LA HUMANIDAD DE DIOS
Karl Barth
Ensayos
teológicos. Barcelona, Herder, 1978.
La humanidad
de Dios, bien entendida, ha de significar la relación y donación de Dios al hombre; Dios que le
habla con promesas y preceptos; el ser, la presencia y la acción de Dios en
favor del hombre; la comunión que Dios mantiene con él; la libre gracia de
Dios, por la cual no quiere ser ni es otra cosa que el Dios del hombre.
No me engaño
ciertamente al suponer que el tema que hoy se nos propone podría constituir en
todo caso una referencia al cambio de pensamiento que ha experimentado la
teología protestante, cambio en el que hoy estamos metidos, o deberíamos
estarlo, a diferencia — ya que no en contradicción — de un cambio anterior. Lo
que hace aproximadamente cuarenta años empezó a presionarnos de una manera
violenta, no era tanto la humanidad como la divinidad de Dios: lo específico
sin más ni más de Dios en sus relaciones con el hombre y con el mundo, lo
extremadamente alto y lejano, lo extraño, lo absolutamente Otro, con que el
hombre ha de habérselas cuando toma el nombre de Dios en sus labios, cuando
Dios le sale al encuentro, cuando entra en contacto con Dios. Un misterio sólo
comparable con la oscuridad impenetrable de la muerte y en el que Dios se
oculta cuando se descubre, se manifiesta y se revela al hombre; el juicio que
ha de recaer sobre éste, precisamente porque Dios es clemente con él, porque
quiere ser y es su Dios.
Lo que
descubrimos en aquel cambio fue la luminosa majestad del Crucificado en su
total oscurecimiento, tal como la había visto y representado Grünewald y como
señala el vigoroso dedo de Juan Bautista, en la obra del mismo artista,
apuntando hacia aquel santuario de la divinidad: Illum oportet crescere, me autem minui (= Es necesario que él
crezca y que yo mengüe). Indiscutiblemente la humanidad de Dios retrocedía
entonces para nosotros del centro a la periferia, de ser el motivo principal, a
convertirse en algo secundario y de menor relieve. Si a mí, por ejemplo, en el
año 1920 —el año en que me encontré en esta misma sala cara a cara con mi gran
maestro Adolf von Harnack— se me hubiese pedido que hablara sobre la humanidad
de Dios, habría experimentado, sin duda, una cierta perplejidad. El tema nos habría
causado enojo y, en cualquier caso, no nos preocupaba. El hecho de que hoy nos
lo hayamos propuesto y que yo no haya podido negarme a decir algo sobre el
mismo, es un síntoma de que aquel primer cambio no era la última palabra. No
podía serlo. Tampoco podrá serlo el nuevo cambio en que hoy nos hallamos
metidos. Pero esto será tema que corresponda a una generación venidera. Nuestra
tarea es el reconocimiento de la humanidad de Dios, a partir precisamente del
reconocimiento de su divinidad. […]
¿Qué sabía aún y
qué decía aquella teología sobre la divinidad de Dios? Para ella pensar en Dios
era apenas una forma encubierta de pensar en el hombre, y más concretamente, en
el hombre religioso y cristiano. Hablar de Dios equivalía a hacerlo, en un tono
elevado, del hombre; siempre del hombre, de sus revelaciones y milagros, de su
fe y de sus obras. Indiscutiblemente, el hombre se había engrandecido a costa
de Dios. Y con Dios que sale al encuentro del hombre como el otro y soberano,
que está frente al hombre como su Señor, su creador y su redentor insustituible
e inmutable, como libre compañero del hombre en una historia que él mismo
(Dios) puso en marcha y en un diálogo dirigido por él; con este Dios divino,
esa misma historia, ese diálogo, amenazaban con trocarse en una representación
piadosa, en expresión y símbolo míticos de un impulso oscilante entre el hombre
y su propia altura o profundidad, cuya verdad sólo podía ser la de un monólogo
y la de sus temas, en todo caso palpables. […]
Quien no haya
hecho suyo aquel primer cambio, quien, por ejemplo, no se siga impresionando
ante la realidad de que Dios sea Dios, ciertamente que tampoco comprenderá lo
que aún queda por decir, como palabra verdadera, acerca de su humanidad. […]
¡Cómo se
arrumbaba todo, aunque apenas se hiciera otra cosa que despejar el campo! ¡Todo
lo que olía, aunque sólo fuera de lejos, a mística o a moral, a pietismo o a
romanticismo y hasta a idealismo, resultaba sospechoso y se colocaba bajo
severas prohibiciones o entre - paréntesis que equivalían de hecho a reservas
prohibitivas! ¡Con qué ironía se reía allí donde sólo hubiera habido que
sonreír con tristeza y sentimientos de amistad! El alcance de la noticia que
proclamábamos, ¿no se parecía más a una enorme ejecución que a la buena noticia
del mensaje de la resurrección al que, en definitiva, tendíamos? La impresión
de muchos de nuestros contemporáneos estaba por completo falta de fundamento en
cuanto creían que todo iba a terminar cambiando a Schleiermacher de pies a
cabeza; lo que equivale a decir, con cambiar a Dios engrandeciéndole a costa
del hombre. ¿No podía ser, en el fondo, que el movimiento hubiera crecido
demasiado y que, en definitiva, tal vez sólo se tratara de un nuevo gigantismo?
¿Era simple obstinación el que, al lado de muchos que con un mínimo de libertad
escuchaban atentamente y asentían, tantísimos otros prefiriesen sacudir la
cabeza, desconcertados e incluso irritados — ¡como en los tiempos de Harnack! —
ante semejantes novedades? ¿Acaso no se anunciaba ya el.oscuro presentimiento
de que en el comparativismo religioso, en la concepción antropocéntrica, en el
dudoso humanismo de aquella teología del pasado, pudiera estar en juego algo
que no se podía perder? Pese al carácter evidentemente impugnable y hasta
absurdo de su concepción y al modo con que nosotros — sumergidos como estábamos
en la contemplación de la marcha incontenible de Leviatán y Bejemot,
mencionados en el libro de Job— poníamos su divinidad sobre el candeler0, ¿no
estaba ya precisamente la humanidad de Dios sentada a su diestra?
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EL CAMINAR DEL DISCÍPULO
DISCIPULADO Y SEGUIMIENTO DE JESÚS
Dietrich Bonhoeffer
Con esto
queda dicho que Jesucristo, y sólo él, cumple la ley, porque sólo él vive
en plena comunión con Dios. Se interpone entre sus discípulos y la ley, pero
ésta no se interpone entre él y sus discípulos. El camino de los discípulos
hacia la ley pasa por la cruz de Cristo. Así, Jesús vincula nuevamente a los
discípulos a su persona, poniéndolos en contacto con la ley que sólo él cumple.
Debe rechazar la vinculación sin ley, porque constituiría un fanatismo, un
libertinaje pleno, en lugar de auténtica unión. Se elimina la preocupación de
los discípulos de que la vinculación a la ley los separe de Jesús. Esto sólo
sería posible en una interpretación errónea de la ley, como la que separó de
hecho a los judíos de Dios. En lugar de esto, se deja claro que la auténtica
unión con Jesús sólo puede alcanzarse estando vinculados a la ley de Dios.
Es verdad que
Jesús se encuentra entre sus discípulos y la ley; pero no para liberarlos de su
cumplimiento, sino para revalorizarlo con sus exigencias. Los discípulos deben
obedecer a la ley porque están unidos a él. Por otra parte, el cumplimiento de
la «iota» no significa que, desde ahora, esta «iota» se haya acabado para los
discípulos. Se ha cumplido, y esto es todo. Pero precisamente por ello ha
adquirido ahora su valor, de forma que en adelante será grande en el reino de
los cielos el que cumpla y enseñe la ley. «Cumpla y enseñe»; podría imaginarse
una doctrina de la ley que dispensase de la acción, en la que la ley sólo
sirviese para comprender la imposibilidad de cumplirla. Pero esta doctrina no
podría basarse en Jesús. Hay que cumplir la ley como él lo hizo. Quien permanece
junto a él en el seguimiento -junto a él, que cumplió la ley- este observa y
enseña la ley en el seguimiento. Sólo quien pone en práctica la ley puede
permanecer en comunión con Jesús.
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50 AÑOS SIN KARL BARTH: APUNTES SUELTOS (I)
Protestante
Digital, 10 de diciembre
La comunidad
cristiana está fundamentada en el reconocimiento del Dios que, siendo Dios, se
hizo hombre, convirtiéndose de ese modo en prójimo del ser humano. Lo cual
conlleva inevitablemente que la comunidad cristiana se ocupe ante todo del ser
humano, y no de ninguna otra cosa, tanto en el ámbito político como en
cualquier otra circunstancia. Después de que Dios mismo se hiciera hombre, el
ser humano es la medida de todas las cosas.
K.B.
El 10 de diciembre se cumplen exactamente 50 años del deceso del teólogo reformado suizo Karl
Barth en Basilea, nacido el 10 de mayo de 1886 en la misma ciudad. Considerado
como uno de los mayores teólogos del siglo XX, su fama e impacto ha trascendido
las barreras confesionales hasta alcanzar espacios culturales impensados. Su
obra magna, la Dogmática de la iglesia
(Die Kirchliche Dogmatik, 13
volúmenes publicados desde 1932 hasta su muerte), muchas veces mal citada y
escasamente leída (quizá sólo por los especialistas) es considerada como la
“suma teológica” del siglo XX y, para repetir el consabido lugar común,
únicamente equiparable a lo producido por Santo Tomás de Aquino.
No en balde
Hans Küng lo incluyó en su introducción a la teología Grandes pensadores cristianos, después de Lutero y Schleiermacher.
Cualquier buen lector de teología puede quedar intimidado y abrumado ante el
volumen de su obra y, aunque el acercamiento sea fragmentario necesariamente,
sus diferentes libros, variados y dispersos en el tiempo, dejan una sensación
de vacío de la cual es difícil desprenderse.
Maestro,
colega y contemporáneo de la gran pléyade de teólogos protestantes del siglo
pasado (Bultmann, Brunner, Bonhoeffer, Moltmann, Sölle, Pannenberg…), ha sido
objeto de valoraciones e interpretaciones múltiples (entre ellas, las de Hans
Urs von Balthasar y el propio Küng, en el ámbito católico, y la de G.C.
Berkouwer, en el protestante) y los testimonios de las dimensiones de su
impacto
*
La
correspondencia entre Barth y Rudolf Bultmann (Desclée de Brouwer, 1973), sus
ríspidas discusiones con Emil Brunner, así como su ascendencia sobre Bonhoeffer
son ejemplos de la intensidad con que asumió su papel como pensador cristiano.
En el primer caso, el libro que recoge las cartas entre ambos teólogos es un
modelo de aprendizaje mutuo, aun cuando no estuvieran siempre de acuerdo. En el
segundo, destaca la fiereza con que Barth solía defender sus puntos de vista,
incluso si se trataba de correligionarios muy cercanos. En el tercero, es
notable la manera en que el teólogo suizo influyó sobre el autor de Vida en comunidad para convencerlo de
volver a Alemania ante los riegos planteados por el régimen nazi.
En cada
situación, la enérgica voz profética y teológica de Barth resonó como una
molesta trompeta para los oídos de muchos, incluso de quienes creían que era
ambiguo al momento de asumir posturas comprometedoras. El desencuentro que tuvo
con el teólogo holandés ultraconservador Cornelius van Til (1895-1987) es otra
muestra de ello, pues en muchos círculos se le atacaba ferozmente y su nombre
se volvió sinónimo de riesgo innecesario, de contradicción auto-asumida y hasta
de irrespeto por la tradición, lo que hizo que profesores como el citado
previnieran a los lectores jóvenes al acercarse a sus libros. (LC-O)
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