domingo, 16 de diciembre de 2012

Jesús cumplió los sueños proféticos con su venida, L. Cervantes-O.

16 de diciembre, 2012

En cuanto a ti, Belén Efrata,/ tan pequeña entre los clanes de Judá,/ de ti saldrá el caudillo de Israel,/ cuyo origen se remonta a días antiguos,/ a un tiempo inmemorial. […] [El que ha de nacer] se mantendrá firme/ y pastoreará con la fuerza del Señor/ y con la majestad del Señor, su Dios.
Miqueas 5.1, 3, La Palabra, SBU

Jesús de Nazaret perteneció con todo derecho al “gremio” de los profetas pues actuó en estricta consonancia con la pasión contestataria que los caracterizó siempre. La congruencia entre sus palabras y acciones evidenció todo el tiempo su apego a la gran tradición de la religión bíblica que le dio grandes alturas y por la que ha alcanzado un sitio en la historia social, religiosa y política. Articuló magistralmente el celo profético con una clara convicción, propia de la época, de que el Reino de Dios se aproximaba y que era preciso tomar una determinación personal al respecto. La suya fue salir a las calles y ejercer como un “profeta itinerante” dispuesto a crear conciencia entre su pueblo de las exigencias éticas de semejante suceso. Su ruptura con la comodidad y el confort lo llevó a enfrentar abiertamente el statu quo y a poner en crisis la aparente estabilidad que había obtenido el liderazgo religioso de su pueblo a costa de distanciarse de éste y de la voluntad del Dios liberador. Como escribió José Comblin:

Jesús tuvo la conciencia de que era un profeta. Entendió su misión dentro de las categorías de la religión de Israel y se identificó con los profetas. Entre él y los profetas del Antiguo Testamento, aunque hubo diferencias, las semejanzas eran tan grandes que se atribuyó a sí mismo el título de profeta del mismo modo que se lo atribuyó el pueblo. […]
Jesús sabía que había sido enviado por el Padre como profeta. […] Como profeta podía ser reconocido e identificado por su pueblo. Sin esa identificación, el no habría sido nada.[1]

La identificación plena de Jesús con los sueños, ideales y utopías proféticos se aprecia a cada paso en que se radicaliza y exige la conversión del pueblo para vivir en consonancia con los designios de Dios. Su creatividad e impulso fueron más allá del último profeta, anterior a él, Juan bautista, quien siendo también radical, optó por el aislamiento y por una confrontación activa con los poderes. Su intransigencia lo llevó a la muerte violenta, lo mismo que a Jesús, con la diferencia de que éste hizo público su mensaje liberador y reivindicatorio de las masas pobres de lo que quedaba de Israel. En ello también siguió la tradición de sus antecesores:

Jesús estaba en continuidad con los profetas de Israel. No sólo era un profeta semejante a ellos, sino que realizó el modelo, el ejemplo perfecto de profeta. De ese modo, los profetas de la antigua Ley fueron vistos como precursores, como preparación del papel profético de Jesús. En esa condición, inauguró un nuevo modo de ser profeta que pasa a ser modelo desde entonces y que llega hasta hoy. Jesús está en el centro de la historia del profetismo. Ninguno fue igual a él, pero todos se refirieron y se referirán a él como profeta.  (Énfasis agregado.)

Como Miqueas, el “profeta agrario” del siglo VIII a.C., Jesús se identificó completamente con el pueblo pobre y sufriente. Ése es el motivo de su predicación intensa y comprometida del Reino de Dios que sintonizó directamente con lo anunciado por él, de ahí la cita del cap. 5, usada siempre en el contexto navideño, pero casi siempre desconectada de su ámbito original en el marco de ese proyecto profético y utópico, contemporáneo de Jeremías (26.17-19):

Acordémonos del texto de una visión universal, que dice que las personas “transformarán sus espadas en azadones y sus lanzas en podaderas; una nación no levantará la espada contra otra nación, ni se prepararán más para la guerra” (Mi 4.3). También acostumbramos, usar el texto, en el que se habla del contraste entre una religión de culto sacrificial y una religión de vida ética, de justicia y humildad delante de Dios (6.8). Se habla también de una figura mesiánica, que vendrá de la periferia, de la menor de las aldeas de Judá y, a partir de ahí, reorganizará la vida del pueblo (5.1-5).[2]

La profecía mesiánica se ubica en medio del conflicto entre las ciudades explotadoras y el campo oprimido, algo que seguía ocurriendo en la época de Jesús, cuando los terratenientes eran muy religiosos y ocupaban los puestos principales del gobernó autóctono tolerado y alentado por Roma. La Navidad anunciada por Miqueas, entonces, tiene esta plataforma:

En el trasfon­do es­tá un con­flic­to bá­si­co en­tre cam­po y ciu­dad. Se ve­ri­fi­ca tam­bién un cho­que cul­tu­ral. Desarro­llos cul­tu­ra­les y acul­tu­ra­cio­nes den­tro del mis­mo y pro­pio pue­blo en­tran en cho­que.
Mi­queas anun­cia que la éli­te ur­ba­na, así co­mo la mis­ma ciu­dad jun­to con el tem­plo, ten­drán un fin in­mi­nen­te (cap. 3). Ha­brá co­mo que un “va­cío de po­der”. Y la éli­te cam­pe­si­na la­ti­fun­dista se­rá des­po­ja­da de sus bie­nes y de la po­se­sión de sus par­tes de tie­rra. Es­tas fa­mi­lias se­rán ex­clui­das de la “re­for­ma agra­ria” pro­pues­ta (Mi 2.4-5). Es­ta­mos aquí de­lan­te de “sue­ños re­vo­lu­cio­na­rios”.

Jesús se conectó profundamente con estos sueños proféticos y su nacimiento revivió la esperanza de las masas campesinas de que las cosas cambiarían. La Navidad está profundamente arraigada en las utopías campesinas. Celebrarla es compartir esos mismos sueños y esperanzas:

El tex­to tie­ne ai­res me­siá­ni­cos. Mi­queas pre­vé un nue­vo go­ber­nan­te. Es­te sal­drá de la al­dea más in­sig­ni­fi­can­te de Ju­dá, de don­de na­die se­ría re­clu­ta­do pa­ra par­ti­ci­par del po­der del Es­ta­do. Y don­de pro­ba­ble­men­te tam­bién na­die es­ta­ría co­rrom­pi­do por el ba­ci­lo del po­der. Mi­queas pre­vé el re­sur­gi­mien­to de un go­ber­nan­te co­mo David. En eso él se re­ve­la co­mo adep­to del li­na­je da­ví­di­co, tal vez has­ta mo­nar­quis­ta co­mo Isaías (Is 11.1-9), sin em­bar­go, con una pers­pec­ti­va de un “da­vi­dis­mo cam­pe­si­no”. Des­pués de la rui­na, la reor­ga­ni­za­ción ten­drá nue­va ca­li­dad en las re­la­cio­nes de po­der.



[1] J. Comblin, A profecía na Igreja. São Paulo, Paulus, 2008, p. 52. Versión de LC-O.
[2] Ha­rol­do Rei­mer, “Rui­na y reor­ga­ni­za­ción. El con­flic­to cam­po - ciu­dad en Mi­queas”, en RIBLA, núm. 26, http://claiweb.org/ribla/ribla26/ruina%20y%20reorganizacion.html.

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