
Va releyendo el éxodo como liberación del Israel-niño. Y con eso da un paso
decisivo. Pues, todo lo que sigue, en cierto modo deriva de este primer paso
innovador, el de haber aplicado a Israel las categorías del “niño”, de la
“hija”.
Hecho este comienzo, se abren nuevos paisajes.
Porque Adviento significa eso: anticipar, preparar, anunciar la venida
de quien viene a hacer nuevas todas las cosas. Estos profetas fueron profetas
del adviento, del anuncio de la visita de Dios para quedarse en el mundo, “la
inminencia de esa presencia”, tal como la experimentó Juan, el llamado Bautista:
Puesto
que esta venida de Cristo es una venida continua —es el que viene siempre al
mundo y a la Iglesia— hay un continuo “adviento” de Cristo, y este adviento lo
ha llevado a plenitud Juan Bautista. La gracia de Juan Bautista es ser el que
prepara lo que es inminente. Su carácter particular es el de estar ahí para
esta última preparación que precede a las grandes eclosiones espirituales, las
grandes eclosiones misioneras, los grandes despertares misioneros, y esta
gracia que proviene de él es una gracia presente. Él es el que apresura esta
venida de Cristo haciendo resonar esta llamada tan fuerte a la penitencia, a la
conversión, de manera que Cristo pueda venir.[2]
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