sábado, 22 de noviembre de 2014

Letra 395, 23 de noviembre de 2014

ESTUPEFACCIÓN
Karl Barth, Instantes
Santander, Sal Terrae, 2005, pp. 73.

“Donde abundan las palabras no faltará el pecado” (Proverbios 10.19)

La mayoría de las palabras que pronunciamos y oímos no tienen nada que ver con un diálogo entre un yo y un tú, con el intento de dos personas de escucharse mutuamente. La mayoría de nuestras palabras, habladas o escuchadas, son una cosa inhumana y bárbara, porque no se las decimos al otro y porque, al mismo tiempo, el otro tampoco quiere escucharlas. Las decimos sin querer buscarnos, sin querer ayudarnos. Y las oímos sin que nos encontremos, sin que consintamos en dejarnos ayudar. Así se habla en las conversaciones privadas, así en las predicaciones, conferencias y discusiones, así en los libros y artículos periodísticos. Así se escucha y así se lee también. Y así la palabra se vacía, convirtiéndose en mera palabra; de ahí que vivamos en medio de una inflación de palabras.
En realidad, no son vacías las palabras; vacíos son los seres humanos cuando hablan y escuchan palabras vacías. Pues vacío y fútil se muestra entonces el yo frente al tú. Hay que tener absolutamente claro que la desconfianza y la decepción no son el camino, ni aquí ni en ningún otro sitio, para mejorar las cosas. Cuando podemos hablar unos con otros y escucharnos mutuamente, queda en todo caso abierta en ese encuentro la posibilidad para el ser, en todo caso estamos ya (o todavía) en el umbral de la humanidad. Mientras podamos hablar y escuchar, no existirá obstáculo alguno para que la palabra dicha y escuchada pueda llenarse en virtud del buen uso que de ella se haga.

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LAS REGLAS DE LA ORACIÓN (VI)
Juan Calvino
Institución de la Religión Cristiana, Libro III, capítulo XX

Con la Escritura, hay que mantener siempre esta seguridad en la oración
No tienen en cuenta nuestros adversarios esta necesidad. Por esta razón cuando enseñamos a los fieles que oren al Señor con una confianza llena de seguridad, convencidos de que les es propicio y los ama, les parece que decimos una cosa del todo fuera de razón y completamente absurda. Pero si tuviesen alguna experiencia de la verdadera oración, ciertamente comprenderían que es imposible invocar a Dios como conviene sin esta convicción de que Dios les ama. Mas como quiera que nadie puede comprender la virtud y la fuerza de la fe, sino aquel que por experiencia la ha sentido ya en su corazón, ¿de qué sirve disputar con una clase de hombres, que claramente deja ver que jamás ha experimentado más que una llana imaginación? Cuán importante y necesaria es esta certidumbre de que tratamos, se puede comprender principalmente por la invocación de Dios. El que no entendiere esto demuestra que tiene una conciencia sobremanera a oscuras.
Nosotros, pues, dejando aparte a esta gente ciega, confirmémonos en aquella sentencia de san Pablo; que es imposible que Dios sea invocado, excepto por aquellos que mediante el Evangelio han experimentado su misericordia y se han asegurado de que la hallarán siempre que la busquen. Porque, ¿qué clase de oración sería ésta; Oh Señor, yo ciertamente dudo si me querrás oír o no; pero como estoy muy afligido, me acojo a ti, para que si soy digno, me socorras? Ninguno de los santos, cuyas oraciones nos propone la Escritura, oró de esta manera, ni tampoco nos la enseñó el Espíritu Santo, el cual por el Apóstol nos manda que nos lleguemos confiadamente a su trono celestial para alcanzar la gracia (Heb 4.16): yen otro lagar dice que “tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de la fe en él” (Ef 3.12). Por tanto, si queremos orar con algún fruto es preciso que retengamos firmemente con ambas manos esta seguridad de que alcanzaremos lo que pedimos, la cual Dios por su propia boca nos manda que tengamos, y a la que todos los santos nos exhortan con su ejemplo. Así que no hay otra oración grata y acepta a Dios, sino aquella que procede de tal presunción — si presunción puede llamarse — de la fe, y que se funda en la plena certidumbre de la esperanza. Bien podría el Apóstol contentarse con el solo nombre de fe; pero no solamente añade confianza, sino que además la adorna y reviste de la libertad y el atrevimiento, para diferenciarnos con esta nota de los incrédulos que a la vez que nosotros oran, pero a bulto y a la ventura.
Por esta causa ora toda la Iglesia en el salmo: “Sea tu misericordia sobre nosotros, oh Jehová, según esperamos en ti” (Sal 33.22). La misma condición pone el profeta en otro lugar: “El día que yo clamare; esto sé, que Dios está por mí” (Sal 56.9). Y: “De mañana me presentaré delante de ti, y esperaré” (Sal 5.3). Por estas palabras se ve claro que nuestras oraciones son vanas y sin efecto alguno, si no van unidas a la esperanza, desde la cual, como desde una atalaya, tranquilamente esperamos en el Señor. Con lo cual está de acuerdo el orden que san Pablo sigue en su exhortación. Porque antes de instar a los fieles n orar en espíritu en todo tiempo con toda vigilancia y asiduidad, les manda que sobre todo tomen el escudo de la fe y el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios (Ef 6.16, 18).
Recuerden aquí, sin embargo, los lectores lo que antes he dicho, que la fe no sufre detrimento cuando va acompañada del sentimiento de la propia miseria del hombre, de su necesidad y bajeza. Porque por muy grande que sea la carga bajo la cual los fieles se sientan agobiados, de tal modo, que no solamente se sientan vacíos de todos aquellos bienes que podían reconciliarlos con Dios, sino, al contrario cargados de tantos pecados que son causa de que con toda justicia se enoje el Señor con ellos, a pesar de ello no deben dejar de presentarse delante de l, ni han de perturbarles tanto ese sentimiento, que les impida acogerse a Él; y a que ésta, y ninguna otra, es la entrada para llegar al Señor. Porque la oración no se nos ordena para que con ella nos glorifiquemos arrogantemente delante de Dios, o para que no nos preocupemos para nada de nosotros; sino para que confesando nuestros pecados, lloremos nuestras miserias delante de Dios, como suelen familiarmente los hijos exponer sus quejas, para que los padres las remedien.
Y aún más; el gran cúmulo de nuestros pecados debe estar lleno de estímulos que nos puncen e inciten a orar, como con su propio ejemplo nos lo enseña el profeta diciendo: “Sana mi alma, porque contra ti he pecado” (Sal 41.4). Confieso que ciertamente las punzadas de tales aguijones serian mortales, si Dios no nos socorriese. Pero nuestro buen Padre, según es de infinitamente misericordioso, aplica a tiempo el remedio con el que aquietando nuestra perturbación, apaciguando nuestras congojas y quitando de nosotros el temor, con toda afabilidad nos invita a llegamos a Él; y, no solamente nos quita los obstáculos, sino aun todo escrúpulo para de esa manera hacernos el camino más fácil y hacedero.

Esta seguridad se funda en ¡a bondad de Dios, que une la promesa al mandato de orar
En primer lugar, al mandarnos orar nos acusa con ello de impía contumacia, si no le obedecemos. No se podría dar mandamiento más preciso y explícito, que el que se contiene en el salmo: “Invócame en el día de la angustia” (Sal. 50.15). Mas como en todo lo que se refiere a la religión y al culto divino no hay cosa alguna que más insistentemente nos sea mandada en la Escritura, no hay motivo para detenerme mucho en probar esto. “Pedid”, dice el Señor, “y se os dará;. . .llamad, y se os abrirá” (Mt. 7,7). Aquí, además del precepto se añade la promesa, como es necesario. Porque aunque todos confiesan que hemos de obedecer al mandamiento de Dios, sin embargo la mayor parte volvería las espaldas cuando Dios los llamase, si El no prometiese ser accesible a ellos, y que incluso saldría a recibirlos. Supuesto, pues, esto, es absolutamente cierto que los que andan tergiversando o con rodeos para no ir directamente a Dios, son rebeldes y salvajes, y además reos de incredulidad, pues no se fían de las promesas de Dios. Y esto se debe notar más, porque los hipócritas, so pretexto de humildad y modestia, desvergonzadamente menosprecian el mandamiento de Dios y no dan crédito a su Palabra, cuando Él tan afablemente los llama a sí; y, lo que es peor, le privan de la parte principal de su culto. Porque después de haber repudiado los sacrificios, en los cuales entonces parecía consistir toda la santidad, Dios declara que lo sumo y lo más precioso ante sus ojos es que en el día de la necesidad se le invoque. Por tanto, cuando Él pide lo que es suyo y nos insta a que le obedezcamos alegremente, no hay pretextos, por bonitos y hermosos que parezcan, que nos excusen.

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ANTE EL CLAMOR POR LOS ESTUDIANTES DESAPARECIDOS (II)

ALC Noticias,  8 de noviembre de 2014

Luego de varias semanas de marchas en diversas ciudades del país y del mundo, la captura del ex presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca, y de su esposa, María de los Ángeles Pineda, habría hecho pensar en un camino de solución, pero tampoco se avizora que abone de forma inmediata para ello. El contexto político, en este caso, se ha viciado bastante por las disputas entre los partidos para inculparse mutuamente, aunque ha sido el PRD, de centro-izquierda, el más afectado, pues Abarca pertenece a ese partido, el cual se ha deslindado de sus acciones.
Algunos analistas, como Héctor Palacio y Raúl Zibechi  se han expresado en términos muy duros acerca de la fragilidad del Estado de derecho en México y de la incapacidad gubernamental para hacer justicia. Palacio escribió “El horror, el terror y el error de ser mexicano y vivir en México”, donde afirma: “Algunos ya explican que la omisión del gobierno federal, del PRD y demás autoridades o instituciones, se habría debido a los compromisos de este partido en torno al Pacto por México en el proceso de las reformas impulsadas por el gobierno federal. […] ¿Se trata de un crimen de Estado o de la organización delictiva o de ambas partes? ¿Qué se necesita para que México sea un país “normal” en el cual la sociedad pueda vivir su vida en paz?”.  Zibechi, citando a la cadena informativa Al Jazeera, comenta que el número de muertos, decapitados y desaparecidos en México es superior a los ocasionados por el Estado Islámico. Luis González de Alba ha sugerido que, en realidad, el problema de fondo en la región de Guerrero es el comercio de la amapola para la producción de opio (98% del total que se envía a Estados Unidos) y que los estudiantes quedaron en medio de una venganza entre narcotraficantes.

Con la conferencia de prensa del procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, el viernes 7 de noviembre, en la que anunció la captura de tres personas miembros de la organización “Guerreros unidos”, que participaron en el secuestro de los estudiantes, quienes declararon que éstos fueron calcinados, el sesgo del asunto sigue siendo impredecible, aunque la protesta continuará, lo mismo que la exigencia por la aplicación de la justicia. Ciertamente, el gobierno no ha aceptado del todo dicha versión, lo que no aminora en absoluto la tensión, porque acaso el simbolismo mayor de la cínica respuesta de las autoridades federales sea la despótica reacción del procurador, quien se ha manifestado “cansado” de la manera en que los padres de los estudiantes desaparecidos se han conducido con él en su afán por obtener alguna respuesta a sus legítimas demandas. (LC-O)

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