domingo, 16 de diciembre de 2018

Letra 599, 16 de diciembre de 2018


LA HUMANIDAD DE DIOS
Karl Barth
Ensayos teológicos. Barcelona, Herder, 1978.

La humanidad de Dios, bien entendida, ha de significar la relación y donación de Dios al hombre; Dios que le habla con promesas y preceptos; el ser, la presencia y la acción de Dios en favor del hombre; la comunión que Dios mantiene con él; la libre gracia de Dios, por la cual no quiere ser ni es otra cosa que el Dios del hombre.
No me engaño ciertamente al suponer que el tema que hoy se nos propone podría constituir en todo caso una referencia al cambio de pensamiento que ha experimentado la teología protestante, cambio en el que hoy estamos metidos, o deberíamos estarlo, a diferencia — ya que no en contradicción — de un cambio anterior. Lo que hace aproximadamente cuarenta años empezó a presionarnos de una manera violenta, no era tanto la humanidad como la divinidad de Dios: lo específico sin más ni más de Dios en sus relaciones con el hombre y con el mundo, lo extremadamente alto y lejano, lo extraño, lo absolutamente Otro, con que el hombre ha de habérselas cuando toma el nombre de Dios en sus labios, cuando Dios le sale al encuentro, cuando entra en contacto con Dios. Un misterio sólo comparable con la oscuridad impenetrable de la muerte y en el que Dios se oculta cuando se descubre, se manifiesta y se revela al hombre; el juicio que ha de recaer sobre éste, precisamente porque Dios es clemente con él, porque quiere ser y es su Dios.
Lo que descubrimos en aquel cambio fue la luminosa majestad del Crucificado en su total oscurecimiento, tal como la había visto y representado Grünewald y como señala el vigoroso dedo de Juan Bautista, en la obra del mismo artista, apuntando hacia aquel santuario de la divinidad: Illum oportet crescere, me autem minui (= Es necesario que él crezca y que yo mengüe). Indiscutiblemente la humanidad de Dios retrocedía entonces para nosotros del centro a la periferia, de ser el motivo principal, a convertirse en algo secundario y de menor relieve. Si a mí, por ejemplo, en el año 1920 —el año en que me encontré en esta misma sala cara a cara con mi gran maestro Adolf von Harnack— se me hubiese pedido que hablara sobre la humanidad de Dios, habría experimentado, sin duda, una cierta perplejidad. El tema nos habría causado enojo y, en cualquier caso, no nos preocupaba. El hecho de que hoy nos lo hayamos propuesto y que yo no haya podido negarme a decir algo sobre el mismo, es un síntoma de que aquel primer cambio no era la última palabra. No podía serlo. Tampoco podrá serlo el nuevo cambio en que hoy nos hallamos metidos. Pero esto será tema que corresponda a una generación venidera. Nuestra tarea es el reconocimiento de la humanidad de Dios, a partir precisamente del reconocimiento de su divinidad. […]
¿Qué sabía aún y qué decía aquella teología sobre la divinidad de Dios? Para ella pensar en Dios era apenas una forma encubierta de pensar en el hombre, y más concretamente, en el hombre religioso y cristiano. Hablar de Dios equivalía a hacerlo, en un tono elevado, del hombre; siempre del hombre, de sus revelaciones y milagros, de su fe y de sus obras. Indiscutiblemente, el hombre se había engrandecido a costa de Dios. Y con Dios que sale al encuentro del hombre como el otro y soberano, que está frente al hombre como su Señor, su creador y su redentor insustituible e inmutable, como libre compañero del hombre en una historia que él mismo (Dios) puso en marcha y en un diálogo dirigido por él; con este Dios divino, esa misma historia, ese diálogo, amenazaban con trocarse en una representación piadosa, en expresión y símbolo míticos de un impulso oscilante entre el hombre y su propia altura o profundidad, cuya verdad sólo podía ser la de un monólogo y la de sus temas, en todo caso palpables. […]
Quien no haya hecho suyo aquel primer cambio, quien, por ejemplo, no se siga impresionando ante la realidad de que Dios sea Dios, ciertamente que tampoco comprenderá lo que aún queda por decir, como palabra verdadera, acerca de su humanidad. […]
¡Cómo se arrumbaba todo, aunque apenas se hiciera otra cosa que despejar el campo! ¡Todo lo que olía, aunque sólo fuera de lejos, a mística o a moral, a pietismo o a romanticismo y hasta a idealismo, resultaba sospechoso y se colocaba bajo severas prohibiciones o entre - paréntesis que equivalían de hecho a reservas prohibitivas! ¡Con qué ironía se reía allí donde sólo hubiera habido que sonreír con tristeza y sentimientos de amistad! El alcance de la noticia que proclamábamos, ¿no se parecía más a una enorme ejecución que a la buena noticia del mensaje de la resurrección al que, en definitiva, tendíamos? La impresión de muchos de nuestros contemporáneos estaba por completo falta de fundamento en cuanto creían que todo iba a terminar cambiando a Schleiermacher de pies a cabeza; lo que equivale a decir, con cambiar a Dios engrandeciéndole a costa del hombre. ¿No podía ser, en el fondo, que el movimiento hubiera crecido demasiado y que, en definitiva, tal vez sólo se tratara de un nuevo gigantismo? ¿Era simple obstinación el que, al lado de muchos que con un mínimo de libertad escuchaban atentamente y asentían, tantísimos otros prefiriesen sacudir la cabeza, desconcertados e incluso irritados — ¡como en los tiempos de Harnack! — ante semejantes novedades? ¿Acaso no se anunciaba ya el.oscuro presentimiento de que en el comparativismo religioso, en la concepción antropocéntrica, en el dudoso humanismo de aquella teología del pasado, pudiera estar en juego algo que no se podía perder? Pese al carácter evidentemente impugnable y hasta absurdo de su concepción y al modo con que nosotros — sumergidos como estábamos en la contemplación de la marcha incontenible de Leviatán y Bejemot, mencionados en el libro de Job— poníamos su divinidad sobre el candeler0, ¿no estaba ya precisamente la humanidad de Dios sentada a su diestra?
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EL CAMINAR DEL DISCÍPULO
DISCIPULADO Y SEGUIMIENTO DE JESÚS
Dietrich Bonhoeffer

Con esto queda dicho que Jesucristo, y sólo él, cumple la ley, porque sólo él vive en plena comunión con Dios. Se interpone entre sus discípulos y la ley, pero ésta no se interpone entre él y sus discípulos. El camino de los discípulos hacia la ley pasa por la cruz de Cristo. Así, Jesús vincula nuevamente a los discípulos a su persona, poniéndolos en contacto con la ley que sólo él cumple. Debe rechazar la vinculación sin ley, porque constituiría un fanatismo, un libertinaje pleno, en lugar de auténtica unión. Se elimina la preocupación de los discípulos de que la vinculación a la ley los separe de Jesús. Esto sólo sería posible en una interpretación errónea de la ley, como la que separó de hecho a los judíos de Dios. En lugar de esto, se deja claro que la auténtica unión con Jesús sólo puede alcanzarse estando vinculados a la ley de Dios.
Resultado de imagen para bonhoefferEs verdad que Jesús se encuentra entre sus discípulos y la ley; pero no para liberarlos de su cumplimiento, sino para revalorizarlo con sus exigencias. Los discípulos deben obedecer a la ley porque están unidos a él. Por otra parte, el cumplimiento de la «iota» no significa que, desde ahora, esta «iota» se haya acabado para los discípulos. Se ha cumplido, y esto es todo. Pero precisamente por ello ha adquirido ahora su valor, de forma que en adelante será grande en el reino de los cielos el que cumpla y enseñe la ley. «Cumpla y enseñe»; podría imaginarse una doctrina de la ley que dispensase de la acción, en la que la ley sólo sirviese para comprender la imposibilidad de cumplirla. Pero esta doctrina no podría basarse en Jesús. Hay que cumplir la ley como él lo hizo. Quien permanece junto a él en el seguimiento -junto a él, que cumplió la ley- este observa y enseña la ley en el seguimiento. Sólo quien pone en práctica la ley puede permanecer en comunión con Jesús.
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50 AÑOS SIN KARL BARTH: APUNTES SUELTOS (I)
Protestante Digital, 10 de diciembre

La comunidad cristiana está fundamentada en el reconocimiento del Dios que, siendo Dios, se hizo hombre, convirtiéndose de ese modo en prójimo del ser humano. Lo cual conlleva inevitablemente que la comunidad cristiana se ocupe ante todo del ser humano, y no de ninguna otra cosa, tanto en el ámbito político como en cualquier otra circunstancia. Después de que Dios mismo se hiciera hombre, el ser humano es la medida de todas las cosas.  
K.B.

El 10 de diciembre se cumplen exactamente 50 años del deceso del teólogo reformado suizo Karl Barth en Basilea, nacido el 10 de mayo de 1886 en la misma ciudad. Considerado como uno de los mayores teólogos del siglo XX, su fama e impacto ha trascendido las barreras confesionales hasta alcanzar espacios culturales impensados. Su obra magna, la Dogmática de la iglesia (Die Kirchliche Dogmatik, 13 volúmenes publicados desde 1932 hasta su muerte), muchas veces mal citada y escasamente leída (quizá sólo por los especialistas) es considerada como la “suma teológica” del siglo XX y, para repetir el consabido lugar común, únicamente equiparable a lo producido por Santo Tomás de Aquino.
No en balde Hans Küng lo incluyó en su introducción a la teología Grandes pensadores cristianos, después de Lutero y Schleiermacher. Cualquier buen lector de teología puede quedar intimidado y abrumado ante el volumen de su obra y, aunque el acercamiento sea fragmentario necesariamente, sus diferentes libros, variados y dispersos en el tiempo, dejan una sensación de vacío de la cual es difícil desprenderse.
Maestro, colega y contemporáneo de la gran pléyade de teólogos protestantes del siglo pasado (Bultmann, Brunner, Bonhoeffer, Moltmann, Sölle, Pannenberg…), ha sido objeto de valoraciones e interpretaciones múltiples (entre ellas, las de Hans Urs von Balthasar y el propio Küng, en el ámbito católico, y la de G.C. Berkouwer, en el protestante) y los testimonios de las dimensiones de su impacto

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La correspondencia entre Barth y Rudolf Bultmann (Desclée de Brouwer, 1973), sus ríspidas discusiones con Emil Brunner, así como su ascendencia sobre Bonhoeffer son ejemplos de la intensidad con que asumió su papel como pensador cristiano. En el primer caso, el libro que recoge las cartas entre ambos teólogos es un modelo de aprendizaje mutuo, aun cuando no estuvieran siempre de acuerdo. En el segundo, destaca la fiereza con que Barth solía defender sus puntos de vista, incluso si se trataba de correligionarios muy cercanos. En el tercero, es notable la manera en que el teólogo suizo influyó sobre el autor de Vida en comunidad para convencerlo de volver a Alemania ante los riegos planteados por el régimen nazi.
En cada situación, la enérgica voz profética y teológica de Barth resonó como una molesta trompeta para los oídos de muchos, incluso de quienes creían que era ambiguo al momento de asumir posturas comprometedoras. El desencuentro que tuvo con el teólogo holandés ultraconservador Cornelius van Til (1895-1987) es otra muestra de ello, pues en muchos círculos se le atacaba ferozmente y su nombre se volvió sinónimo de riesgo innecesario, de contradicción auto-asumida y hasta de irrespeto por la tradición, lo que hizo que profesores como el citado previnieran a los lectores jóvenes al acercarse a sus libros. (LC-O)

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