29 de marzo de 2021
Hay que considerar el contexto histórico en el que el Maestro enseña esta parábola. Aquí hace referencia al banquete de bodas, el cual es una imagen bíblica, y sirve para exaltar el carácter bondadoso y maravilloso del amor de Dios por sus hijos.
Conviene detenernos aquí para observar
algunos puntos de comparación. A menudo se compara el Reino de los cielos como
la alegría de un banquete. Esta misma parábola está en el Evangelio de Lucas
motivada por la exclamación de uno de los que comían con Jesús: “¡Dichoso el
que pueda comer en el Reino de Dios!” (Lc 14.15). En el caso de la parábola se
trata del banquete más excelente, las bodas del hijo. Imposible no identificar
este hijo con Jesús, que en diversas ocasiones asume el rol del esposo. Cuando
explica por qué, mientras está él en el mundo, no pueden sus discípulos ayunar,
dice: “¿Pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el esposo
está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el esposo; entonces
ayunarán” (Mt 9.15). El esposo nos ha sido arrebatado; pero volverá, de manera
que todos estamos como las vírgenes que lo esperan vigilantes, hasta que
resuene el grito: “¡Ya está aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro!” (Mt 25.6).
En esta celebración se verá quién fue solo
llamado y quien ha sido escogido a participar de esperada celebración, y todo
dependerá de la vestimenta que tengamos en ese momento. Así que debemos estar
listos para ese momento y evitar ser rechazados por nuestro Padre.
Los primeros invitados despreciaron la
invitación; pero también la desprecian los que no se esfuerzan por vivir de
manera digna de ella, es decir, los que no hacen nada por proveerse del vestido
adecuado. “El vestido de lino son las buenas obras de los santos” (Apoc 19.8).
El que no lleve este vestido será arrojado fuera del banquete, según la orden
que el rey dio a los sirvientes: “Atadle de pies y manos y echadle a las
tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes”. La llamada
de Dios es enteramente gratuita, pero exige de los que han sido llamados una
conducta coherente con su condición de escogidos.
El banquete estaba a punto de iniciar.
Entonces van a ser invitados los otros pueblos: “Dice el rey a sus siervos: La
boda está preparada, pero los invitados no eran dignos. Id, pues, a los cruces
de los caminos y, a cuanto encuentren, invitarlo a la boda. Los siervos salen a
los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y el salón
de bodas se llenó de comensales”. Estos son los dichosos que han sido invitados
al banquete de bodas del Cordero. Ha sido una invitación enteramente gratuita,
sin mérito alguno de su parte. Pero ella exige un cambio radical de vida, que
sea acorde con esta nueva dignidad. Así como dice San Pablo a los Efesios: “Os
exhorto... a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido
llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros
por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de
la paz” (Ef 4.1-3).
Aquí vemos el misterio de la llamada de
Dios. Y aquí está insinuada la Iglesia. En efecto, la Iglesia es la comunidad
de los llamados, de los invitados a la boda. En griego (leguaje original del
Nuevo Testamento, la palabra traducida como “llamado” es kletos. Kletos
a su vez está relacionada con el sustantivo klesis, que significa “un
llamado” y se refiere “especialmente a la invitación de Dios para el hombre a
aceptar los beneficios de la salvación, “Llamar, los llamados, llamado”. Esta
palabra también es similar al equivalente griego de “iglesia”, ekklesia,
que significa “llamado a salir”. En otras palabras, la Iglesia es el grupo de
los llamados (invitados) por Dios a comprender su plan, arrepentirse de sus
pecados y recibir el Espíritu Santo.
El llamamiento proviene de Dios, y Él es
el único que puede llamar (invitar) a alguien. Cristo mismo lo confirma en Juan
6.44 diciendo que “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le
trajere; y yo le resucitaré en el día postrero”. Dios llama a los que quiere y
ellos forman parte de la comunidad de los convocados (esto quiere decir
Iglesia) y la Iglesia es objeto del amor de Cristo.
Sin embargo, ser llamado no es suficiente
para ser santo. El siguiente paso es responder al llamamiento (invitación) de
Dios. Para ser escogidos, no sólo debemos aceptar el llamado y estar
agradecidos con él, también debemos poder hacer algo para servir a Dios y su
Hijo.
Los nuevos invitados tampoco atendieron al
llamado y se negaron con excusas y justificaciones para no asistir a la
celebración. Por lo cual el rey se indignó y envió a más siervos para que
invitara a todos, buenos y malos. Pero debían asistir con una vestimenta
apropiada, tal como lo dicta su palabra: “Vestíos, pues, como escogidos de
Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad,
de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a
otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó,
así también hacedlo vosotros. Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es
el vínculo perfecto. Y la paz de Dios gobierne en vuestros corazones, a la que
asimismo fuisteis llamados en un solo cuerpo; y sed agradecidos” (Col 3.12-15).
Todos fueron llamados: los negligentes,
los rebeldes, los vagabundos, "malos y buenos", y el mismo que no se
presentó con el traje nupcial. Sin embargo, no todos son elegidos,
evidentemente debido a una falta que no les permitió participar correctamente
en el banquete de bodas. Por grande que sea el número de los llamados, por lo
tanto, no hay que hacerse ilusiones, no es suficiente ser así, ni considerarse
ya escogidos.
La palabra griega traducida como
“escogido” es eklektos, que significa “seleccionado, selecto” y también
puede traducirse como “elegido” “Elección, escoger, escogido”. Aunque es Dios
quien llama y escoge a las personas, ser “escogido” requiere de una decisión
personal; depende de cada uno aceptar el llamado de Dios y actuar en
consecuencia de él. En II Tesalonicenses 2.13-15, Pablo admite “dar siempre
gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios
os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación
por el Espíritu y la fe”.
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