9 de diciembre, 2018
¡Ya casi llega el
momento! Así que dejemos de pecar, porque pecar es como vivir en la oscuridad.
Hagamos el bien, que es como vivir en la luz. Traducción en Lenguaje Actual
La noche está
avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y
vistámonos las armas de la luz. Reina-Valera Revisión 1960
La noche está
avanzada, el día a punto de llegar. Así que renunciemos a las obras de las
tinieblas y equipémonos con las armas de la luz. La Palabra (Hispanoamérica)
Romanos 13.12
En los 50 años del fallecimiento de Karl Barth
La gran metáfora de la luz divina, luz que brota de las profundidades del ser de Dios, es una realidad extraordinaria al momento de anunciar y celebrar la venida de su Hijo al mundo. Luz que viene a iluminar los resquicios más impresentables de la vida humana y que viene a enjuiciarla con su transparencia cegadora y aleccionadora (18 veces referida en el Cuarto Evangelio): Dios “se puso a escuchar/ el solo de la luz”, o “el Ser que mirándose a Sí mismo/ mira en todo cuerpo y en toda cosa/ la sonrisa infinita de la luz”,[1] como ha escrito el poeta mexicano Homero Aridjis (1940). Más allá de mitos y de fechas exactas, el gran suceso de la encarnación de Dios en el mundo fue el que hizo referirse al “misterio y milagro de la Navidad” al teólogo reformado suizo Karl Barth (1886-1968) y exclamar:
En el acontecimiento
que es la encarnación de Dios, no hay nada que no sea hecho bueno; lo que
todavía falta, no será jamás otra cosa que el descubrimiento de ese hecho. Y es
que nosotros no existimos en medio de una situación problemática, sino que
existimos por el mismo Dios que tuvo misericordia de nosotros aun antes de que viniésemos
a este mundo. Aunque sea verdad que existimos en contradicción con ese Dios y
viviendo no sólo lejos de Él, sino también en enemistad con El, todavía es más
cierto que Dios había preparado la reconciliación antes de que empezásemos la
lucha en contra suya.[2]
La manifestación mayúscula de Dios al mundo en la persona de su Hijo fue
la toma de partido más abierta en favor de la humanidad para instalar la
presencia de su luz en el mundo (“De la Palabra nace la vida, y la Palabra, que
es la vida, es también nuestra luz”, Juan 1.4), a contracorriente de la decisión humana de
favorecer a la oscuridad (3.19), a las tinieblas que todo lo oscurecen y lo
vuelven opaco, injusto, ajeno a la voluntad del Señor. Estamos, pues, ante el
misterio enunciado y celebrado también por el propio Barth: “la humanidad de
Dios” (primero de sus Ensayos teológicos traducidos
al castellano en y en donde afirma enfáticamente: “La humanidad de Dios, bien
entendida, ha de significar la relación y donación de Dios al hombre; Dios que
le habla con promesas y preceptos; el ser, la presencia y la acción de Dios en
favor del hombre; la comunión que Dios mantiene con él; la libre gracia de
Dios, por la cual no quiere ser ni es otra cosa que el Dios del hombre”.[3]),
algo querido y ansiado por la Divinidad. El Adviento mereció, en Barth, todo un
estudio bíblico-teológico de lo que es: los entretelones profundos del advenimiento, de
la entrada física y material de Dios al mundo en la persona de su Hijo. Que es
a lo que el teólogo suizo denominó “el mensaje central”: “Ese lugar
extraordinario es justamente la prueba de que no existe nada sobrehumano, de
que no hay posibilidad humana alguna de convertirse en divino, ninguna aptitud
en el hombre de hacerse mediador entre Dios y él. La única mediación es la gracia de Dios que acepta al hombre. Si María,
en toda su persona, es un testimonio de lo extraordinario de Dios, es para
significar que eso extraordinario es misericordia de Dios que acepta al hombre”.[4]
Esa humanidad, en un momento dado de la historia humana, vino a
quebrarla y a otorgarle un sentido que fue expresado de diversas maneras por el
Nuevo Testamento, sea en la excitada anunciación del ángel a María en Lucas, en
los cánticos angelicales a los pastores en Mateo o en la sólida concentración
cristológica de Juan, el teólogo. Pablo, el apóstol, no se queda atrás y
recurre a la imagen de la antigua luz del Génesis (con cerca de 400 menciones
en toda la Biblia, y convertida en auténtica arma o armadura) para hablar de la
manera en que los creyentes, reflejo de la intención divina por develar todas
las cosas y sacarlas de la oscuridad endémica, deben comportarse en un mundo
que se caracteriza por los tratos oscuros y a espaldas de la verdad, de la misma
forma que el Maestro aseveró que sus discípulos en el mundo son ya la luz que
ha de cuestionar y enjuiciar todo lo que sea injusto en medio de éste (Mt
5.14-16). Como dice Barth, en el artículo sobre Poncio Pilato: “Este aspecto
tiene toda la vida política a la luz del Reino de Dios que se acerca: todo está
a punto de derrumbarse, todo aparece vencido y confundido de antemano. Esto es
un lado de la cuestión: Este mundo al cual ha venido Cristo es iluminado por El
poniéndose así de manifiesto toda su fragilidad”.[5]
Unos y otros intentaron aprehender y expresar de la mejor manera el
hecho de que la luz divina, ya presente en el mundo desde la venida de Jesucristo,
debe hacerse visible en la vida de los redimidos, hombres y mujeres que “ya
andan en la luz” y están revestidos de ella. Pablo termina su exhortación sobre
la conducta del cristiano otorgándole “toda la urgencia de quien está viviendo
los últimos días de la historia” (Biblia
de Nuestro Pueblo). “La conducta del cristiano es un dinamismo que empuja
hacia la victoria futura y definitiva que vendrá con la ‘parusía’ o ‘día del
Señor’”. Pues bien, Pablo insiste en “que la noche está avanzada, el día se
acerca” (Ro 13.12) y que, por tanto, “es hora de despertar, de despojarse de
corrupciones nocturnas, de vestirse para el día y para la luz, y de prepararse
para la batalla”, para el conflicto con las fuerzas de la oscuridad. Esta
dualidad coloca a los creyentes en estado de alerta máxima, pues las
situaciones concretas, cotidianas, deben estar completamente cubiertas: desde “no
deber nada a nadie” (v. 8), amar a los demás como lo exige la ley (8b),
defender la vida, la legalidad y no dejarse someter por los malos deseos
(9-10).
Esa actitud de cumplir plenamente con todas las obligaciones y
responsabilidades diarias capacita a quien es guiado por la fe en Jesús de
Nazaret para pensar y acometer “cosas mayores” hacia las que el apóstol llama la
atención en el v. 11a: “Estamos viviendo tiempos muy importantes, y ustedes han
vivido como si estuvieran dormidos. ¡Ya es hora de que despierten!”. Dejar de
pecar, dejar de vivir como predomina en el mundo (12a), es la premisa ineludible
para adquirir la mirada superior” de la fe. Se trata de que “todo el tiempo
andemos a plena luz del día” (13). Aquí la imagen se quiebra apuntando a lo
inexpresable: el atuendo de combate y la armadura del cristiano será el mismo
que venció a la muerte: “revístanse del Señor Jesucristo” (14), esto es, “déjense
proteger por la Luz Absoluta que es el Señor Jesucristo”. Con esas armas de luz
quiere el Señor Dios instalar su Reino en este mundo: “También estas posibilidades, las posibilidades
celestiales y eternas existen para ellos [los amados de Dios]. Existe la gran
posibilidad positiva de dejarse ‘revestir’ con las armas defensivas y ofensivas
contra el mal que sólo Dios puede dar, con el Señor Jesucristo mismo”.[6]
Porque, finalmente, nosotros, su pueblo, somos sus armas en este mundo de
oscuridad e injusticia.
[1] H. Aridjis, “La infinita melancolía de Dios”, en La poesía llama. México, FCE, 2018. La Gaceta del FCE, agosto de 2018, p. 3:
“El hombre, huérfano de Dios, pedazo de miedo/ rodeado de nada, ciego bajo la
luz, no puede concebir/ el Cuerpo incesante-mente creándose a sí mismo”.
[2] K. Barth, “El
misterio y el milagro de la Navidad”, en Bosquejo
de dogmática, trad. de M. Gutiérrez Marín, p. 47. También: Santander, Sal Terrae, 2005 (Presencia teológica, 108).
[3] K. Barth, “La
humanidad de Dios”, en Ensayos teológicos.
Barcelona, Herder, 1978, p. 9.
[4] K. Barth, “El
mensaje central”, en Adviento. Madrid,
Studium, 1970, p. 29.
[5] K. Barth, Bosquejo de dogmática, p. 75.
[6] K. Barth, Carta a los Romanos. Madrid, Biblioteca
de Autores Cristianos, 1998, p. 576.
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