16 de noviembre,
2014
Asimismo,
a pesar de que somos débiles, el Espíritu viene en nuestra ayuda; aunque no
sabemos lo que nos conviene pedir, el Espíritu intercede por nosotros de manera
misteriosa. Y Dios, que sondea lo más profundo del ser, conoce cuál es el
sentir de ese Espíritu que intercede por los creyentes de acuerdo con su divina
voluntad.
Romanos 8.26-27, La Palabra (Hispanoamérica)
Si
Dios hubiera atendido todas las absurdas oraciones tontas que he hecho en mi
vida, ¿dónde estaría yo ahora?[1]
C.S.
Lewis, Si Dios no escuchase. Cartas a Malcolm
¿Qué sucede, en
realidad, cuando alguien ora? ¿Cómo entra en juego el deseo humano al momento
de situarse ante la divinidad y solicitar su ayuda, su intervención, su apoyo
urgente? ¿De qué tipo de espiritualidad proceden las palabras proferidas en el
momento de dirigirse al ser supremo? ¿Cómo tratar, en la oración, con un Dios
que lo sabe todo y que lo puede todo, cuando se experimenta la máxima debilidad
humana? ¿Existe el convencimiento de entrar a la eternidad divina y obtener
algún beneficio mediante la oración constante? ¿Se logra entender que la
intercesión de Jesucristo en la oración es el puente que nos abre acceso a esa
eternidad? Lo ha dicho muy bien C.S. Lewis en ese libro extraordinario, Cartas a Malcolm: “Desde hace tiempo
estamos de acuerdo en que, si nuestras plegarias son atendidas, son atendidas
desde la creación del mundo. Ni Dios ni
sus actos están en el tiempo”.[2]
Pero eso no significa que no se conduela ni que su ser, que se encuentra
instalado permanentemente en la eternidad, se desatiende de sus criaturas. Por
el contrario, mediante Jesucristo quiso abrir la puerta eterna para que por los
“escalones” de la historia sea posible ascender hasta su “trono” para obtener beneficios
de su mano.
Pero la oración en
sí, no deja de ser una gran paradoja, una “voz contradictoria”, puesto que si
dogmáticamente aceptamos que existe un decreto universal y absoluto sobre todas
las cosas, del cual se derivan los demás decretos específicos que atañen a la
vida de cada persona, no obstante, la exhortación bíblica, de Jesús mismo y de
los sus apóstoles, consiste en persistir en la oración como un medio de
consuelo, petición y búsqueda. Como lo ha dicho Rubem Alves: “La oración es
súplica, petición, lucha con Dios. Y en ella el hombre revela su protesta
contra las cosas, tal como son, y la esperanza de que su deseo sea capaz de
operar una nueva causalidad que habrá de cambiar el curso de los eventos”.[3]
Y agrega:
¿Por
qué se ora? Cada creyente ora, si y sólo si, él cree que, de alguna forma
misteriosa, sus deseos son capaces de mover a una voluntad suprema, que
permanecería impasible si la voz de la oración no fuese articulada. Él ora
porque cree que su oración tiene el poder para poner en acción una eficacia
extra que no existiría si permaneciese en silencio.
La oración, por lo tanto, revela algo sorprendente: un
creyente que no cree en la Providencia como causalidad de hierro, y un Dios
diferente que acoge los deseos humanos y altera el curso de las cosas.[4]
La práctica de la
oración, como tarea eminentemente espiritual, forma parte de una dinámica
trinitaria y cristológica. Trinitaria, porque la persona que ora se sitúa en el
horizonte divino, adentro mismo del Dios eterno que ha querido relacionarse con
la historia y que en Jesucristo y a través de su Espíritu se manifiesta a cada
creyente en tiempos y formas diferentes, pero siempre desde una actitud
dominada por la gracia y el amor. Cristológica, porque de no ser por lo
acontecido en la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, los/as
creyentes aún se moverían entre falacias y supersticiones ligadas a la manera
en que Dios se coloca frente a tantas expresiones humanas que intentan ser
verdaderas oraciones sin lograrlo. A eso se refería San Pablo en Romanos 8, ese
extenso discurso espiritual y teológico en el que profundizó en las grandes
realidades aludidas por la fe en la obra de Jesucristo y que ha marcado rotundamente
el comportamiento de la cristiandad, no sólo en el tema de la oración sino en
muchas direcciones.
Pablo de Tarso atribuyó
a la acción del Espíritu tanto el querer orar y obrar, como el suceso mismo: es
notable la cantidad de veces (19) que se refiere al Espíritu en este capítulo y
a su intervención directa en la vida de fe de los creyentes para sostenerla y
mantenerla precisamente en el rumbo adecuado, es decir, en una sana relación
con el Dios de Jesucristo, no ya desde la perspectiva de la antigüedad que se
está superando. La “vida cristiana” se define como una auténtica “vida en el
Espíritu” (vv. 1-11). Es el Espíritu el que permite que cada creyente
experimente la paternidad de Dios en plenitud (vv. 14-17). En relación con la
oración, el verbo clave de este accionar es “gemir” (o “suspirar”, como traduce la versión La Palabra la expresión stenagmois),
es decir, una exclamación profunda que acompaña, intercede y apoya, “en
nuestra debilidad”, la oración humana proferida también por su iniciativa. De
tal modo que la conducción de la oración acontece por mediación del Espíritu
para “sintonizar” con los designios de Dios y para aplicarlos en el corazón y
en la vida de cada persona: “Y Dios, que sondea lo más profundo del ser, conoce
cuál es el sentir de ese Espíritu que intercede por los creyentes de acuerdo
con su divina voluntad” (v. 27). Este “sondear en el ser” es una búsqueda y un
conocimiento existencial profundo que se ubica en lo más hondo de cada ser
humano que ora.
Como lo ha
resumido Karl Barth:
El espíritu actúa en lo que le es propio y tiene sus propios caminos.
No somos nosotros los que le tenemos a él, sino que él nos
tiene a nosotros. Él está primero, “él viene en ayuda de nuestra
debilidad”. Él es el creator spiritus. Porque “debilidad”, carne y no espíritu, humano y no divino, pecador y no justo, es también nuestro gemir. Si es oído y aceptado ante Dios,
entonces ante Dios y sólo ante él. Debilidad es también nuestro
aguardar por paciente, por creyente que sea. Él puede ser también un aguardar
en el infierno, un aguardar indeterminado, desesperado, pasivo, sin carácter y
sin valía, un aguardar a nada y, por tanto, un aguardar que no se verá
consumado. Y nadie nos garantiza que nuestro aguardar no sea de este tipo.
¡Nadie salvo Dios! Que el espíritu se adelanta a nosotros, que la verdad
en sí misma es verdad, esto es la fuerza en nuestra debilidad.[5]
[1] C.S. Lewis, Si Dios no escuchase. Cartas a Malcolm. Trad. J.L. del Barco. Madrid,
Rialp, 2001, p. 41.
[2] Ibid.,
pp.
61-62. Énfasis agregado.
[3] R. Alves, “La voz contradictoria:
la oración”, en Saborear el infinito.
Antología de textos. México, Dabar-Centro Basilea, 2008, p. 143.
[4] Idem.
[5] K. Barth, Carta a los romanos. Trad.
A. Martínez de la Pera. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1998, pp. 382-383.
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