16 de abril, 2017
Cristo nos envió para que hablemos de parte suya,
y Dios mismo les ruega a ustedes que escuchen nuestro mensaje. Por eso, de
parte de Cristo les pedimos: hagan las paces con Dios.
II Corintios 5.20, Traducción en Lenguaje Actual
Evangelizar es compartir
activamente el amor de Dios
No deberían quedar dudas acerca de la estrecha relación entre la
evangelización y el acto de compartir el amor de Dios en el mundo. Ante tanta
violencia, odio e injusticia, la evangelización se sitúa como un conjunto de actos
de proclamación y encarnación del amor divino. Las comunidades cristianas
deberíamos ser “escuelas activas de amor y de justicia” al grado de que deberíamos
ser vistas como auténticos oasis en medio de los desiertos humanos. La Escritura
es muy directa al mostrarnos casos de intervención divina en los que la mediación
humana, siempre imperfecta, complica la aplicación del amor de Dios como alivio
para la situación de maldad e injusticia. Porque la evangelización también
responde a situaciones concretas como un verdadero bálsamo capaz de curar las
dolencias de la humanidad desgarrada: racismo, intolerancia, rechazo,
marginación, odio arraigado, etcétera. Cuando el Evangelio se predica auténticamente
el efecto del mismo sobre las contradicciones de la existencia humana es eficaz
y transformador. Tal como lo plantea la clásica oración atribuida a Francisco
de Asís: “Que allá donde hay odio, yo ponga el amor.
Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón.
Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión.
Que allá donde hay error, yo ponga la verdad.
Que allá donde hay duda, yo ponga la Fe.
Que allá donde desesperación, yo ponga la esperanza.
Que allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz.
Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría”.[1]
Dice un comentarista
acerca de lo sucedido en la historia narrada en el libro de Jonás: “Yavé es tan
justo que llega a perdonar al opresor arrepentido”.[2]
Vaya fórmula tan exacta que resume lo acontecido en ese relato peculiar que se
sale de la “norma profética” por su capacidad de transgredir todos los
estereotipos que podían esperarse: primero, un Dios preocupado por los enemigos
de su pueblo (¡nada menos que la capital del imperio del momento!); segundo, un
promotor del perdón y de la reconciliación con Dios que se niega rotundamente a
realizar su tarea; y tercero, la impredecible y positiva respuesta de
arrepentimiento por parte del pueblo opresor al anuncio del amor de un Dios
supuestamente extranjero y “confinado” en una comunidad sometida. Todos los
ingredientes del libro apuntaban al fracaso del “proyecto evangelizador” hacia
los asirios, visto desde la óptica del nacionalismo recalcitrante de Jonás, al
que hay que sumarle su desobediencia y su mal carácter. Tanto es esto así, que
en el lugar menos esperado y ante una “urgencia evangelizadora” tan crítica
como la que ocasionó el envío del profeta, surge esplendorosamente el humor del
Dios de Israel.
La elección de alguien
como Jonás para evangelizar la capital de Asiria es un ejemplo de un auténtico miscast (selección dudosa) por parte de
Dios: ¿él era la persona más adecuada para llevar a cabo semejante labor?
¿Podría estar a la altura de las circunstancias en términos de comprensión de
los alcances del proyecto divino de perdón y de reconciliación? No cabe duda de
que el personaje antiguo es una metáfora de lo que significa servir a Dios para
anunciar todas estas cosas. No es casualidad que se haya hecho alguna vez la
pregunta (desde América Latina) acerca de si se trataba de un profeta o de un
payaso.[3]
Luego de parecer que bien podríamos ahorrarnos lo narrado en los primeros dos
capítulos, “en condiciones normales” (obediencia, apertura al diferente, amor
por el prójimo, incluso por el opresor: ¡parece que Dios demandaba bastantes cualidades
a su profeta!), el cap. 3 muestra al heraldo de Dios experimentando no
necesariamente el gozo o la alegría por la respuesta de los destinatarios de un
mensaje que, no obstante, sonaba totalmente contradictorio (“¡Dentro de
cuarenta días Dios va a destruir esta ciudad!”, 3.4b). Porque, en ocasiones, así
se evangeliza también hoy en día, con el anuncio del juicio por delante, en vez
de subrayar el amor divino para toda su creación. “Hemos de aprender a mirar al
ser humano no tanto a la luz de su pecado sino a la luz de su sufrimiento” (Dietrich
Bonhoeffer). Es una suerte de anti-evangelización en la práctica misma de la
proclamación. Por ello Dios tuvo que corregir y explicar todo el proceso en el último
capítulo de la historia, con las palabras más simples y llanas que podían
imaginarse, para dar, además, una lección de amor y apertura al profeta: “¿No
crees que yo debo preocuparme y tener compasión por la ciudad de Nínive? En
esta gran ciudad viven ciento veinte mil personas que no saben qué hacer para
salvarse, y hay muchos animales” (4.11). Su discusión con Jonás es de
antología.
El amor de Dios, llamado
permanente a la reconciliación
De manera parecida, el apóstol Pablo en II Corintios 5, avanzó pasos
significativos en el proceso de comprensión de la evangelización como una
promoción del perdón y la reconciliación. “Hacer las paces con Dios” llegó a
estar en el centro de su mensaje, el cual, progresivamente, lo fue comprendiendo
como un factor crucial en la resolución de la enorme problemática humana. Evangelizar
consiste, según explica en el v. 11, en compartir un conocimiento y una
experiencia: “Nosotros sabemos que hay que obedecer y adorar a Dios. Por eso
tratamos de convencer a los demás para que crean en él”. En la relación con la
comunidad de Corinto se estaba desarrollado un intenso “estira y afloja” entre
el fundador de la misma y sus hábitos y tendencias establecidos. De ahí que el apóstol
tenga que llegar a conclusiones igualmente intensas y terminantes: “Si acaso
estamos locos, lo estamos por querer servir a Dios. Y si no lo estamos, es para
el bien de ustedes. El amor de Cristo domina nuestras vidas” (vv. 13-14a). La
reconciliación tenía que comenzar al interior de la comunidad para que, así,
ésta tuviera la capacidad de transmitirla a los demás.
La premisa básica de la
evangelización tiene que ser definitivamente cristológica: “Sabemos que él
murió por todos y que, por lo tanto, todos hemos muerto. Así que, si Cristo
murió por nosotros, ya no debemos vivir más para nosotros mismos, sino para
Cristo, que murió y resucitó para darnos vida” (14b-15). La nueva creación del
famoso v. 17 es el resultado de esa reconciliación, pero también un punto de
partida. La enemistad con Dios (18) se traducía en una serie de animadversiones
y odios hacia los demás, pero ahora la iglesia, los discípulos/as de Jesús han
recibido el encargo, el “ministerio de la reconciliación” (diakonían tes katallagés). ¡Vaya tarea para realizar en medio de
tantos dilemas y contradicciones! A ese ministerio se refería Francisco en su
oración. Allí es donde Pablo sugiere otra definición de evangelización: los
amigos/as de Dios invitación al mundo a reconciliarse, a hacer las paces con
Dios (20). Con base en ello, los integrantes de la iglesia han de hacer el
anuncio vital del amor de Dios.
[1] “Hazme
instrumento de tu paz”, en www.aciprensa.com/Oracion/asis2.htm.
[2] Jacir
de Freitas Faria, “Denuncia, solución y esperanza en los profetas”, en RIBLA, núm. 35-36, 2000, p. 33, www.claiweb.org/images/riblas/pdf/35.pdf.
[3] Enrique
Vijver, Jonás: ¿profeta o payaso? Buenos
Aires, La Aurora, 1988.
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