sábado, 30 de julio de 2016

La fidelidad y el testimonio se prueban en la historia, L. Cervantes-O.

31 de julio, 2016

Y se cumplió lo que dice la Escritura: Abraham se fio de Dios y se le apuntó en su haber y se le llamó amigo de Dios. Veis que el hombre hace méritos con las obras y no sólo con la fe.
Santiago 2.23-24, Biblia de Nuestro Pueblo

El supuesto conflicto entre la fe y las obras
La clásica discusión sobre la fe y las obras iniciada por el apóstol Santiago en el siglo primero y que se avivó durante las reformas del siglo XVI, y que permitió clarificar el papel de una y otras en el orden de salvación, bien puede servir para acercarse al tema de la necesidad de que la fidelidad y el testimonio se prueban en la historia, es decir, en medio de los avatares de la realidad contradictoria y compleja. Ciertamente, el enorme dilema planteado por la forma en que la epístola afirma la justificación por las obras a contracorriente de lo expresado por el apóstol Pablo en otros lugares del Nuevo Testamento obliga, no a tomar partido por una u otra postura, sino a aceptar las dos de manera dialéctica, precisamente como parte del desafío que las propias Escrituras ofrecen a los creyentes para situarse ante ellas. Lutero mismo no pudo comprender cómo es que la Biblia afirmaba ambas cosas y calificó esta carta como “epístola de paja”, puesto que, para él, no enseñaba a Cristo (“Evangelio quiere decir nada más que un anuncio y grito de la gracia y misericordia de Dios, merecida y ganada por el Señor Jesucristo con su muerte”.[1]). Sus palabras son difíciles de asimilar incluso en nuestra época: “Aquí en Wittenberg vamos a arrojar de la Biblia esa carta de Santiago, pues no habla nada de Cristo, ni siquiera una sílaba en el comienzo o en el preludio. Parece que contradice a Pablo y no habla rectamente del evangelio ni de la ley”.[2] Otorgó primacía absoluta a la carta a los Romanos, en el contexto que le tocó vivir, dominado por la afirmación católico-romana del primado de las obras, y eso lo llevó a semejante determinación.

En lo que sí estaría de acuerdo Lutero fue en la necesidad de hacer presente en el mundo, históricamente, los frutos de la fe, es decir, las obras como muestra de la acción salvífica de Dios en la vida de cada ser humano redimido. La teología de la Reforma profundizaría en ese problema y llegaría a conclusiones más incluyentes, que permitieron no necesariamente armonizar a ultranza ambas afirmaciones sino colocarlas en su justa dimensión dentro del proyecto divino de salvación. Calvino y su tradición tomaron muy en serio la manera en que la carta expone la situación. De ella y del resto del Nuevo Testamento extrajeron, simultáneamente, la obligación cristiana de dar un ben testimonio en la historia, y que ese testimonio sea fiel en el mundo, es decir, que las obras fruto de la fe permitan superar la falsa oposición entre ellas. De la fe reformada surgiría un nuevo trato con la fe, a diferencia de la doctrina católico-romana, como instrumento único Y con las obras, ya no como recurso para la salvación, pues más bien representan el fruto de la misma. De hecho, hubo una inversión de valores, tal como señala el reformador francés, pues lo que se espera de los creyentes, precisamente, es que caminen en las buenas obras preparadas para ellos de antemano (Efesios 2.10):

Movidas por la gracia, nuestras obras no son en modo alguno meritorias. […] Sin embargo, el Señor llama a las buenas obras que nos lleva a hacer “nuestras”; y no solamente declara que le son agradables, sino que además las remunerará. […] Así que las buenas obras agradan a Dios, que se alegra de ellas, y no son inútiles a los que las hacen; antes bien, reciben muy grandes beneficios del Señor como salario y recompensa; no porque ellas merezcan esto, sino porque el Señor, movido por su liberalidad, les atribuye y señala ese precio. (IRC, III, 15, 3).[3]

Las obras, verificación histórica de la fe cristiana
La pregunta que hace el apóstol resuena aún en nuestros oídos con la misma intensidad con que fue pronunciada originalmente: “¿De qué le sirve a uno alegar que tiene fe si no tiene obras? ¿Podrá salvarlo la fe?” (2.14) pues exige como respuesta una “verificación histórica” inapelable ante el ejemplo inmediato que propone: la necesidad humana como exigencia de carácter absoluto (2.15-17). El alegato continúa al poner en la balanza ambas realidades y acceder a una conclusión determinante: “…la fe que no va acompañada de obras, está muerta del todo” (17), esto es, que la fe alcanza su eficacia histórica al producir obras efectivas, resultados tangibles. La contrarréplica hipotética que sugiere no hace sino evidenciar el falso problema: “Uno dirá: tú tienes fe, yo tengo obras: muéstrame tu fe sin obras, y yo te mostraré por las obras mi fe” (18). Porque tener fe, creer, no es la dificultad, dado que hasta los demonios son “buenos creyentes” (19). La verdadera dificultad es extraer obras históricas palpables de una fe “bien puesta”. De ahí que el apóstol insista en que es una necedad afirmar el primado de la fe y convertirla, paradójicamente, en una obra estéril (20). Por ello es que la fe reformada, surgida en el siglo XVI y consolidada en los siglos siguientes con todos sus problemas dogmáticos, marcó muy bien la distancia espiritual que deben establecer los creyentes al momento de situarse ante ellas.

El par de ejemplos históricos de Santiago es abrumador: en medio de sus circunstancias tan específicas, Abraham, por un lado, y Rahab, por el otro, en diferentes momentos de la historia de salvación, produjeron obras como resultado de la fe. El primero, en un ejercicio de obediencia absoluta, sin extrañarse por la orden de sacrificar a su hijo (práctica que debía superarse en la nueva fe a la que fue llamado, v. 21). El análisis teológico inmediato no debería dejar lugar a dudas: “…la fe operaba con las obras, y por las obras la fe llegó a su perfección” (22). Al fiarse de Dios alcanzó a la amistad suya (23). La conclusión no suena muy “protestante” que digamos, pero tampoco ése es un problema (“…el hombre hace méritos con las obras y no sólo con la fe”, v. 24) porque la percepción divina va más allá de las contradicciones ideológicas humanas.

Giacomo Cassese lo explica bien: “La fe y la práctica de vida no existen independientes de la palabra, y la fe y la acción no existen sino entrelazadas. […] Santiago acaba con el dualismo y con la espiritualización que pueda paralizar a la fe. La fe no puede separarse de la esfera de las cosas concretas, ni puede emerger ajena a la actividad del Espíritu Santo”.[4] Rahab, por su parte, también “hizo méritos con las obras” (25) al actuar de forma inopinada y romper con la tradición para encontrarse cara a cara con el Dios vivo y verdadero. El aforismo final zanja la discusión y afirma que la fe sin resultados históricos no existe: “Como el cuerpo sin el aliento está muerto, así está muerta la fe sin obras” (26).



[1] M. Lutero, WA, 12, 259, 5, cit. por Olegario González de Cardedal, La entraña del cristianismo. 3ª ed. Salamanca, Secretariado Trinitario, 2001, nota 118, p. 241.
[2] M. Lutero, Discursos de sobremesa, cit. por Ídem.
[3] Juan A. Ortega y Medina profundiza en este tema en Reforma y modernidad. México, UNAM/IIH, 1999, pp. 93-94, 103-106.
[4] G. Cassese, Epístolas universales. Minneapolis, Augsburg-Fortress, 2007, pp. 20-21.

No hay comentarios:

Apocalipsis 1.9, L. Cervantes-O.

29 de agosto, 2021   Yo, Juan, soy su hermano en Cristo, pues ustedes y yo confiamos en él. Y por confiar en él, pertenezco al reino de Di...