31 de diciembre, 2012
Yo
he visto el trabajo que Dios ha dado a los hijos de los hombres para que se
ocupen en él. Todo
lo hizo hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin
que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio
hasta el fin.
Eclesiastés 3.4-35, RVR 1960
Cada vez que
cerramos un ciclo vital y abrimos otro surge la posibilidad de la renovación y
el avance. Según la Biblia, la existencia humana no es un círculo sino una
línea continua que se dirige hacia un propósito final, el cual, guiado por el
propio Dios conduce hacia una consumación plena en donde Él nos está esperando
siempre. El tránsito temporal por el que atravesamos es siempre una oportunidad
para que, desde la perspectiva de la fe, reorientemos el rumbo de lo que
hacemos y pensamos. El Eclesiastés, como parte de una reflexión sobre el
tiempo, sugiere, con una bella y profunda frase, la manera en que los seres
humanos podemos asumir el paso del tiempo en la conciencia y la posibilidad de
asomarnos a la eternidad. Puesto que si Dios ha encomendado un trabajo para
cada persona, también colocó en ellas un atisbo de esa eternidad, a la cual nos
llama y nos atrae, aunque no podamos comprenderla: “Yo he visto el trabajo que
Dios ha dado a los hijos de los hombres para que se ocupen en él. Todo lo hizo
hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que
alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta
el fin” (3.10-11). Así lo expresa la traducción La Palabra: “…todo lo hizo hermoso y a su tiempo, e incluso les
hizo reflexionar sobre el sentido del tiempo”. Dios habla hoy: “puso además en la mente humana la idea de lo
infinito (olam)”.
El
texto contrasta muy bien a los dos sujetos: el del tiempo, el ser humano acompañado
por Dios, y en la eternidad, obviamente Dios, el creador, adonde eventualmente
incorporará a la humanidad. La reflexión sapiencial muestra cómo el tiempo humano
está siempre acompañado de la eternidad divina que lo acecha, pues si el
creador puso esa conciencia de la trascendencia, eso mismo capacita al ser
humano para “conectarse” con ella según el designio divino. “Dios es, en su
eternidad, contemporáneo de todo tiempo”.[1] El escepticismo dominante en el libro (“todo
es vanidad”) no deja de aceptar que ese designio deberá imponerse sobre todas
las cosas. Parte de esa voluntad del creador consiste en que, a partir de esa
conciencia de lo infinito, el aprovechamiento del tiempo se realice con
esperanza. Jorge Luis Rodríguez imagina este diálogo con el autor del Eclesiastés,
con base en sus textos:
—Qohélet,
¿cuál es la esperanza en la que esperas?
—Mi
esperanza es seguir vivo, vivir, no morir, dejar de tener miedo de Dios y de
los invasores, sentir nuevamente que Dios está próximo y que no es indiferente
a los males que afligen nuestra tierra. Espero continuar teniendo los momentos
de felicidad que puedo obtener de esta vida. Espero apartar las tristezas de mi
corazón, volver a acordarme de mi creador y sentir el deleite del sol en mis
ojos y que la luz es dulce. Mi esperanza es vivir muchos años, tener una vejez
tranquila —cuando se cierren las puertas que dan hacia la calle y se rompa el
hilo de plata— y que en el momento de la muerte mi último suspiro se vuelva
hacia Dios.[2]
Ciertamente, como dice Borges en un poema, “no estamos acostumbrados a
la eternidad”,[3] pero el aprendizaje y la conexión con ella implica tener una adecuada
relación con Dios. Qohélet, hombre conservador pero sumamente observador de la
vida, afirma que el ser humano “ha recibido de Dios en su inteligencia y
conciencia (“corazón”), la idea de una armonía, de una compatibilidad”.[4] El concepto de eternidad, olam, “es
el tiempo supremo de Dios, que engloba y supera al de los ‘tiempos’
experimentables. […] Historia, eternidad, cosmos y creación se entrecruzan en
este versículo”.[5] Pero esa conciencia parece estar adormecida o, incluso, estar dominada
por los sucesos cotidianos, “distraída” por los sucesos transitorios,
materiales. Pero el Eclesiastés se mueve en terreno más firme: una mirada
radical sobre la realidad es capaz de recuperar la profundidad y la claridad
sobre las intenciones divinas. Él lo logró a partir de cuestionar los resultados
últimos de la piedad y encontró que muchas cosas no funcionan como deberían y
que la lógica religiosa inflexible no siempre tiene razón.
Con las alegrías dispersas no se alcanza la felicidad total en un mundo
tan impredecible y el acceso a la eternidad no está bloqueado, porque la eternidad.
Eclesiastés está consciente de que todo procede de Dios y de que eso va más
allá de la “teoría de la retribución”. Cada vez que el ser humano acude a esa
noción de eternidad que posee de origen se encuentra en el umbral de lo sagrado
y puede percibir los tiempos vividos desde el prisma de la eternidad. Dios
conduce a sus hijos/as hacia la eternidad por caminos propios, impredecibles e
inexpugnables, pero la certeza de que lo hace produce también seguridad ante
los tiempos nuevos, ante las puertas abiertas o cerradas que se presentan
permanentemente. Ya la comparación entre la eternidad divina y el tiempo humano
causa un fuerte impacto: “Tus años duran por generaciones;/ tú antaño fundaste
la tierra,/ y el cielo es obra de tus manos./ Ellos perecen y tú perduras,/ se
desgastan todos como la tela;/ tú como a un traje los cambias/ y ellos se
desvanecen./ Pero tú eres el mismo/ y no se acaban tus años” (Sal 102.25b-28).
Dios nos atrae hacia sí y ya ha comenzado a incorporarnos a su eternidad en la
persona de su Hijo. Estamos en sus manos eternas, vivamos en consecuencia.
[1] Wolfhart Pannenberg, Teología sistemática. Vol. I. Madrid, Universidad
Pontificia Comillas, 1992, p. 422.
[2]
J.L. Rodríguez Gutiérrez, “‘Mientras hay vida hay esperanza’. Las pequeñas y firmes esperanzas diarias en
Qohélet”, en RIBLA, núm. 39, http://claiweb.org/ribla/ribla39/mientras%20hay%20vida%20hay%20esperanza.html.
[3] J.L. Borges, “The cloisters”,
en La cifra (1981): “Siento un poco
de vértigo./ No estoy acostumbrado a la eternidad”.
[4] Gianfranco Ravasi, Qohélet.
Bogotá, San Pablo, 1999, p. 106.
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