15 de junio, 2014
Mientras estaba con ellos en el mundo,
yo mismo cuidaba con tu poder a los que me confiaste. Los guardé de tal manera,
que ninguno de ellos se ha perdido, fuera del que tenía que perderse en
cumplimiento de la Escritura.
Juan 17.12, La Palabra (Hispanoamérica)
En
la que es uno de los ejemplos mayúsculos de la manera en que Jesús de Nazaret
practicó el arte de la oración, Juan 17, aparece un testimonio sólido e
irrefutable de la base en que se fundamenta la perseverancia de los creyentes:
la fidelidad divina a su proyecto de salvación y el esfuerzo del propio Señor
para salvaguardar permanentemente a quienes se han integrado a ese proyecto en
el horizonte del Reino de Dios. Juan 17, como conclusión del llamado “Libro de
la comunidad” (cap. 13-17) muestra a Jesús dirigiéndose solemnemente al cielo
para clamar por su propia glorificación y porque él mismo glorifique a Dios. El
conocimiento de la vida eterna que ha transmitido en el mundo es ya una
realidad plenamente reconocible y es el camino de salvación (vv. 1-3). El
esfuerzo hecho por él, la obra en sí de la manifestación del amor de Dios
encarnado, ha tenido fruto (v. 4) y ahora Jesús espera y solicita la honra de
esa gloria que compartió con Dios “antes de que el mundo existiera” (v. 5). Jesús
ha dado a conocer al Padre a la nueva comunidad, “a quienes me confiaste
sacándolos del mundo” (v. 6a). Ya eran propiedad de Dios (v. 6b,
¿predestinación?) y ahora “han obedecido tu mensaje” y “comprendido que todo lo
que me confiaste es tuyo” (v. 7b). Al haber entregado la enseñanza recibida los
integrantes de la comunidad tienen “absoluta certeza” de que Jesús ha venido de
Dios y de que Él lo ha enviado (v. 8).
La caracterización de los seguidores de Jesús
es admirable: “El Padre ha entregado a Jesús el grupo de los que responden a la
llamada de la vida, en el presente y en el futuro (6.37-40; 17.6-8, 20). Son
aquellos para quienes la vida es luz (1.4) y que se dejan iluminar por ella
(1.9); los que escuchan y aprenden del Padre (6.45) y ansían alcanzar la
plenitud contenida en el proyecto divino (1.1c). Jesús ha de cumplir su anhelo
dándoles la victoria definitiva”.[1]
La oración adquiere, a partir del v. 9, un tono
entrañable, luego del énfasis “informativo” que resume todo lo hecho por el
Señor hasta ese momento. Las palabras medidas, frase por frase, manifiestan la
preocupación y la inmensa responsabilidad de Jesús, asumida por la comunidad
del discípulo amado para atender el cuidado espiritual de cada integrante y su
presencia en el mundo. Al llegar la manifestación plena de la gloria del Señor,
él ha cumplido su misión y está a punto de transferirla a los discípulos: “Yo
te ruego por ellos. No te ruego por los del mundo, sino por los que tú me
confiaste, ya que son tuyos” (v. 9). “Al asumir esa postura de discípulo de
Cristo, la persona, inserta en el mundo, no vive más según los criterios de ese
mundo sino según el espíritu de ese nuevo mundo surgido de un nuevo proyecto,
cuya gloria ya se reveló en Jesús de Nazareth. Es exclusivamente por esos discípulos
que Jesús ora (Jn. 17.9), pues sabe muy bien cuánto deberán de enfrentar y
sufrir para permanecer firmes y producir los frutos esperados por el Padre”.[2]
Ellos/as serán ya portadores de la gloria de
Jesús en el mundo: “Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío, y en ellos
resplandece mi gloria” (v. 10). Y al estar en el mundo requerirán de la
protección irrestricta del Padre para vivir en unidad, como ellos en la
economía divina, al interior de la Trinidad (v. 11). El discipulado pre-pascual
fue intenso y seguro por la conducción personal del Señor: “Mientras estaba con
ellos en el mundo, yo mismo cuidaba con tu poder a los que me confiaste” (v. 12a).
Al estar físicamente con ellos, su cuidado fui directo, personal, nadie se
perdería, excepto el que tenía que perderse según las Escrituras (v. 12b).
Mientras él regresa a la compañía del Padre (como parte de una “cristología
alta”, manejada todo el tiempo), la presencia de Jesús al afirmar todo esto
tiene como fin que ellos compartan su alegría (v. 13).
La perseverancia de los discípulos se probará
en medio de la historia, las crisis y los conflictos. Jesús garantizará que
estará a su lado en la figura del Espíritu y aunque enfrenten el odio del mundo
(v. 14) perseverarán porque no pertenecen al mundo, como tampoco él perteneció al
mundo (v. 16). No deberán salir del mundo (17a) sino que ahí es donde mostrarán
que la perseverancia no es obra de sí mismos, y al consagrarse a Dios por medio
de la verdad (v. 17) el envío de que son objeto (18) los hará vencer y estar
unidos para mostrar la efectividad y autenticidad del mensaje y obra de su
Señor. Quienes vendrán detrás (20) también reciben la promesa de la
perseverancia garantizada por la presencia del verbo, nuevamente, al lado del
Padre. La unidad Padre-Hijo garantiza la unidad de la Iglesia (21) y si
ellos/as logran vivir unidos históricamente en el mundo, mediante un gran
esfuerzo comunitario, el mundo podrá creer en el Evangelio (21). Unidad, misión
y perseverancia forman un gran conjunto de fe para los ojos del mundo. “Puede
decirse que si el Prólogo formula la realización del proyecto divino en Jesús,
por la comunicación de la gloria-amor leal, en esta oración expone Jesús la
fundación de la comunidad por la comunicación de la misma gloria. El proyecto
divino, realizado en Jesús, ha de ser realizado en los suyos”.[3]
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