RECONSTRUCCIÓN DEL ALTAR Y
OPOSICIONES
Philippe Abadie y Pierre de
Martin de Viviès
Desde el v. 1, el capítulo 3 de Esdras
da la imagen de una cierta unanimidad en la
reconstrucción del altar: bajo la dirección del sumo sacerdote Josué y de
Zorobabel, último heredero de la Casa de David, el pueblo se congrega al
unísono para reconstruir el altar destruido durante el saqueo de Jerusalén en
el 586 a.C. Esta presentación no está exenta de problemas. A la luz de Jer 41.4-5
y del libro de las Lamentaciones, puede dudarse que el culto hubiera cesado
durante el exilio. Además, el oráculo más realista de Hag 1, que muestra a los
judíos más preocupados de sus problemas inmediatos que del Templo en ruinas,
invita a rechazar esa imagen. De nuevo encontramos aquí una transferencia de la
temática central del libro, según la cual
los repatriados del exilio son los
verdaderos herederos del Templo. En este sentido apunta el hecho precisado en
el v. 3, a saber, que el altar es restaurado en el lugar exacto de su
destrucción. Como la restitución de los objetos de culto (1.7-11), este aspecto
establece una continuidad entre los judíos deportados y los repatriados del
exilio.
El relato
mismo está lejos de ser claro; dos acontecimientos distintos en el tiempo
parecen colisionar: la restauración del altar (vv. 1-6) seguida de la
reconstrucción del santuario (vv. 7-11). Si puede atribuirse la segunda a Josué
y a Zorobabel (entre el 520 y el 515 a.C.) a la luz de Esd 5.13-16, la
paternidad de la primera procede, sin duda, de Sesbasar, ese personaje oscuro de
los primeros retornados (después del 539 a.C.). Aun cuando el libro reduzca su
función a una sola acción (1.11) y omita su nombre en la lista de los
dirigentes del retorno (2.2), Sesbasar debió de tener un papel nada irrelevante
en los inicios de la restauración judía. Pero este relativo silencio se debe al
hecho de que la redacción final ha construido los acontecimientos en torno a
dos dúos principales: el sacerdote (Josué, después Esdras) y el gobernante
(Zorobabel, después Nehemías); en esta estructura de conjunto no había lugar
para Sesbasar.
Por
consiguiente, la información del v. 3, según la cual los repatriados se
enfrentan a la hostilidad «de los pueblos del país», adquiere todo su sentido.
Según la imagen insinuada aquí, la expresión remite a las poblaciones
heterogéneas —de ahí que sea retomada en Esd 9,1.2.11 y Neh 10,29 en el marco
de la ruptura de los matrimonios mixtos—; sin embargo, se habla más
habitualmente de “pueblos que habitan en el país” (así en Esd 10,2.11 y en Neh
10,31.32). El relato los asimila con las poblaciones extranjeras deportadas a
Judá por los soberanos asirios, calificándolos de «enemigos de Judá y de
Benjamín» (4,1- 2). Si la expresión es muy imprecisa, crea, no obstante, una
tensión entre estos autóctonos extranjeros del país y «los hijos de la
deportación», es decir, los repatriados dirigidos por Josué y Zorobabel. Esd 4
permite precisar ciertas informaciones: se trata de gente establecida allí “desde
el tiempo de Asaradón” —lo que evoca el relato polémico de 2 Re 17.23-41, que
descalifica el origen de los samaritanos (17,19)—.
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EL CAMINAR DEL DISCÍPULO
DISCIPULADO Y SEGUIMIENTO
DE JESÚS
Dietrich Bonhoeffer
La vida del
discípulo se acredita en el hecho de que nada se interponga entre Cristo y él, ni la ley, ni la piedad personal,
ni el mundo. El seguidor no mira más que a Cristo. No ve a Cristo y al mundo.
No entra en este género de reflexiones, sino que sigue sólo a Cristo en todo.
Su ojo es sencillo. Descansa completamente en la luz que le viene de Cristo; en
él no hay ni tinieblas ni equívocos. Igual que el ojo debe ser simple, claro y
puro para que el cuerpo permanezca en la luz, igual que el pie y la mano sólo
reciben la luz del ojo, igual que el pie vacila y la mano se equivoca cuando el
ojo está enfermo, igual que el cuerpo entero se sumerge en las tinieblas cuando
el ojo se apaga, lo mismo al discípulo, que sólo se encuentra en la luz cuando
mira simplemente a Cristo, y no a esto o aquello; es preciso, pues, que el
corazón del discípulo sólo se dirija a Cristo. Si el ojo ve algo distinto de lo
real, se engaña todo el cuerpo. Si el corazón se apega a las apariencias del
mundo, a la criatura más que al Creador, el discípulo está perdido.
Son los
bienes de este mundo los que quieren apartar de Jesús el corazón del discípulo.
¿Hacia qué se inclina el corazón del discípulo?: esta es la pregunta. ¿Se
inclina a los bienes de este mundo? ¿Se inclina a Cristo y a estos bienes? ¿Se
inclina a Cristo solo? La lámpara del cuerpo es el ojo; la lámpara del seguidor
es el corazón. Si el ojo es tiniebla, ¡qué grandes deben de ser las tinieblas
en el cuerpo! Si el corazón es tinieblas, ¡qué grandes deben de ser las
tinieblas en el discípulo! Ahora bien, el corazón se entenebrece cuando se
apega a los bienes del mundo.
Por muy
apremiante que sea la llamada de Jesús, rebota, no consigue entrar en el hombre
porque el corazón está cerrado, pertenece a otro. Igual que ninguna luz penetra
en el cuerpo cuando el ojo está enfermo, la palabra de Jesús no llega hasta el
discípulo cuando su corazón se cierra. La palabra es ahogada, como la semilla
bajo las espinas, “bajo las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la
vida” (Lc 8.14).
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GRACIA, MISTERIO, BELLEZA Y
LIBERTAD: CUATRO AFIRMACIONES DE LA TEOLOGÍA REFORMADA (IV)
Cynthia Rigby
Libertad
en Cristo
Las congregaciones que estudian la teología reformada tienen la
oportunidad de repensar el carácter de la libertad humana al abrazar la
soberanía o libertad de Dios. Muy a menudo, la idea de que Dios es soberano se
asocia con la suposición de que, por lo tanto, los seres humanos no son tan
libres; estamos obligados a obedecer, a someternos al gobierno de Dios y a
comprender nuestra relativa insignificancia como participantes en la historia
de la salvación. La teología reformada corrige la idea errónea de que honrar la
libertad de Dios significa aceptar la libertad humana como algo insignificante,
en términos relativos.
La teología reformada enseña, en
contraste con esto, que el Dios que es soberano ha elegido “amarnos [a
nosotros] en libertad” (según Barth), incluyéndonos como participantes
esenciales en la propia vida y obra de Dios. Esto sucede por medio de nuestro
Salvador Jesucristo, por el poder del Espíritu Santo. A través de Cristo, Dios
en la libertad divina ha entrado plenamente en la condición humana (incluso
hasta la muerte en la cruz) y nos ha elevado (en la resurrección y la
ascensión). La libertad de Dios, entonces, no implica la disminución de la
libertad o la actuación humana. Más bien, Dios nos ha exaltado libremente de
maneras que nunca hubiéramos imaginado, reclamándonos en Jesucristo como amigos
y socios en el ministerio de reconciliación (Juan 15:15; 2 Corintios 5).
Una de las implicaciones de
entender nuestra libertad en relación con la soberanía de Dios es, según Barth,
que no tenemos que vivir estresados todo el tiempo. La vida ansiosa es un lugar
común en un mundo convencido de que debemos trabajar duro y continuamente para
ser “ganadores”, creando espacios para nosotros en relación con nuestras
carreras, nuestra dinámica familiar y en las redes sociales, por ejemplo.
Recordar que Dios es soberano y
que, en su soberanía nos ha incluido plenamente, es darnos cuenta de que no
tenemos que competir por un espacio para crear y servir más de lo que
necesitamos para demostrar nuestra valía, pues ya ha sido preparado un lugar
para nosotros. Las congregaciones que estudian y creen esto podrían convertirse
en comunidades en las que los miembros no sólo tengan la seguridad de ser
aceptados y amados, sino que también son alentados a usar sus dones de forma
libre e innovadora para servir a los demás.
The Presbyterian Outlook, 7 de enero de 2019
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