10 de febrero, 2019
Entonces la gente que
vivía allí trataba de desanimar a los judíos y meterles miedo para que no
reconstruyeran el templo. Además, les pagaron a algunos asistentes del gobierno
para que no los dejaran continuar con la reconstrucción. Esdras
4.4-5a, TLA
El texto de Esdras no
deja de registrar la conflictividad causada por la forma tan positiva con que
los repatriados de Israel comenzaron los trabajos para reconstruir inicialmente,
el altar y el templo de Jerusalén. Al transcurrir el tiempo y con el cambio de
monarcas persas, la situación del principio, tan firme y bien determinada por
el decreto del rey Ciro II, fue modificándose hasta el punto de que surgió una
verdadera oposición a ese proyecto, disfrazada, como bien subraya Esdras 4, de
una aparente disposición para apoyarlo. Se habla explícitamente de “los
enemigos de Judá y de Benjamín” (v. 1a), quienes se presentaron ante Zorobabel y
los jefes de las familias en un diálogo imposible. Se trataba de una población
extranjera (pagana) que había sido llevada a Palestina por Esar-hadón rey de Asiria
entre los años 681 y 669 a.C., hijo de Senaquerib. En esa “transmigración”
forzada vio II Reyes 17.24-41 el origen de los samaritanos y de la implantación
de cultos diferentes al yahvismo. De manera que se conjuntaron elementos
raciales, religiosos y políticos para originar esta oposición que posteriormente
daría frutos: “A esta primera oposición se añade otra: si los primeros apelan
por dos veces a un soberano extranjero movido por el espíritu de Yahvé, que los
ha hecho volver a su tierra, Ciro (3.7 y 4.3), los segundos están vinculados
con el terrible soberano pagano Asaradón, rey de Asur, que los había deportado
a una tierra que les seguía resultando extraña (4.2)”.[1]
La temática planteada
anticipa el resto de la narración: la mención de los “enemigos” en Esd 4.1 se
repite en Neh 4.5, y el intento de hacer que fracase el proyecto de los
deportados (Esd 4.5) tiene su correspondiente inverso en Neh 4.15: “Y cuando
oyeron nuestros enemigos que lo habíamos entendido, y que Dios había
desbaratado el consejo de ellos, nos volvimos todos al muro, cada uno a su
tarea”. Así, desde el principio el lector está informado: “el fracaso
será tan sólo aparente y Dios dará la vuelta a la situación en favor de su
pueblo” (Ídem). Los vv. 1-3 asimilan
de manera polémica a los “enemigos de Judá y Benjamín” con las poblaciones
extranjeras (“los pueblos de los países”) deportadas por los soberanos asirios.
“Si la expresión es muy imprecisa, crea, no obstante, una tensión entre estos
autóctonos extranjeros del país y ‘los hijos de la deportación’, es decir, los
repatriados dirigidos por Josué y Zorobabel”.[2]
La argumentación del
v. 2 oculta, en buena parte, la mezcla de creencias y prácticas descritas en II
Reyes 17, presentada con el tono antipagano del momento: no necesariamente era
verdad que esos grupos hubieran aceptado el yahvismo como creencia religiosa
principal. La respuesta de Zorobabel y los demás líderes es directa y enérgica:
solamente los judíos (factor racial y religioso) podían llevar a cabo las
obras, debido a la orden de Ciro (v. 3). La reacción esperada, la manifestación
abierta de la oposición al trabajo aparece inmediatamente (v. 4), con lo que se
intentó desanimar a los reconstructores. Estamos ante una “una visión puramente
teológica, centrada en una definición estricta de la identidad judía. Queda por
identificar a estos ‘pueblos que habitan el país’ […]. Sin duda, más que
referirse a los extranjeros en el país, apunta a los judíos no deportados que
se mostraban reacios a las reivindicaciones de los antiguos propietarios para
que les devolvieran sus tierras; algunos oráculos proféticos (Ez 11.14-21; 33.23-29)
van en este sentido”.[3]
Las acciones
descritas en el v. 5 muestran la forma desleal (sobornos e intrigas) con que se
buscó detener el proyecto de reconstrucción durante el reinado de Ciro y Darío.
Pero la labor de zapa y rechazo no terminó ahí: ya en el reinado de Asuero (Jerjes
I, 519-465 a.C.), hijo de Darío, presentaron una acusación contra los judíos
(v. 6) y, mediante una argumentación estrictamente política, se dirigieron después
a Artajerjes (465-424 a.C.) para denunciarlos también. Aquí aparecen los
nombres de los dirigentes antijudíos, autoridades persas locales y sus esbirros
(vv. 7-10). Más allá de la precisión cronológica, la carta, escrita en arameo y
traducida al persa es una acusación frontal que señala el carácter “rebelde” de
la ciudad (12b, 15b: antecedente para su destrucción) y el enorme riesgo
posterior que implicaría su reconstrucción: “ También le hacemos saber que cuando ellos terminen de reparar
esos muros y la ciudad esté reconstruida, no van a querer pagar ninguna clase
de impuestos, y el tesoro del reino sufrirá pérdidas” (v. 13). Pero lo cierto
es que entraban muchos factores en juego:
El texto dramatiza
esta realidad, evocando un prolongado conflicto que termina con una
interrupción de los trabajos “hasta el segundo año del reinado de Darío, rey de
Persia” (4,24), en algún momento entre el 537 y el 520 a.C. En realidad,
existían otros factores que explican las dificultades para la reconstrucción
del Templo, algunos de tipo económico (Hag 1.5-11: 2.16-19; Zac 8.10), otros
debidos a disensiones internas (Is 58.4), e incluso tal vez la presencia de
movimientos hostiles a esta obra (Is 66.1-2). La reconstrucción de los hechos
en Esdras enmascara estos diversos factores a favor de una imagen altamente
apologética.[4]
La mención de las
murallas manifiesta la preocupación político-económica de fondo en la carta que
resalta con la advertencia final, en términos de la integridad del imperio en
esa zona geográfica: “Queremos que Su Majestad sepa que, si se reconstruye esa
ciudad y se terminan de reparar sus muros, usted ya no tendrá dominio sobre la
provincia que está al oeste del río Éufrates” (v. 16). La misiva tuvo éxito
y la respuesta del rey fue afirmativa para los intereses de los enemigos:
ordenó detener la construcción (21) a fin de “no perjudicar más al reino” (22).
La oposición se impuso provisionalmente, “con poder y violencia” (23) hasta el
segundo año de Darío (24). La lectura teológica del pasado de Jerusalén (¡practicada
también por sus adversarios!) se volvió en su contra al momento de tomar la
determinación de detener las obras. Po ello, la actitud de aceptación de ese nuevo
obstáculo debía pasar por un reconocimiento y un discernimiento espiritual de
los judíos de las nuevas adversidades que debían enfrentar para llevar a cabo
los proyectos de Dios en esos tiempos. La estrategia debía ser eminentemente
religiosa para sobrellevar la oposición y recuperar el ánimo para seguir
colaborando en los planes divinos.
Tal como resume
Walter Brueggemann al hacer mención del horizonte espiritual de toda esta
reconstrucción: “A Israel le quedaba planear y reconstruir la nueva vida que
Yahvé le había concedido gracias a su perdón. Esta planificación y
reconstrucción se convierte en la tarea permanente del judaísmo. Es obvio que
la labor del judaísmo siempre tiene lugar después del exilio y se sitúa en el
horizonte de la tendencia congregadora, sanadora, reconciliadora y amorosa de
Yahvé”.[5]
[1] Philippe Abadie, El
libro de Esdras y de Nehemías. Estella, Verbo Divino, 1998 (Cuadernos
bíblicos, 95), p. 22, www.mercaba.org/SANLUIS/CUADERNOS_BIBLICOS/095%20El%20libro%20de%20Esdras%20y%20de%20Nehemias%20(PHILIPPE%20ABADIE).pdf.
[2] Philippe Abadie y
Pierre de Martin de Viviès, Los cuatro libros de Esdras. Estella, Verbo
Divino, 2014 (Cuadernos bíblicos, 180), p. 12
[3] Ídem.
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