31 de julio, 2016
Y se
cumplió lo que dice la Escritura: Abraham se fio de Dios y se le apuntó en su
haber y se le llamó amigo de Dios. Veis que el hombre hace méritos con las
obras y no sólo con la fe.
Santiago 2.23-24, Biblia
de Nuestro Pueblo
El supuesto conflicto
entre la fe y las obras
La clásica discusión sobre la fe y las obras iniciada por
el apóstol Santiago en el siglo primero y que se avivó durante las reformas del
siglo XVI, y que permitió clarificar el papel de una y otras en el orden de
salvación, bien puede servir para acercarse al tema de la necesidad de que la
fidelidad y el testimonio se prueban en la historia, es decir, en medio de los
avatares de la realidad contradictoria y compleja. Ciertamente, el enorme
dilema planteado por la forma en que la epístola afirma la justificación por
las obras a contracorriente de lo expresado por el apóstol Pablo en otros
lugares del Nuevo Testamento obliga, no a tomar partido por una u otra postura,
sino a aceptar las dos de manera dialéctica,
precisamente como parte del desafío que las propias Escrituras ofrecen a
los creyentes para situarse ante ellas. Lutero mismo no pudo comprender cómo es
que la Biblia afirmaba ambas cosas y calificó esta carta como “epístola de
paja”, puesto que, para él, no enseñaba a Cristo (“Evangelio quiere decir nada
más que un anuncio y grito de la gracia y misericordia de Dios, merecida y
ganada por el Señor Jesucristo con su muerte”.[1]).
Sus palabras son difíciles de asimilar incluso en nuestra época: “Aquí en
Wittenberg vamos a arrojar de la Biblia esa carta de Santiago, pues no habla
nada de Cristo, ni siquiera una sílaba en el comienzo o en el preludio. Parece
que contradice a Pablo y no habla rectamente del evangelio ni de la ley”.[2] Otorgó primacía absoluta a la carta a los
Romanos, en el contexto que le tocó vivir, dominado por la afirmación
católico-romana del primado de las obras, y eso lo llevó a semejante
determinación.
En lo que sí estaría de acuerdo Lutero fue en
la necesidad de hacer presente en el mundo, históricamente, los frutos de la
fe, es decir, las obras como muestra de la acción salvífica de Dios en la vida
de cada ser humano redimido. La teología de la Reforma profundizaría en ese
problema y llegaría a conclusiones más incluyentes, que permitieron no
necesariamente armonizar a ultranza ambas afirmaciones sino colocarlas en su
justa dimensión dentro del proyecto divino de salvación. Calvino y su tradición
tomaron muy en serio la manera en que la carta expone la situación. De ella y
del resto del Nuevo Testamento extrajeron, simultáneamente, la obligación
cristiana de dar un ben testimonio en la historia, y que ese testimonio sea
fiel en el mundo, es decir, que las obras fruto de la fe permitan superar la
falsa oposición entre ellas. De la fe reformada surgiría un nuevo trato con la
fe, a diferencia de la doctrina católico-romana, como instrumento único Y con
las obras, ya no como recurso para la salvación, pues más bien representan el
fruto de la misma. De hecho, hubo una inversión de valores, tal como señala el
reformador francés, pues lo que se espera de los creyentes, precisamente, es que
caminen en las buenas obras preparadas para ellos de antemano (Efesios 2.10):
Movidas por la gracia, nuestras obras no son
en modo alguno meritorias. […] Sin embargo, el Señor llama a las buenas obras
que nos lleva a hacer “nuestras”; y no solamente declara que le son agradables,
sino que además las remunerará. […] Así que las buenas obras agradan a Dios,
que se alegra de ellas, y no son inútiles a los que las hacen; antes bien,
reciben muy grandes beneficios del Señor como salario y recompensa; no porque
ellas merezcan esto, sino porque el Señor, movido por su liberalidad, les
atribuye y señala ese precio. (IRC, III, 15, 3).[3]
Las obras, verificación histórica de la fe
cristiana
La
pregunta que hace el apóstol resuena aún en nuestros oídos con la misma
intensidad con que fue pronunciada originalmente: “¿De qué le sirve a uno
alegar que tiene fe si no tiene obras? ¿Podrá salvarlo la fe?” (2.14) pues
exige como respuesta una “verificación histórica” inapelable ante el ejemplo
inmediato que propone: la necesidad humana como exigencia de carácter absoluto
(2.15-17). El alegato continúa al poner en la balanza ambas realidades y acceder
a una conclusión determinante: “…la fe que no va acompañada de obras, está
muerta del todo” (17), esto es, que la fe alcanza su eficacia histórica al
producir obras efectivas, resultados tangibles. La contrarréplica hipotética
que sugiere no hace sino evidenciar el falso problema: “Uno dirá: tú tienes fe,
yo tengo obras: muéstrame tu fe sin obras, y yo te mostraré por las obras mi fe”
(18). Porque tener fe, creer, no es la dificultad, dado que hasta los demonios
son “buenos creyentes” (19). La verdadera dificultad es extraer obras
históricas palpables de una fe “bien puesta”. De ahí que el apóstol insista en
que es una necedad afirmar el primado de la fe y convertirla, paradójicamente,
en una obra estéril (20). Por ello es que la fe reformada, surgida en el siglo
XVI y consolidada en los siglos siguientes con todos sus problemas dogmáticos,
marcó muy bien la distancia espiritual que deben establecer los creyentes al
momento de situarse ante ellas.
El par de ejemplos históricos de Santiago es abrumador: en medio
de sus circunstancias tan específicas, Abraham, por un lado, y Rahab, por el
otro, en diferentes momentos de la historia de salvación, produjeron obras como
resultado de la fe. El primero, en un ejercicio de obediencia absoluta, sin
extrañarse por la orden de sacrificar a su hijo (práctica que debía superarse
en la nueva fe a la que fue llamado, v. 21). El análisis teológico inmediato no
debería dejar lugar a dudas: “…la fe operaba con las obras, y por las obras la
fe llegó a su perfección” (22). Al fiarse de Dios alcanzó a la amistad suya (23).
La conclusión no suena muy “protestante” que digamos, pero tampoco ése es un
problema (“…el hombre hace méritos con las obras y no sólo con la fe”, v. 24) porque
la percepción divina va más allá de las contradicciones ideológicas humanas.
Giacomo Cassese lo explica bien: “La fe y la práctica de vida no
existen independientes de la palabra, y la fe y la acción no existen sino entrelazadas.
[…] Santiago acaba con el dualismo y con la espiritualización que pueda paralizar
a la fe. La fe no puede separarse de la esfera de las cosas concretas, ni puede
emerger ajena a la actividad del Espíritu Santo”.[4] Rahab,
por su parte, también “hizo méritos con las obras” (25) al actuar de forma
inopinada y romper con la tradición para encontrarse cara a cara con el Dios
vivo y verdadero. El aforismo final zanja la discusión y afirma que la fe sin
resultados históricos no existe: “Como el cuerpo sin el aliento está muerto,
así está muerta la fe sin obras” (26).
[1] M. Lutero, WA, 12, 259, 5, cit. por Olegario González de Cardedal, La entraña del cristianismo. 3ª ed.
Salamanca, Secretariado Trinitario, 2001, nota 118, p. 241.
[2] M. Lutero, Discursos de sobremesa, cit. por Ídem.
[3] Juan A.
Ortega y Medina profundiza en este tema en Reforma
y modernidad. México, UNAM/IIH, 1999, pp. 93-94, 103-106.
[4] G. Cassese, Epístolas
universales. Minneapolis, Augsburg-Fortress, 2007, pp. 20-21.
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