sábado, 9 de febrero de 2019

Letra 607, 10 de febrero de 2019


RECONSTRUCCIÓN DEL ALTAR Y OPOSICIONES
Philippe Abadie y Pierre de Martin de Viviès


Desde el v. 1, el capítulo 3 de Esdras da la imagen de una cierta unanimidad en la reconstrucción del altar: bajo la dirección del sumo sacerdote Josué y de Zorobabel, último heredero de la Casa de David, el pueblo se congrega al unísono para reconstruir el altar destruido durante el saqueo de Jerusalén en el 586 a.C. Esta presentación no está exenta de problemas. A la luz de Jer 41.4-5 y del libro de las Lamentaciones, puede dudarse que el culto hubiera cesado durante el exilio. Además, el oráculo más realista de Hag 1, que muestra a los judíos más preocupados de sus problemas inmediatos que del Templo en ruinas, invita a rechazar esa imagen. De nuevo encontramos aquí una transferencia de la temática central del libro, según la cual los repatriados del exilio son los verdaderos herederos del Templo. En este sentido apunta el hecho precisado en el v. 3, a saber, que el altar es restaurado en el lugar exacto de su destrucción. Como la restitución de los objetos de culto (1.7-11), este aspecto establece una continuidad entre los judíos deportados y los repatriados del exilio.
El relato mismo está lejos de ser claro; dos acontecimientos distintos en el tiempo parecen colisionar: la restauración del altar (vv. 1-6) seguida de la reconstrucción del santuario (vv. 7-11). Si puede atribuirse la segunda a Josué y a Zorobabel (entre el 520 y el 515 a.C.) a la luz de Esd 5.13-16, la paternidad de la primera procede, sin duda, de Sesbasar, ese personaje oscuro de los primeros retornados (después del 539 a.C.). Aun cuando el libro reduzca su función a una sola acción (1.11) y omita su nombre en la lista de los dirigentes del retorno (2.2), Sesbasar debió de tener un papel nada irrelevante en los inicios de la restauración judía. Pero este relativo silencio se debe al hecho de que la redacción final ha construido los acontecimientos en torno a dos dúos principales: el sacerdote (Josué, después Esdras) y el gobernante (Zorobabel, después Nehemías); en esta estructura de conjunto no había lugar para Sesbasar.
Por consiguiente, la información del v. 3, según la cual los repatriados se enfrentan a la hostilidad «de los pueblos del país», adquiere todo su sentido. Según la imagen insinuada aquí, la expresión remite a las poblaciones heterogéneas —de ahí que sea retomada en Esd 9,1.2.11 y Neh 10,29 en el marco de la ruptura de los matrimonios mixtos—; sin embargo, se habla más habitualmente de “pueblos que habitan en el país” (así en Esd 10,2.11 y en Neh 10,31.32). El relato los asimila con las poblaciones extranjeras deportadas a Judá por los soberanos asirios, calificándolos de «enemigos de Judá y de Benjamín» (4,1- 2). Si la expresión es muy imprecisa, crea, no obstante, una tensión entre estos autóctonos extranjeros del país y «los hijos de la deportación», es decir, los repatriados dirigidos por Josué y Zorobabel. Esd 4 permite precisar ciertas informaciones: se trata de gente establecida allí “desde el tiempo de Asaradón” —lo que evoca el relato polémico de 2 Re 17.23-41, que descalifica el origen de los samaritanos (17,19)—.

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EL CAMINAR DEL DISCÍPULO
DISCIPULADO Y SEGUIMIENTO DE JESÚS
Dietrich Bonhoeffer

La vida del discípulo se acredita en el hecho de que nada se interponga entre Cristo y él, ni la ley, ni la piedad personal, ni el mundo. El seguidor no mira más que a Cristo. No ve a Cristo y al mundo. No entra en este género de reflexiones, sino que sigue sólo a Cristo en todo. Su ojo es sencillo. Descansa completamente en la luz que le viene de Cristo; en él no hay ni tinieblas ni equívocos. Igual que el ojo debe ser simple, claro y puro para que el cuerpo permanezca en la luz, igual que el pie y la mano sólo reciben la luz del ojo, igual que el pie vacila y la mano se equivoca cuando el ojo está enfermo, igual que el cuerpo entero se sumerge en las tinieblas cuando el ojo se apaga, lo mismo al discípulo, que sólo se encuentra en la luz cuando mira simplemente a Cristo, y no a esto o aquello; es preciso, pues, que el corazón del discípulo sólo se dirija a Cristo. Si el ojo ve algo distinto de lo real, se engaña todo el cuerpo. Si el corazón se apega a las apariencias del mundo, a la criatura más que al Creador, el discípulo está perdido.
Son los bienes de este mundo los que quieren apartar de Jesús el corazón del discípulo. ¿Hacia qué se inclina el corazón del discípulo?: esta es la pregunta. ¿Se inclina a los bienes de este mundo? ¿Se inclina a Cristo y a estos bienes? ¿Se inclina a Cristo solo? La lámpara del cuerpo es el ojo; la lámpara del seguidor es el corazón. Si el ojo es tiniebla, ¡qué grandes deben de ser las tinieblas en el cuerpo! Si el corazón es tinieblas, ¡qué grandes deben de ser las tinieblas en el discípulo! Ahora bien, el corazón se entenebrece cuando se apega a los bienes del mundo.
Por muy apremiante que sea la llamada de Jesús, rebota, no consigue entrar en el hombre porque el corazón está cerrado, pertenece a otro. Igual que ninguna luz penetra en el cuerpo cuando el ojo está enfermo, la palabra de Jesús no llega hasta el discípulo cuando su corazón se cierra. La palabra es ahogada, como la semilla bajo las espinas, “bajo las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida” (Lc 8.14).

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GRACIA, MISTERIO, BELLEZA Y LIBERTAD: CUATRO AFIRMACIONES DE LA TEOLOGÍA REFORMADA (IV)
Cynthia Rigby

Libertad en Cristo
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Las congregaciones que estudian la teología reformada tienen la oportunidad de repensar el carácter de la libertad humana al abrazar la soberanía o libertad de Dios. Muy a menudo, la idea de que Dios es soberano se asocia con la suposición de que, por lo tanto, los seres humanos no son tan libres; estamos obligados a obedecer, a someternos al gobierno de Dios y a comprender nuestra relativa insignificancia como participantes en la historia de la salvación. La teología reformada corrige la idea errónea de que honrar la libertad de Dios significa aceptar la libertad humana como algo insignificante, en términos relativos.
La teología reformada enseña, en contraste con esto, que el Dios que es soberano ha elegido “amarnos [a nosotros] en libertad” (según Barth), incluyéndonos como participantes esenciales en la propia vida y obra de Dios. Esto sucede por medio de nuestro Salvador Jesucristo, por el poder del Espíritu Santo. A través de Cristo, Dios en la libertad divina ha entrado plenamente en la condición humana (incluso hasta la muerte en la cruz) y nos ha elevado (en la resurrección y la ascensión). La libertad de Dios, entonces, no implica la disminución de la libertad o la actuación humana. Más bien, Dios nos ha exaltado libremente de maneras que nunca hubiéramos imaginado, reclamándonos en Jesucristo como amigos y socios en el ministerio de reconciliación (Juan 15:15; 2 Corintios 5).
Una de las implicaciones de entender nuestra libertad en relación con la soberanía de Dios es, según Barth, que no tenemos que vivir estresados todo el tiempo. La vida ansiosa es un lugar común en un mundo convencido de que debemos trabajar duro y continuamente para ser “ganadores”, creando espacios para nosotros en relación con nuestras carreras, nuestra dinámica familiar y en las redes sociales, por ejemplo.
Recordar que Dios es soberano y que, en su soberanía nos ha incluido plenamente, es darnos cuenta de que no tenemos que competir por un espacio para crear y servir más de lo que necesitamos para demostrar nuestra valía, pues ya ha sido preparado un lugar para nosotros. Las congregaciones que estudian y creen esto podrían convertirse en comunidades en las que los miembros no sólo tengan la seguridad de ser aceptados y amados, sino que también son alentados a usar sus dones de forma libre e innovadora para servir a los demás.

The Presbyterian Outlook, 7 de enero de 2019

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