17 de noviembre de 2019
Luego de hacer eso, le dije a Dios: “¡Dios mío, toma en cuenta esto que acabo de hacer, y no te olvides de todo lo bueno que he hecho por tu templo y por el culto!”. Nehemías 13.14, TLA
El
último capítulo del libro de Nehemías traza el panorama final de las reformas
realizadas y coloca el proyecto realizado en un horizonte futuro sumamente
preocupante por causa de la inestabilidad que refleja el relato. Ante la conclusión
de los trabajos de reconstrucción y reedificación, era preciso redefinir el
rumbo del pueblo en medio de una situación que, al menos aparentemente, había
alcanzado cierto equilibrio. A la alegría del capítulo anterior, en el que se
consagraron los trabajos terminados de las murallas y el templo, le seguiría
ahora una etapa de transición que conectaría, posteriormente, con la nueva hegemonía
de turno. Nehemías deseaba dejar como legado propio un ambiente lo más estable
posible, a fin de continuar la marcha hacia adelante, al menos ya con la
comunidad judía establecida en el añorado territorio antiguo, aun cuando
seguirían sometidos a los designios de los imperios sucesivos. Con todo, se aseguró
la continuidad de la tradición judía durante varios siglos sobre nuevas bases,
que se mantuvieron bastante firmes en medio de los vaivenes sociopolíticos. El
futuro más comprometedor sería valorar la continuidad (o discontinuidad) de
todos estos procesos con el surgimiento de los asmoneos como una fuerza que
resistió violentamente las agresiones de gobernantes posteriores. El imperio
persa extendería su dominio hasta el año 333 a.C., cuando Alejandro Magno lo
sometió e incluso visitó Palestina. A partir de entonces se consumaría la
helenización del mundo conocido.
Lo primero que salta a la vista es la continuidad de
la lectura pública de la ley antigua que, nuevamente, permitió recuperar
algunos lineamientos relacionados con la pureza racial del pueblo. La ordenanza
específica era en contra de incorporar a amonitas y moabitas (13.1; Dt 23.3). La
razón de la prohibición era muy antigua: “…esa gente no les dio a los
israelitas el pan y el agua que necesitaban, y en cambio le pagó a Balaam para
que los maldijera” (13.2a; Nm 22-24). En aquella remota ocasión Dios transformó
los malos augurios en algo bueno (2b). Inmediatamente, se procedió a expulsar a
todos los que se habían mezclado con extranjeros (3). La marea nacionalista y
purificadora nuevamente estaba en marcha para aplacar los impulsos integradores
y más abiertos hacia otros pueblos.
La oportunidad por demostrar los males de estas
relaciones raciales aparece a continuación, pues el sacerdote Eliasib, jefe de
las bodegas del templo, había emparentado con Tobías, el gobernador amonita (4)
y le había permitido ocupar una habitación dentro del mismo, lo cual fue visto
como una auténtica profanación, dado que allí se guardaban ofrendas y
utensilios para los sacerdotes, sus ayudantes, los cantores y los vigilantes de
las entradas (5). Eso sucedió en ausencia de Nehemías, quien en el año 32 de Artajerjes
estuvo en Babilonia con él (6a). Al volver, autorizado por el rey, se enteró de
esas acciones (7) y reaccionó con enorme enojo, por lo que ordenó el desalojo y
la purificación obligada de ese espacio (8-9), para luego retomar el uso
original del lugar. Este episodio muestra la gran reacción del dirigente en
contra de una decisión realista y relajada del nuevo sacerdocio de Jerusalén.
A la nueva imposición del criterio de pureza racial el
teólogo español Xabier Pikaza (Las mujeres de la Biblia Judía) lo denominó “el
triunfo de la endogamia”, es decir, el cierre de la posibilidad de un mestizaje
que, aun cuando estaba en jarcha y resultaría imparable, fue un gran obstáculo
para afianzar mucho de lo conseguido con la reconstrucción realizada hasta ese
momento.
El
rechazo de la Diosa se refleja en la expulsión de las mujeres extranjeras, de
tal forma que el nuevo judaísmo se constituye como un pueblo endogámicamente
religioso. […]
La
observancia del sábado y el rechazo del matrimonio con extranjeras constituyen
los dos grandes signos del nuevo judaísmo. […]
El
gesto de expulsar a las mujeres “extranjeras” (que estrictamente hablando no
eran extranjeras, pues formaban parte de otras corrientes de vida israelita)
constituye un signo de debilidad extrema: los dirigentes judíos temen las
mujeres que tengan otra forma de entender la vida (otra manera de interpretar la
cultura/religión, sobre todo porque ellas tienen en sus manos el cuidado de los
hijos). Por eso, a fin de asegurar la fidelidad socio/religiosa de sus hijos,
los jefes del nuevo judaísmo exigen que las mujeres de los judíos sean también
judías de su misma tendencia. De esa
manera, la experiencia más honda de trascendimiento y fidelidad ética del
judaísmo se ha vinculado con un gesto ambiguo de separación: para ser religioso
y judío fiel hay que expulsar a las mujeres extranjeras. De los derechos de
esas mujeres no se dice nada.[1]
Pikaza profundiza en esta determinación mediante una
lectura perspicaz sobre sus objetivos más profundos: el principio matrilineal (judío
= hijo de judía) no estaba al servicio de la mujer sino al contrario. Se trataba
de defender a los hombres, de evitar que ellos se contaminasen al casarse con
mujeres impuras (que tendrían, a su vez, hijos impuros). “Esta ley sirve para
proteger el carácter judío de un hombre y de sus hijos. Este principio (¡que no
se case un judío con una no judía!) no se puede invertir, pues en el caso de
una mujer judía que se casa con un no-judío, sus hijos pertenecen a la familia
del marido (están fuera de Israel), de manera que no constituyen un riesgo de
contaminación para el judaísmo”.[2]
El otro aspecto de la narración es la falta de
obediencia a las determinaciones sobre el apoyo alimenticio a los ayudantes de
los sacerdotes, quienes junto con los cantores decidieron irse al campo (10). Nehemías
reprendió airadamente a los responsables por esa falta y reinstaló a las
personas en cuestión (11), con lo que se retomó lo acordado sobre el acopio y
el manejo de los recursos, especialmente los diezmos de trigo, vino y aceite
(12). Luego nombró a otro encargado de las bodegas con sus ayudantes, con el
fin de que la distribución fuese equitativa (13). Es en este punto en que
reaparece otra de las oraciones breves de Nehemías referidas a su actuación: “Luego
de hacer eso, le dije a Dios: ‘¡Dios mío, toma en cuenta esto que acabo de
hacer, y no te olvides de todo lo bueno que he hecho por tu templo y por el
culto!’” (14). Sigfried Herrmann apunta muy bien acerca de la minuciosidad de
estos relatos: “Estos sucesos y estas medidas especiales cuadran claramente con
la imagen compleja de la época; pero precisamente lo cotidiano necesitaba ser
regulado hasta en sus detalles. Esdras y Nehemías debieron consolidar de forma
decisiva para varias generaciones la situación postexílica de Jerusalén-Judá”.[3]
De modo que la reingeniería divina para reconstruir al
pueblo atravesó por factores familiares, sociopolíticos y religiosos que, al
entrar en juego de manera dinámica, obligó a dirigentes como Nehemías a actuar
mediante la complicada implementación de sus últimas reformas, encaminadas a
consolidar lo conseguido en el proceso de reconstrucción y reedificación física
y de las instituciones sagradas. El proyecto divino se estableció, así, gracias
a la conjunción de múltiples elementos que entraron en juego.
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