23 de julio, 2017
De la misma manera, la conducta de ustedes debe
ser como una luz que ilumine y muestre cómo se obedece a Dios. Hagan buenas
acciones. Así los demás las verán y alabarán a Dios, el Padre de ustedes que
está en el cielo.
Mateo 5.16, Traducción en Lenguaje Actual
¿Evangelismo o evangelización?
El Sermón del Monte es una fuente a la que se debe recurrir siempre que
se desee abrevar en las enseñanzas de Jesús de Nazaret como el maestro en la nueva etapa que tiene
como horizonte de fe el advenimiento del Reino de Dios. Es una brújula firme
para trazar caminos de vida y misión para la iglesia de todos los tiempos. Nunca
agotada, esa fuente es lo suficientemente explícita como para aclarar algunas
prácticas y conceptos que la iglesia ha desarrollado en su intento por cumplir
los mandatos de su Señor. Una de esas prácticas y definiciones es la relacionada
con la oposición entre evangelismo y evangelización, puesto que la primera se
refiere, más bien, a una especie de moda o a un conjunto de técnicas
encaminadas a conseguir el mayor número de conversiones, y la segunda al
proceso mediante el cual la presencia del Evangelio de Reino de Dios se vuelve
efectiva en medio de los diversos avatares de la existencia humana. Y ciertamente
hay mucha diferencia entre ambas. El evangelismo es una tendencia, un conjunto
de pasos o una forma de hacer las cosas, mientras que la evangelización es una
actitud permanente, una práctica espontánea que se lleva a cabo todo el tiempo.
El evangelismo enseña a la gente a pensar: “Hoy me corresponde compartir el
Evangelio y he de cubrir un determinado número de personas con quienes debo
hacerlo”. La evangelización es una tarea continua de los individuos y de la
iglesia en su conjunto. Detrás del evangelismo hay estrategias de mercadeo,
detrás de la evangelización debe haber una sólida teología que la respalde.
Evangelizar es
ante todo dar testimonio de una transformación en el interior mismo del ser
humano: por la resurrección de Cristo nuestra propia resurrección ya ha
comenzado. Por su infinito respeto en relación con quienes encontraba (visible
a través de las curaciones contadas en los evangelios), rebajándose para no
dejar a nadie más abajo que él (es el sentido de su bautismo), Cristo Jesús ha
vuelto a dar valor y dignidad a cada uno. Más todavía: Jesús ha estado con
nosotros en la muerte, para que podamos estar cerca de él en su comunión con el
Padre. […] Los cristianos de los primeros siglos resumieron todo esto diciendo:
“Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios”.[1]
El verbo evangelizar deriva directamente del
Nuevo Testamento y se refiere al acto de anunciar la buena noticia de la
aparición de Jesucristo y se su obra en el mundo: “…esta buena nueva no hay que
separarla del mensajero que la trae y este mensajero es Jesús mismo (cf. Lc
11.20; Mt 5.1s). Pero él no sólo aparece como mensajero y autor de este mensaje
sino, al mismo tiempo, como su contenido, es decir, como aquel de quien habla
este mensaje. Es, pues, completamente lógico, que la iglesia cristiana
primitiva haya tomado el concepto de euangélion
para describir de un modo sintético el mensaje de salvación ligado a la venida
de Jesús”.[2]
Mt 11.5b resume muy bien el impacto de semejante anuncio para destinatarios
específicos. De modo que no solamente por antigüedad, el concepto de
evangelización es el más adecuado para referirse a la acción de anunciar, de
proclamar, de hacer actual la obra salvadora de Jesucristo en el mundo.
La sal y la luz, metáforas
de un testimonio evangelizador permanente
Las breves parábolas de la sal y de la luz concluyen la proclamación de
las bienaventuranzas y terminan la primera parte del Sermón del Monte. Ambos
elementos, tan necesarios en la vida cotidiana, forman parte del mundo simbólico
de muchas religiones y culturas. La tradición bíblica encontró en las
propiedades de la sal (sabor y preservación de los alimentos), un símbolo de la
sabiduría. Para Mateo, esta sabiduría, esta actitud básica ante la vida, es la
Palabra misma de Dios, la Buena Noticia, no como algo abstracto, sino como una
realidad personificada en la vida de los creyentes: “Ustedes son la sal de la
tierra” (Mt 5.13). La advertencia sobre lo insípido de la sal resuena hoy quizá
con más urgencia que en otras épocas de la historia de la Iglesia, sobre todo
ante el abandono de tantas ideologías y creencias. La vida posmoderna se
caracteriza no tanto por la incredulidad sino por una forma de escepticismo que
no se conoció en esa forma antes, al grado de que la exigencia actual para la
fe cristiana es que en esta época se reacciona más ante el impacto del
testimonio que de los discursos religiosos desgastados. Por ello, quienes
desean anunciar la Buena Noticia corren el riesgo de convertirla en una ideología
más, precisamente, sin suficiente “sabor”.
En la misma línea se mueve
la comparación de los cristianos con la luz del mundo. Más claramente que la
sal, la luz evoca el mensaje de Jesús reflejado en la conducta diaria de sus
seguidores. San Pablo llegaría a decir: “Si en un tiempo eran tinieblas, ahora
son luz por el Señor: vivan como hijos de la luz” (Ef 5.8). También la luz, sin
el testimonio, es opaca; brilla solamente a través de las obras. Esta metáfora
tiene un fuerte componente de crítica espiritual y religiosa para cualquier
etapa de la historia humana en que sea necesario y hasta urgente desvelar realidades
que quedan oscurecidas o nubladas por la maldad o la injusticia. Responde a la
comprensión de que, en efecto, la venida del Señor Jesucristo efectivamente
vino a iluminar este mundo entenebrecido por tantas situaciones negativas,
opuestas a los designios divinos. Pero la iglesia, y cada creyente en
particular también, podría decirse que tiene que “aprender a ser luz en el
mundo”. La práctica irrestricta de la verdad y de la equidad en todas las relaciones,
así como la promoción activa del amor de Dios en todos los espacios humanos, es
la manera en que se espera que los seguidores/as de Jesús sean luz en medio del
mundo.
El Señor no dejó de
incorporar la crítica a la efectividad de la luz en el mundo, en medio de la
oscuridad: “Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el
candelero, y alumbra a todos los que están en casa” (5.15). Y también resuena
la pregunta posterior en el mismo sermón del Señor: “Así que, si la luz que en
ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas?” (6.23b,
RVR60). La iglesia está formada por los “hijos de la luz” (Ef 5.8b) y tiene en
sus manos, nada menos que “las armas de la luz” (Ro 13.12-14) para realizar su
misión en el mundo con un énfasis ético insustituible y que va más allá del
mero moralismo que a veces la invade (“Las iglesias como reservas éticas”[3]).
Hoy no nos queda más que hacer nuestras las palabras de San Pablo, reflexionar
sobre ellas seriamente y experimentarlas en la época que nos tocó vivir,
asimilando los tonos graves y agudos de las mismas: a) “Yo no anuncio la buena noticia de Cristo para sentirme
importante. b) Lo hago porque Dios
así me lo ordenó. c) ¡Y pobre de mí
si no lo hago! d) Yo no puedo esperar
que se me pague por anunciar la buena noticia, pues no se me preguntó si quería
hacerlo; ¡se me ordenó hacerlo! e) Pero
entonces, ¿qué gano yo con eso? ¡Nada menos que la satisfacción de poder
anunciar la buena noticia, sin recibir nada a cambio!” (I Corintios 9.16-18a, TLA).
[1] “¿Qué
quiere decir ‘evangelizar’?”, en Taizé, www.taize.fr/es_article4894.html.
[2] U. Becker, “Evangelio”,
en Lothar Coenen et al., dirs., Diccionario
teológico del Nuevo Testamento. II. 2ª. ed. Salamanca, Sígueme, 1990, p. 149.
[3] Cf.
L. Cervantes-Ortiz, “Las iglesias como reservas éticas: observaciones,
puntualizaciones, desafíos”, en Signos de
Vida, Consejo Latinoamericano de Iglesias, núm. 40, junio de 2006, pp. 2-5.
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