3 de noviembre, 2019
Los sacerdotes y sus
ayudantes realizaron la ceremonia de purificación, para que ellos mismos
pudieran adorar a Dios, junto con todo el pueblo. También purificaron las
entradas de la ciudad y el muro de protección, para que Dios los aceptara con
agrado.
Nehemías 12.30, TLA
En el cap. 12 del libro de Nehemías se describe la
forma en que fueron dedicados los muros renovados de la ciudad de Jerusalén,
como parte de la consumación del proyecto de reconstrucción de todas las áreas
estratégicas de la vida del pueblo judío, comenzando, en primer lugar por la
conciencia del mismo y su mentalidad de seguir adelante participando en el
proyecto divino de hacer visible su acción redentora en medio del mundo, de
manera universal. “El relato de la ceremonia de dedicación de los muros
enfatiza el gozo del pueblo, y el entusiasmo de1a comunidad al ver un sueño
hecho realidad. Desde la destrucción de la ciudad a manos de Nabucodonosor,
hasta el momento que finalizan las obras de reconstrucción, habían pasado más
de 100 años”.[1]
Como bien enfatiza Samuel Pagán, muchos de los integrantes del pueblo habían
leído los poemas de angustia en torno a la destrucción de la ciudad, como Lam 1
y 2, o el Salmo 137, y los poemas de Sión ( Isaías 40; 49.8-26; 54; Ez
37.1-14). La dedicación de los muros fue parte de un sueño largamente acariciado
que se hizo realidad.
Todo el esfuerzo
realizado por la comunidad postexílica para la restauración del templo, los muros
y las instituciones religiosas era digna de reconocimiento. El pueblo trabajó
con tesón, esfuerzo y mucha valentía. La comunidad no se dejó amedrentar amilanó
por las adversidades (que fueron muchas) o por la oposición (que hizo sentir su
fuerza varias veces). Sus objetivos claros se fueron dirigiendo a lo que, poco
a poco, se perfiló como lo que verdaderamente estaba sucediendo: todo el
proceso fue de una “reingeniería divina” que se realizó progresivamente para
cambiar definitivamente el rostro social, moral y espiritual del pueblo. Si por
“reingeniería” se entiende la recreación
y reconfiguración de las actividades y
procesos de una organización, al final del libro de Esdras-Nehemías queda
bastante claro que las cosas se habían transformado profundamente. De unos
comienzos inciertos, sometidos a la voluntad tendenciosa y arbitraria del
imperio persa, que veía en Yehud tan sólo un territorio fronterizo y, por lo
tanto, estratégico para sus intereses, se evolucionó hacia una mentalidad cada
vez más clara de encontrarse en las manos de su Dios, quien estaba realizando
en todos ellos una profunda transformación que tendría un gran impacto en la
historia. Los avances conseguidos fueron colocados en relación con una visión
más amplia que se desarrollaría más adelante, ya con un perfil bien definido de
la comunidad que la experimentaría en tiempos radicalmente nuevos y bastante
exigentes también.
“El esfuerzo de los judíos
de la época de restauración contrasta con la finalidad de los que construyeron
la torre de Babel, según la narración de Gn 11.1-9. El objetivo de Nehemías fue
reconstruir los muros para darle seguridad al pueblo y a la ciudad”.[2] Esdras
había contribuido a la restauración religiosa de la comunidad judía con base en
lo que ésta había vivido durante el exilio. Los dos líderes estuvieron
profundamente comprometidos con el pueblo judío y mostraron que su propósito no
era solamente obtener un poder personalizado sino que, de manera colegiada y
complementaria, actuaron desde el ejercicio alternativo del poder para lograr los
objetivos centrales. Todo ello porque el fundamento mismo de sus labores y
sacrificios se basaba en la convicción firme y clara de que estaban llevando a
cabo la voluntad divina de varios procesos:
a) Primero que nada, preservar lo que Dios quería que se
mantuviese (el culto, la ley, la fe recibida desde la antigüedad, las
tradiciones y las fiestas significativas).
b) Señalar crítica y proféticamente aquellas realidades
nocivas para la vida de la comunidad (matrimonios mixtos, usura, explotación,
desobediencia a los rituales).
c) Recuperar o reconstruir los espacios, instancias o instituciones
que habían perdido la presencia que debían tener (templo, organización sacerdotal,
repoblar Jerusalén).
d) Acaso lo más difícil y desafiante: deshacerse de lo
obsoleto, innecesario y corrupto (sacerdocio, beneficio para unos cuantos,
simulación, abuso) a fin de incorporar nuevos elementos a su cosmovisión, a su
manera de ver el mundo, de pensar y de actuar (el impacto irreversible de las
sinagogas, cosmopolitismo, universalidad, proyección escatológica, renovación
de la esperanza).
Aquí sobresale
especialmente lo que podría denominarse como el “paradigma de la participación horizontal
para el beneficio colectivo” puesto que el objetivo último de las obras de
Esdras y Nehemías era construir para servir al pueblo en el nombre del Señor. Si
la mítica construcción de la torre de Babel destacó como objetivo construir
para llegar al cielo y “hacerse de un nombre” (Gn 11.4), es decir, una gran
reputación llena de orgullo malsano, llegar “a las alturas” y disfrutar de un
amplio reconocimiento por toda la tierra, dicho objetivo contrasta profundamente
con el de Esdras y Nehemías: “Los constructores de Babel buscaban el prestigio;
los que trabajaban en la reconstrucción de los muros deseaban ser fieles a Dios
y al pueblo”. Nada más que eso, pero tampoco nada menos. La parte propositiva
del proyecto miraba hacia mucho tiempo adelante en el tiempo tal como lo
propuso el profeta Zacarías en sus visiones escatológicas.
El registro de personas
participantes en el proyecto divino mostró a un pueblo dispuesto a unirse solidariamente
al proceso de reingeniería divina que fue capaz de moldear de otra manera las
mentalidades y esperanzas colectivas, algo que era muy difícil de lograr. La reingeniería
divina daría sus frutos en un tiempo que no se avizoraba suficientemente.
Al
fijarse como objetivo la reedificación del templo, los repatriados demostraban lo
que eran: hombres inflamados por el mensaje de los profetas del destierro, dispuestos
a reconstruir su mundo bajo este impulso. […] Frente a ellos, el “pueblo del
país”, que no había conocido el bautismo del destierro y que se había mezclado
con las poblaciones circundantes, con las consecuencias sincretistas que implicaba
este proceso.
Por primera vez, la dirección espiritual del pueblo elegido no
correspondía ya a los que tenían sus raíces hundidas en la tierra, signo por excelencia
de la alianza, sino a los que tenían por raíces el mensaje de los profetas. Era
el comienzo del judaísmo. Sin embargo, el profeta Malaquías (entre el 500 y el
450) deja adivinar un período ulterior de mediocridad (cf. Mal 1.13-14; 2.7-12)
en el que no acababa de llegar la renovación esperada.[3]
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