viernes, 28 de diciembre de 2012

Dios nos conduce hacia su eternidad, L. Cervantes-O.


31 de diciembre, 2012

Yo he visto el trabajo que Dios ha dado a los hijos de los hombres para que se ocupen en él. Todo lo hizo hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin.
Eclesiastés 3.4-35, RVR 1960

Cada vez que cerramos un ciclo vital y abrimos otro surge la posibilidad de la renovación y el avance. Según la Biblia, la existencia humana no es un círculo sino una línea continua que se dirige hacia un propósito final, el cual, guiado por el propio Dios conduce hacia una consumación plena en donde Él nos está esperando siempre. El tránsito temporal por el que atravesamos es siempre una oportunidad para que, desde la perspectiva de la fe, reorientemos el rumbo de lo que hacemos y pensamos. El Eclesiastés, como parte de una reflexión sobre el tiempo, sugiere, con una bella y profunda frase, la manera en que los seres humanos podemos asumir el paso del tiempo en la conciencia y la posibilidad de asomarnos a la eternidad. Puesto que si Dios ha encomendado un trabajo para cada persona, también colocó en ellas un atisbo de esa eternidad, a la cual nos llama y nos atrae, aunque no podamos comprenderla: “Yo he visto el trabajo que Dios ha dado a los hijos de los hombres para que se ocupen en él. Todo lo hizo hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin” (3.10-11). Así lo expresa la traducción La Palabra: “…todo lo hizo hermoso y a su tiempo, e incluso les hizo reflexionar sobre el sentido del tiempo”. Dios habla hoy: “puso además en la mente humana la idea de lo infinito (olam)”.
El texto contrasta muy bien a los dos sujetos: el del tiempo, el ser humano acompañado por Dios, y en la eternidad, obviamente Dios, el creador, adonde eventualmente incorporará a la humanidad. La reflexión sapiencial muestra cómo el tiempo humano está siempre acompañado de la eternidad divina que lo acecha, pues si el creador puso esa conciencia de la trascendencia, eso mismo capacita al ser humano para “conectarse” con ella según el designio divino. “Dios es, en su eternidad, contemporáneo de todo tiempo”.[1] El escepticismo dominante en el libro (“todo es vanidad”) no deja de aceptar que ese designio deberá imponerse sobre todas las cosas. Parte de esa voluntad del creador consiste en que, a partir de esa conciencia de lo infinito, el aprovechamiento del tiempo se realice con esperanza. Jorge Luis Rodríguez imagina este diálogo con el autor del Eclesiastés, con base en sus textos:

—Qohélet, ¿cuál es la esperanza en la que esperas?
—Mi esperanza es seguir vivo, vivir, no morir, dejar de tener miedo de Dios y de los invasores, sentir nuevamente que Dios está próximo y que no es indiferente a los males que afligen nuestra tierra. Espero continuar teniendo los momentos de felicidad que puedo obtener de esta vida. Espero apartar las tristezas de mi corazón, volver a acordarme de mi creador y sentir el deleite del sol en mis ojos y que la luz es dulce. Mi esperanza es vivir muchos años, tener una vejez tranquila —cuando se cierren las puertas que dan hacia la calle y se rompa el hilo de plata— y que en el momento de la muerte mi último suspiro se vuelva hacia Dios.[2]

Ciertamente, como dice Borges en un poema, “no estamos acostumbrados a la eternidad”,[3] pero el aprendizaje y la conexión con ella implica tener una adecuada relación con Dios. Qohélet, hombre conservador pero sumamente observador de la vida, afirma que el ser humano “ha recibido de Dios en su inteligencia y conciencia (“corazón”), la idea de una armonía, de una compatibilidad”.[4] El concepto de eternidad, olam, “es el tiempo supremo de Dios, que engloba y supera al de los ‘tiempos’ experimentables. […] Historia, eternidad, cosmos y creación se entrecruzan en este versículo”.[5] Pero esa conciencia parece estar adormecida o, incluso, estar dominada por los sucesos cotidianos, “distraída” por los sucesos transitorios, materiales. Pero el Eclesiastés se mueve en terreno más firme: una mirada radical sobre la realidad es capaz de recuperar la profundidad y la claridad sobre las intenciones divinas. Él lo logró a partir de cuestionar los resultados últimos de la piedad y encontró que muchas cosas no funcionan como deberían y que la lógica religiosa inflexible no siempre tiene razón.
Con las alegrías dispersas no se alcanza la felicidad total en un mundo tan impredecible y el acceso a la eternidad no está bloqueado, porque la eternidad. Eclesiastés está consciente de que todo procede de Dios y de que eso va más allá de la “teoría de la retribución”. Cada vez que el ser humano acude a esa noción de eternidad que posee de origen se encuentra en el umbral de lo sagrado y puede percibir los tiempos vividos desde el prisma de la eternidad. Dios conduce a sus hijos/as hacia la eternidad por caminos propios, impredecibles e inexpugnables, pero la certeza de que lo hace produce también seguridad ante los tiempos nuevos, ante las puertas abiertas o cerradas que se presentan permanentemente. Ya la comparación entre la eternidad divina y el tiempo humano causa un fuerte impacto: “Tus años duran por generaciones;/ tú antaño fundaste la tierra,/ y el cielo es obra de tus manos./ Ellos perecen y tú perduras,/ se desgastan todos como la tela;/ tú como a un traje los cambias/ y ellos se desvanecen./ Pero tú eres el mismo/ y no se acaban tus años” (Sal 102.25b-28). Dios nos atrae hacia sí y ya ha comenzado a incorporarnos a su eternidad en la persona de su Hijo. Estamos en sus manos eternas, vivamos en consecuencia.




[1] Wolfhart Pannenberg, Teología sistemática. Vol. I. Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 1992, p. 422.
[2] J.L. Rodríguez Gutiérrez, “‘Mientras hay vida hay esperanza’. Las pequeñas y firmes esperanzas diarias en Qohélet”, en RIBLA, núm. 39, http://claiweb.org/ribla/ribla39/mientras%20hay%20vida%20hay%20esperanza.html.
[3] J.L. Borges, “The cloisters”, en La cifra (1981): “Siento un poco de vértigo./ No estoy acostumbrado a la eternidad”.
[4] Gianfranco Ravasi, Qohélet. Bogotá, San Pablo, 1999, p. 106.
[5] Ibid., p. 107.

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