27
de octubre, 2013
Glorifiquen en sus corazones a Cristo,
el Señor, estando dispuestos en todo momento a dar razón de su esperanza a
cualquiera que les pida explicaciones.
I Pedro
3.15
Es
muy llamativo que, en un contexto de persecución, el apóstol Pedro exhorta a
sus lectores a responder a ella con una sólida explicación del contenido de su
fe. La disposición a que en todo momento deba darse “razón de la esperanza”
obligó a desarrollar documentos que resumieran las creencias y doctrinas que
conforman el “corpus teológico” con que las comunidades definían su comprensión
de Dios y de su obra de redención. Así surgirían con el tiempo los primeros
credos, varios de los cuales, de manera fragmentaria, pero significativa, se
encuentran desde el Nuevo Testamento (I Co 15.1-11; Fil 2.6-11; I Co 8.6; I Tim
2.5ss; 3.16; I P 3.18-22).[1] Además, existió también una fuerte
conciencia de que era preciso confesar, profesar
(jomologías, Mt 10.32; Ro
10.9-10, 15.9; Fil 2.11; I Jn 2.23, etcétera) la fe como demostración de
claridad en los principios y como fundamento de la totalidad de la vida,
entendida como espacio de aplicación y vivencia de la obra redentora de Dios.
Aceptar el contenido de la doctrina no es un acto monótono y simple sino la afirmación
pública de que la persona ha interiorizado las creencias y son la base de su
vida y pensamiento.
Los credos, por lo tanto, han querido
siempre ser resúmenes de la fe de la iglesia, encaminados a redactar en
pequeñas fórmulas accesibles a todos los creyentes su visión doctrinal. Han
surgido también por exigencias muy concretas para actualizar o movilizar la
vida de la iglesia. Es el caso de la Declaración de Barmen, que en medio de la
problemática planteada por el ascenso del nazismo en Alemania, concentró en
pocos puntos la respuesta de las iglesias que se negaron a aceptar las
imposiciones del régimen político pues atentaban contra su libertad e
independencia. En la época de la Reforma, fueron un recurso muy socorrido al
momento de definir las nuevas condiciones de las iglesias que iban surgiendo en
el fragor de los reacomodos sociales, culturales y políticos que implicó
liberarse del yugo del Vaticano en las diversas regiones europeas. Cada país,
región e iglesia que abrazaba la Reforma estaba en condiciones de formular su
nueva visión de la fe y de la doctrina. Los credos reformados, en opinión de
Karl Barth, son etapas en el camino histórico de la iglesia para clarificarse a
sí misma su fidelidad al Evangelio de Jesucristo.[2]
Algo similar, puede decirse de las
confesiones, que al ser documentos más amplios y articulados representan puntos
de partida para la preparación de otros documentos más cortos y de divulgación
formativa para las comunidades. Así sucedió con los documentos de Ginebra en la
época de Calvino, las confesiones Helvéticas (1536, 1562), Belga (1561), el
Catecismo de Heidelberg (1563), los Cánones de Dort (1619), y la Confesión de
Westminster (1647), entre varios, que produjeron textos más breves para el
estudio y la formación de los candidatos a ser miembros de la iglesia. Todos
ellos conjuntaron los saberes bíblicos, teológicos y doctrinales y los pusieron
al servicio de las iglesias que se organizaban y definían todas las áreas de su
vida, desde la organización hasta los ministerios, pasando por el culto, la
educación y la evangelización.
Ése es el sentido de la existencia de
estos documentos que no buscan suplantar, en absoluto, la autoridad de las
Escrituras sino, por el contrario, desplegar, desglosar y aplicar sus
enseñanzas para beneficio de la totalidad de la iglesia. Deben ser vistos como
patrimonio doctrinal de todas las comunidades cristianas históricas, a fin de que
cada miembro acuda a ellos para enriquecer y fortalecer su conocimiento de la
obra de Dios en la humanidad, la iglesia y el mundo. Como en el caso del
Catecismo de Heidelberg, aportan una visión profunda de las doctrinas
cristianas e intentan clarificar las posibles dudas acerca de los resultados
del trabajo teológico que las expone. Así, la opción específica que sus autores
tomaron de no incluir la doctrina de la predestinación respondió a la necesidad
de subrayar aspectos más “positivos” y menos problemáticos de la salvación. A
cambio, incluyó una de las mejores definiciones, desde el campo reformado, de
la doctrina de la justificación por la fe, pues la respuesta a la pregunta 60
la establece como sigue:
¿Cómo eres justo ante
Dios?
R. Por la sola
verdadera fe en Jesucristo,(a) de tal suerte que, aunque mi conciencia me acuse
de haber pecado gravemente contra todos los mandamientos de Dios, no habiendo
guardado jamás ninguno de ellos,(b) y estando siempre inclinado a todo mal,(c)
sin merecimiento alguno mío,(d) sólo por su gracia,(e) Dios me imputa y da(f) la
perfecta satisfacción,(g) justicia y santidad de Cristo(h) como si no hubiera
yo tenido, ni cometido algún pecado, antes bien como si yo mismo hubiera
cumplido aquella obediencia que Cristo cumplió por mí,(i)con tal que yo abrace
estas gracias y beneficios con verdadera fe.(j)
a. Ro 3:21-22, 24; Ro
5:1-2; Gá 2:16, Ef 2:8-9; Fil 3:9; b. Ro 3:19; c. Ro 7:23; d. Tito 3:5; Dt 9:6;
Ez 36:22; e. Ro 3:24; Ef 2:8; Ef 4:4; 2 Co 5:19; g. 1 Jn 2:2; h. 1 Jn 2:1; i. 2
Co 5:21; j. Ro 3:22; Jn 3:18.[3]
Se aprecia cómo se ha procesado,
mediante el filtro de la reflexión y el análisis desde esta tradición teológica,
esta doctrina se ha “asentado” aún más, para presentarse como un fundamento
sólido para la fe y la práctica de una espiritualidad sana, autocrítica y
responsable en el mundo y en la historia, pues atiende las varias vertientes
derivadas de su precisión espiritual y hasta psicológica, en el sentido de la
superación absoluta de la culpabilidad por el pecado cometido por los seres
humanos dispuestos a aceptar la obra de la gracia de Dios en sus vidas. Así,
cumplió plenamente con el propósito del catecismo y sigue siendo un modelo de
concisión y hondura para todas las generaciones. Ése es el propósito de estos
textos: sumarse a la larga cadena de seguidores/as de Jesucristo que buscan ser
consecuentes con sus creencias y su esperanza.
[1] Cf. J.N.D. Kelly, “Elementos
de credo en el Nuevo Testamento”, en Primitivos
credos cristianos. Salamanca, Secretariado Trinitario, 1980 (Koinonía, 13),
pp. 15-46.
[2] K. Barth, The theology of the reformed confessions. Louisville-Londres,
Westminster John Knox Press, 2002 (Columbia Series of Reformed Theology), pp.
38-39.
[3] Catecismo de
Heidelberg. Enseñanza de la doctrina cristiana. 4ª ed. Rijskwijk, Países
Bajos, Fundación Editorial de Literatura Reformada, 1993, pp. 32-33.
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