A 500 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN DE LUTERO
UNA INTERPRETACIÓN DESDE LA DESCOLONIZACIÓN EPISTEMOLÓGICA
Enrique Dussel
La Jornada, 14 de julio de 2017
En 2014 fui invitado a la
Universidad de Heidelberg a una reunión del grupo inicial de profesores universitarios luteranos que
preparaban los festejos del 500 aniversario de la presentación de las 95 tesis
de Lutero en Wittenberg. Había unos 40 profesores alemanes, algunos
norteamericanos y brasileños (ya que en Brasil hay una comunidad importante de
la Iglesia luterana). El argumento que expuse en ese encuentro deseo resumirlo
en esta corta contribución.
Europa, en la así llamada Edad
Media, era una cultura aislada, periférica y subdesarrollada sitiada por el
Imperio otomano, por la civilización islámica que no siendo feudal sino urbana
y mercantil se extendía desde el Atlántico con Marruecos, atravesando los
reinos de Túnez, el sultanato fatimita de El Cairo (y al sur conectando con los
reinos sud-saharianos en África), el califato de Bagdad (en manos del Imperio
otomano), hacia Irán, Afganistán, los mongoles en el norte de la India, los
sultanatos del sudeste asiático en torno a Malaka, y llegando al Pacífico por
la isla de Mindanao en Filipinas. Además, por sus caravanas, unían Bagdad con
Constantinopla en el occidente, al norte con la Kiev eslava, con El Cairo al
sur, con Kabul y la India hacia el oriente, y por los desiertos al norte del
Himalaya llegan hasta la China. Es decir, el mundo arabo-musulmán tenía un
horizonte continental universal desde el Atlántico al Pacífico, y Europa era
una pequeña península provinciana occidental secundaria (desde el siglo VII
hasta fines del siglo XV) con unos 70 millones de habitantes (la mitad de sólo China).
El norte de Europa (germánica,
tierra de Lutero) debía conectarse a las altas civilizaciones del continente
Euroasiático a través del sur, es decir gracias a Italia (con sus grandes
puertos tales como Venecia, Génova, Nápoles, Amalfi, etcétera), cuyas naves
llegaban a las costas occidentales del Mediterráneo y de allí el Medio Oriente,
accediendo a la civilización mercantil por excelencia: el mundo musulmán ya
descrito. Es decir, el norte de Europa feudal debía inevitablemente estar unida
a la Roma italiana para no quedarse aislada del sistema económico, político y
cultural euroasiático. El Mediterráneo (pequeño mar periférico en comparación
con el Índico y el Pacífico, que eran llamados el ‘‘Mar de los árabes’’ y el
‘‘Mar de China’’) era el camino obligado hacia el centro de todo el sistema:
que estaba situado entre la China y la India (la región más desarrollada en
grandes descubrimientos matemáticos, astronómicos, tecnológicos, económicos,
políticos, etcétera). ¡Europa dormía la siesta feudal!
Por el ‘‘descubrimiento del
Atlántico’’ y la ‘‘invasión de América’’ en 1492, efectuada por Europa (por
España al occidente, y Portugal al sur y hacia el oriente), hubo una revolución geopolítica, y el
centro del nuevo sistema-mundo será ahora el Atlántico norte (sólo en este siglo XXI el Pacífico
comienza a recuperar su antigua centralidad). El origen simultáneo de la
Modernidad, del capitalismo, del colonialismo, del eurocentrismo y de muchos
otros fenómenos debe verse con los nuevos ojos de la ‘‘descolonización
epistemológica’’; es decir, desde una total nueva visión del mundo y de la
historia que supere la fetichización de lo explicado desde el eurocentrismo
desapercibido de las ciencias, en especial de las ciencias sociales hoy
vigentes aun en América Latina.
Y bien, la hipótesis que deseamos
proponer consiste en lo siguiente: Martín Lutero (1483-1546) hubiera sido un
heresiarca intra-europeo medieval sin significación mundial, como lo fueron por
ejemplo Jan Hus o Juan Wycliffe, de no haberse situado el nuevo centro
geopolítico en el Atlántico norte. Nunca ningún autor ha propuesto esta
hipótesis debido al unánime y fetichizado eurocentrismo en la interpretación de
la historia mundial (visión que hoy repetimos en América Latina y en todas
nuestras universidades coloniales ‘‘sucursaleramente’’; historia mundial
construida sólo hace dos siglos por los románticos alemanes, y en especial por
Hegel, que pensaba equivocadamente que Europa era el ‘‘fin y el centro de la
historia mundial’’).
En 1517, tres años después que
Bartolomé de las Casas comienza la crítica de la Modernidad al mostrar la
injusticia del sistema económico de la encomienda instaurado por Europa
(España) en el Caribe, y más concretamente en Cuba, es decir, en el naciente
colonialismo del Sur global, Lutero critica a la Iglesia cuya consecuencia fue
la separación del norte de Europa del sur de Europa situada en el Mediterráneo.
¿Cómo hubiera sido posible una tal separación en la Edad Media de una Europa
sitiada por los turco otomanos? Y es que separarse de una Roma localizada
geográficamente junto al Mediterráneo era quedar totalmente aislados del mundo
civilizado. Pero gracias a la apertura al Atlántico, al comienzo del siglo XVI,
ese norte de Europa se conectaba por el Báltico (que antes era el fin del
mundo) al nuevo centro del sistema geopolítico: el Atlántico. Ahora el norte de
Europa podía conectarse al nuevo sistema mundo y separarse del Mediterráneo,
del sur de Europa, de Roma, y esa separación no sólo era posible sino
conveniente. La gran Confederación comercial de la Hansa del Báltico podía
ahora conectarse por el Atlántico con todo el mundo, sitiando al mundo
arabo-musulmán continental desde los Océanos siguiendo la senda de Portugal y
España.
La iglesia cristiana germánica del
norte de Europa podía declarar su autonomía, gracias al Báltico abierto al
Atlántico, de la iglesia cristiana latina del Mediterráneo, que dejaba de ser
el centro de la Europa feudal medieval. Nacía también en el sur mediterráneo
una nueva iglesia (obsérvese lo que digo: nueva) moderna, que tenía como
respaldo la primera cristiandad colonial: la Cristiandad de las Indias
occidentales (Latinoamérica), que con el sur latino mediterráneo de Europa y
Francia constituirán en torno al Concilio de Trento (1545-1563) a la Iglesia
católica, que será también nueva (o al menos no será meramente medieval) como
la Iglesia luterana, y después calvinista, anglicana, evangélica,
presbiteriana, etcétera. Todas serán iglesias modernas, son Cristiandades (es
decir, iglesias articuladas a los estados modernos, y jugando la función al
mismo tiempo de religión y fundamento cultural o ideológico del Estado). El
Kierkegaard (luterano dinamarqués) y Marx (judío bautizado en su niñez como
luterano alemán) se levantaron contra estas Cristiandades protestantes (que
para Kierkegaard invertían, es decir, negaban el cristianismo primitivo, y que
para Marx, en el caso especial del calvinismo principalmente inglés de A.
Smith, fundaban, como lo pensaba Hegel, al Estado con la religión y al
capitalismo con una inversión del Evangelio cristiano primitivo).
Lutero, como puede verse, fue un reformador del cristianismo medieval y
abrió la puerta a un cristianismo moderno. La llamada Contrarreforma (en
especial los jesuitas) fue la otra cara del mismo fenómeno, que estaba
igualmente muy lejos del cristianismo primitivo).
La llamada Teología de la Liberación contemporánea y latinoamericana
(siendo América Latina la única cristiandad colonial) significa un nuevo
movimiento de profunda transformación en la historia del cristianismo, ya que
vuelve al cristianismo primitivo para, en primer lugar, invertir la inversión
de la Cristiandad (que se inicia con Constantino en el siglo IV, cuando de
perseguido y crítico el cristianismo es transformado en el fundamento de la
dominación de los esclavos del Imperio romano o de los siervos del feudalismo
en el Sacro Imperio germánico). Y para, en segundo lugar, invertir la segunda
inversión del cristianismo en el caso de las Cristiandades europeas que se
tornan metropolitanas, modernas, colonialistas (desde finales del siglo XV; es
decir, las cristiandades española, francesa, inglesa, dinamarquesa, etcétera, y
hoy norteamericana; de las iglesias católica, luterana, calvinista, evangélica,
etcétera). Esta crítica surge desde sus colonias, neo-colonias o naciones
explotadas del Sur global.
Lutero cobró entonces significación mundial, y no meramente provinciana
como otros críticos cristianos medievales, por la función que cumplirá el norte
de Europa al conectarse al Atlántico, pudiendo separarse de Roma, y después
producir la Revolución industrial y la Ilustración en el siglo XVIII. ¿Quién
hubiera pensado que el descubrimiento del Atlántico por parte de Europa (en
primer lugar España), y la mera irrupción de Nuestra América en la historia
mundial, fue la condición de posibilidad geopolítica de la importancia global
de Lutero del que en este año 2017 recordamos sus 500 años?
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WIBRANDIS ROSENBLATT
(1504-1564)
100 Personajes
de la Reforma Protestante. México,
CUPSA, 2017.
Nacida en Basilea, fue hija de Hans Säckingen y de Magdalena
Strub. Murió en Basilea. Su padre estuvo al servicio del emperador Maximiliano.
Estuvo casada primero con Ludwig Keller, magister, fallecido en 1526;
con Johannes Ecolampadio en 1528; con Wolfgang Capitón, en 1532; y con Martín
Bucero, en 1542. Con éste emigró a Londres en 1549, y a su muerte en 1551
volvió a Estrasburgo y luego a Basilea (1553), donde murió a causa de la peste.
Se empeñó apasionadamente por la causa de la Reforma y encarnó el ideal
protestante de compañera y ayudante de un pastor. Ayudó continuamente a los
refugiados y a los pobres. Es conocida como “la esposa de la Reforma”.
La contribución de Rosenblatt a la Reforma, al igual que Katharina von
Bora, se ubica en la esfera doméstica. Su papel fue proveer un refugio
tranquilo para un esposo acosado. Estuvo casada con tres reformadores,
arquitectos de la revolución religiosa en Basilea y Estrasburgo. Le dio hijos a
sus cuatro esposos para un total de 11.
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LA MUJER CANANEA: MADRE DE UNA HIJA ENFERMA (I)
Margot Kässmann
Se trata de una escena llena de tensión:
el evangelio de Mateo (15.21ss) cuenta cómo una mujer desconocida,
sin nombre, le pide a Jesús que cure a su hija enferma. Jesús paseaba por la
región de Tiro y ella corrió a su encuentro gritando. A los discípulos les
avergonzaba y le pidieron que atendiera a la mujer. Jesús rechaza a la
desconocida ásperamente: él ha sido enviado solamente a las ovejas descarriadas
de la casa de Israel. Es evidente que no quiere tener nada que ver con una
extranjera. Pero ella se postra ante él y no se retira cuando Jesús,
mostrándose verdaderamente hiriente, le dice: “No está bien quitar el pan a los
hijos para dárselo a los perritos”.
¡Qué rechazo tan duro! De buenas a primeras, no parece
responder en absoluto a la imagen que tenemos de Jesús: un hombre pacífico y
atento. La reacción lógica de una mujer a la que tratan de ese modo sería
romper a llorar. Es presentada como un perro que pide limosna. ¡Una grave
ofensa! ¿De dónde saca fuerzas la mujer cananea para no romper a llorar, para
no retirarse dolida e indignada, y seguir pidiendo, luchando, argumentando?
Pienso que se trata de la preocupación por su hija. Si
hay alguna posibilidad de hacer algo por el propio hijo, no hay nada que una
madre no intente. La mujer cananea no sabe exactamente quién es Jesús. Pero
confía ciegamente en que pueda hacer algo por su hija. Por eso no se rinde,
sino que insiste de nuevo. Recoge la imagen ofensiva que emplea Jesús y
responde: “Es verdad, Señor; pero también los perritos comen las migajas que
caen de la mesa de sus dueños”.
Una respuesta como esa merece respeto. La mujer no pierde
su dignidad. Si Jesús la desacredita, ella admite la ofensa con la cabeza bien
alta y reclama su propio derecho. Quien hoy lee este relato sigue sintiendo el
giro radical en la comunicación entre este hombre y esta mujer. Si al principio
sólo aparece la pedigüeña, la gritona, la extraña arrodillada que ponía
nerviosos a los discípulos, esta respuesta nos da la sensación de que,
reaccionando a esta humillación, la mujer mira ahora a Jesús directamente a los
ojos. Se atreve a dar este paso, porque no está pidiendo nada para ella. Pide
para su hija. Jesús tiene que percibir ese cambio. Le dice: “Mujer, ¡qué fe tan
grande tienes! Que se cumplan tus deseos”, y la hija sanó.
Es
evidente que el mismo Jesús aprendió algo de ese encuentro. Ya hace años
describí a la mujer cananea como “maestra” de Jesús, lo que me supuso algunas
críticas: “Jesús no tenía que aprender”. No obstante, pienso que, puesto que
Jesús era verdadero hombre, es natural que sus horizontes y perspectivas
vitales se renovasen y ampliasen constantemente. A partir de ese momento, Jesús
lo ve claro: no se trata ya sólo de Israel sino de propagar la buena nueva de
Dios para todo el mundo.
Si
pensamos en el papel de la mujer en esta escena, vemos lo siguiente: la madre
de un hijo enfermo acarrea una carga especial. Sufre con el niño, y con tal de
verlo a él sano, a menudo preferiría ser ella quien afrontara los dolores.
Duele mucho ver al propio hijo tan debilitado. Y para cuidar a un hijo enfermo
o impedido, hay que ser especialmente fuerte. Es mucho más agotador que cuidar
de un hijo sano. El sufrimiento penetra hasta lo más profundo del corazón de la
madre…
Una
situación vital así puede aislarte. La paciencia de los demás para con los
enfermos suele agotarse rápidamente. Mientras los otros crecen y prosperan, el
tuyo no se desarrolla, sigue pálido y débil, enfermizo, tal vez sufre constantes
achaques de salud. Eso le da a cualquier madre una punzada en el corazón. Y en
ello hay muchas veces una falta de aceptación, una sublevación contra el hecho
de que el propio hijo no esté sano. La enfermedad, la preocupación, la envidia
y el agotamiento hacen más difíciles y menos imparciales las conversaciones con
otras madres.
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