24 de diciembre, 2018
Tú, Belén,
eres importante
entre los pueblos de Judá.
De ti nacerá un príncipe,
que guiará a mi pueblo Israel.
Mateo 2.6, TLA
Sería la divinidad
falsa de un falso Dios, si en ella no encontrásemos inmediatamente su
humanidad. Esas falsas divinidades han sido ridiculizadas en Jesucristo de una
vez para siempre. En él se ha decidido de una vez para siempre que Dios no está
sin el hombre. […] En el espejo de esta humanidad de Jesucristo se nos revela
la humanidad de Dios inherente a su divinidad. Pues Dios es así.[1]
Karl Barth
La muy militarizada Belén
de hoy fue el escenario del encuentro permanente entre la eternidad de Dios y la
extrema pequeñez de lo humano. Una pequeña ciudad palestina de 27 mil
habitantes, situada a sólo 9 km de Jerusalén, y cuya población está dividida
por partes iguales entre musulmanes y cristianos, tiene tras de sí uno de los episodios
más celebrados y, al mismo tiempo, incomprendidos de la historia. Cuna del rey
David, era el lugar señalado por la profecía de Miqueas para el nacimiento del
Mesías, lo que según el Cuarto Evangelio (7.41-42) entraba en contradicción con
su trasfondo galileo. Allí, como lo narra Mateo, aconteció la intervención
divina para hacer nacer a ese personaje enigmático, pero sin duda muy esperado,
que vendría a cambiar el rumbo de la historia espiritual de su tiempo.
Los hechos
extraordinarios que se fueron sucediendo desde lo narrado en el capítulo 1 de
su evangelio, desembocaron en el nacimiento de Jesús en Belén, aun cuando este
autor no explica la razón para el traslado a Belén, acaso por su interés en
demostrar el cumplimiento de las profecías. Descarta, además, referirse al
nivel más alto de poder en su época y se concentra en la figura del falso rey
Herodes como la contraparte que intentó oponerse al avance de las acciones
divinas. El conflicto con ese poder local empezó desde muy temprano y este
gobernante trató de eliminar al personaje simbólico que podía encarnar las
ansias de liberación del pueblo oprimido por Roma: “El caudillo que va a nacer
será pastor del pueblo de Dios”.[2]
Todo ello en línea directa con el mensaje de Miqueas: “El Señor va a suscitar
un nuevo rey mesiánico, del que el profeta subraya los orígenes humildes
(Belén, el más pequeño de los clanes
de Judá), el entronque dinástico con David (orígenes antiguos, días de antaño), el pastoreo según el
Señor (con la fuerza del Señor, en su
nombre), su carácter pacificador (reunión de los dispersos, vida segura y
tranquila, nombre del rey esperado: él
mismo será la paz) y su actividad liberadora (el será quien nos libre de Asiria)”.[3]
La historia de los astrólogos orientales va en ese sentido y muestra la
estrategia con que había de desarrollarse el mesianismo de Jesús: a la guerra
de baja intensidad de Herodes, se opuso una exposición semiclandestina para
forjar un grupo de seguidores. Nada más contradictorio y opuesto que, por un
lado, ese lacayo del imperio persiguiendo a un niño y, por el otro, el designio
divino por alcanzar plenamente la humanidad para vivir una existencia de
servicio y dignificación:
Dios no precisa de
inhumanidad alguna para ser verdaderamente Dios. Una divinidad en la cual y con
la cual no nos acogiera también inmediatamente su humanidad sería la divinidad
falsa de un falso dios. En Jesucristo quedan escarnecidas de una vez para siempre
tales divinidades falsas. En él queda
decidido de una vez para siempre que Dios no es sin los seres humanos. Lo
cual significa que Dios tenga necesidad del ser humano para, como interlocutor
suyo, ser verdaderamente Dios. No tiene por qué estar a favor del ser humano;
incluso cabe pensar que debería estar más bien en su contra. Pero éste es el
misterio en el que él nos acoge en la existencia de Jesucristo: en su libertad,
no quiere estar en contra del ser humano, sino a su favor —de hecho, quiere ser
interlocutor compasivo y salvador todopoderoso del ser humano—.[4]
Dios, viniendo desde
su eternidad, en un viaje perturbador e incomprensible, y un poderoso que trama
crímenes para asegurar su posición y la de sus jefes: “La Navidad remite a un
hecho absolutamente misterioso, escandaloso, contradictorio y abrumador, como
puede representar la encarnación de Dios. Cuerpo frágil que sufrirá desde sus
primeros días la persecución del Imperio y el flagelo de la migración. Dolores
que aún hoy seguimos cargando como humanidad, y cada día con mayor intensidad”
(Nicolás Panotto, Facebook). Por la voluntad de hacerse humano, Dios emprendió
una verdadera revolución al interior de sí mismo, pues hacer reunir lo eterno,
lo sagrado en una persona humana, para, a partir de allí, establecer un Reino
de equidad y justicia, impactaría la historia y la vida humana como no había
sucedido nunca antes. Ese enorme misterio y desafío para la fe lo intentaron
explicar los apóstoles desde el Nuevo Testamento y de esa búsqueda proceden algunas
de las definiciones bíblico-doctrinales que permanecen hasta hoy, como la
afirmación paulina del vaciamiento (kénosis)
en Filipenses 2.7, o la identidad de Dios mismo con el Logos de origen griego en el prólogo del Cuarto Evangelio.
Lo visible, en el
portal de Belén, escondía un misterio mayúsculo:
La encarnación de
Dios en lo humano, la fusión de Dios con la humanidad, es tan seria y de tan
serias consecuencias, que no se limita al ser humano que fue históricamente
Jesús de Nazaret. La encarnación de Dios
en Jesús, la ‘kénosis’ de Dios encarnado y humanizado, es tan radical, que el
hecho más sobrecogedor es que Dios se identifica con todo ser humano. […]
…mediante su
encarnación en Jesús, Dios se ha identificado y se ha fundido con lo más
básicamente humano, con lo más elementalmente humano, con lo que por eso mismo
es común a todos los seres humanos sin distinción posible. Dicho en otras
palabras: Dios se ha encarnado y se ha identificado con lo que es común a todos
los seres humanos sin distinción alguna.[5]
La humanidad de Dios
es una realidad de gracia y amor que funciona como presupuesto total para
acercarse a la fe cristiana en profundidad y percibirlo a Él desde su
ofrecimiento de salvación plena y comprometida con todo lo que somos: “En la
humanidad de Jesús se refleja la esencia de Dios mismo. […] Y precisamente en
la humanidad de Jesús se realiza y se anuncia en el mundo como amor eterno”.[6]
Ésta es la realidad suprema del acto libre del Creador para hacerse uno con la
criatura y así, unido a él desde lo más entrañable, hablar a su corazón para
darle vida y dignidad absolutas. Si las fuerzas opuestas se ensañan y pretenden
obstaculizar la realización del plan divino, existe la certeza de que Él
actuará también para disiparlas y derrotarlas completamente: ni Herodes, ni el
Imperio, ni los religiosos profesionales pudieron impedir que la verdadera alegría
por el nacimiento del Mesías oculto, pero verdadero, se extendiese entre el
pueblo y marginado. Exactamente igual como sucede hoy, pues
...al Dios de Jesús
sólo se le encuentra en lo que puede representar un esclavo en el presente
orden establecido, o sea en este mundo. Lo cual es la renuncia total a toda
condición sagrada, a todo privilegio y a toda distinción. Por tanto, en la
medida en que nos acercamos a esta forma de estar en el mundo y nos ponemos de
parte de cuantos viven en ella, en esa misma medida nos acercamos a Dios.
Andan, por tanto, desconcertados, perdidos y extraviados, todos los que (por más
que sean sacerdotes, obispos o papas) pretenden aparecer en este mundo como “representantes”
de un Dios que ya no puede ser representado nada más que en el vacío y el
despojo de los últimos, “los nadies” de este mundo.[7]
[1] K. Barth, “La
humanidad de Dios”, en Ensayos
teológicos. Barcelona, Herder, 1978, pp. 20-21, 22.
[2] J. Mateos y F.
Camacho, El evangelio de Mateo. Lectura
comentada. Madrid, Cristiandad, 1981, p. 27.
[3] Pedro Jaramillo
Rivas, “Miqueas”, en Comentario al
Antiguo testamento. II. Madrid, La Casa de la Biblia, 1997, p. 350.
[4] K. Barth, “Su
humanidad”, en Instantes. Textos para la
reflexión escogidos por Eberhard Busch. Santander, Sal Terrae, 2005 (El
Pozo de Siquem, 171), p. 34. Énfasis agregado.
[5] José M. Castillo, La humanización de Dios. Ensayo de
cristología. Madrid, Trotta, 2009, pp. 138, 139. Énfasis original.
[6] K. Barth, “Su
compasión”, en Instantes, pp. 35-36.
[7] José M. Castillo, “La
humanidad de Dios”, en https://jfpont.files.wordpress.com/2011/05/la_humanidad_de_dios-jose-ma-castillo.pdf,
p. 15.
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