24 de noviembre,
2013
Pongo hoy como testigos contra ustedes
al cielo y a la tierra: te he dado a elegir entre la vida y la muerte, entre la
bendición y la maldición. Elige la vida y vivirán tú y tu descendencia.
Deuteronomio
30.19, La Palabra (Latinoamérica)
La tradición religiosa
del Deuteronomio, que le da nombre a un libro y a un conjunto de narraciones
históricas, maneja un concepto de la alianza de Yahvé con el pueblo que fue más
allá de los avatares políticos y sociales. La insistencia en el don de la vida
y en la manera en que debía preservarse en las nuevas circunstancias que
viviría el pueblo alcanza en el cap. 30 alturas notables dentro del esquema de
renovación de la alianza. Aun cuando la experiencia demostró los diversos
escenarios por los que debía probarse su fe, la afirmación de la vida fue
central pues representa cómo Yahvé equiparó siempre su oferta de salvación integral
con una opción irrestricta con la vida en todas sus manifestaciones. El telón
de fondo es, sin duda alguna, el exilio, pues la reconstrucción de los hechos
antiguos significó verificar, retrospectivamente, si el pueblo respondió afirmativamente
a semejante propuesta divina. Félix García López, quien califica al
Deuteronomio con la feliz expresión de “ley predicada”, marca los pasos
histórico-teológicos de la solemne invitación divina a elegir la vida, como
sinónimo de renovación de la alianza, primero, por la insistencia en la
conversión: “Desde el primer versículo hasta el último Dt 30 1-10
presupone el destierro. Nada más normal, por tanto que el verbo sub (volver/convertirse) sea clave en la
unidad. Más aun, es un término central en la historia deuteronomista, escrita
en la perspectiva del exilio (cf 1 Sm 7, 3 1 Re 8 46-53 2 Re 23 25)”.[1]
En segundo lugar, “el redactor
deuteronomista albergaba la esperanza, en lo más profundo de su ser de que,
volviendo de sus pecados, Israel vuelva a ser el pueblo de Dios. Piensa que la
vuelta a Dios prepara la vuelta del destierro, que volviendo a Dios, el Señor
volverá sus ojos a Israel”. La conversión a la vida ofrecida por Dios vendría a
ser la base de la reconstrucción del pueblo, en todos los sentidos, luego de la
amarga vivencia del exilio: “El destierro y la maldición no pueden ser la última
palabra de Dios a su pueblo ni el final de la alianza. El exilio se concibe
como un medio para lograr la conversión”. Se trata de un proceso en el que Yahvé
está educando a su pueblo: “En su pedagogía divina, el Señor confía que Israel,
meditando en las causas que le llevaron al exilio y recordando las amenazas que
pesan sobre él por sus pecados, mudará su conducta y se convertirá de todo
corazón”.
La historia demostró, sin embargo,
que se requería una auténtica “circuncisión del corazón (cf. Dt 10.16 otro
texto exílico)”, romper radicalmente con el ruptura con el pecado y volver a
abrirse a Yahvé. Por eso, agrega el texto, “Dios intervendrá personalmente en
la circuncisión del corazón de Israel, para que se convierta, ame al Señor con
todo su corazón y cumpla sus preceptos (30.6, 8)”. Los mandamientos para la
vida “ya no serán una norma meramente exterior, pues se podrán interiorizar, ‘el
mandamiento está muy cerca de ti, en tu corazón…’ (cf. 30.11-14)”. Se abría así
un nuevo horizonte de fe para el pueblo en la orientación que Yahvé le
proporcionaba.
Dt 30.1-14 se conecta con la “nueva
alianza”, pregonada en los libros de Jeremías y Ezequiel, particularmente cercanos
en este punto con la teología deuteronomista (cf. Jr 31.31-34; 32.37-40; Ez
18.31; 36.26). “Se vislumbra ya una nueva panorámica, en la que la alianza de
Moab reviste los rasgos de una anticipación profética de la nueva alianza.
Probablemente, esta idea latiera ya en la mente del redactor que, como título
de toda la sección, escribió Dt 28.69: “Estos son los términos de la alianza
que el Señor ordenó a Moisés pactar con los israelitas en Moab, además de la
alianza que ya había hecho con ellos en Horeb”. La alianza de Moab tendría
mayor alcance y trascendencia que la de Horeb, pues preparaba y en cierto
sentido prefiguraba la nueva alianza.
El compromiso profundo con la vida,
con la plenitud de la existencia, se extiende en el tiempo y rebasa las
coyunturas del pueblo y de la fe. Por encima de cualquier otro criterio, la
defensa de la vida y la aceptación y práctica de toda una “cultura de la vida”,
debía marcar para siempre al pueblo de Dios en todas las épocas. Su
contraparte, la cultura de la muerte, manifestada en muchos de los pueblos y
culturas de los alrededores, se ha seguido transformando a través de la
historia y sigue ofreciendo alternativas falsas a los seres humanos para su
presencia en el mundo. En ese sentido, la oferta divina sigue plenamente
vigente hasta nuestros días, cuando los discursos de diversos tipos se
enmascaran para ofrecer cosas aparentemente ligadas a la mantención de la vida,
pero que en realidad la suprimen y anulan.
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