2 de noviembre,
2014
Una
vez estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando terminó de orar, uno de los
discípulos le dijo: —Señor, enséñanos a orar, al igual que Juan enseñaba a sus
discípulos.
Lucas 11.1, La Palabra (Hispanoamérica)
Difícil,
mas no imposible, es para el hombre adquirir el arte de orar. […]
Por
principio de cuentas, entra la virtud de la fe. Sin fe no hay oración; una fe
débil no es el apoyo necesario para la auténtica oración.
Cuando
el hombre reconoce su incapacidad radical de superar las circunstancias graves
que amenazan su integridad, hasta el punto de afrontar la realidad, siente
entonces en lo más profundo de sí mismo la necesidad de orar, se siente ligado
a un Ser superior.
La
vida no puede estar centrada en uno mismo, en el hombre. Éste tiene imperiosa
necesidad de abrirse.
Cuando
el hombre cree que es el único protagonista de su obra, entonces la oración es
únicamente “tiempo perdido”, como si no fuera necesaria la oración y tampoco
fuera necesario Dios.[1]
Aprender a orar
con el Maestro de Dolores, con el Primogénito de la Creación, no fue ni es poca
cosa. Aprender de sus labios el mejor modelo de oración es una experiencia indescriptible,
útil para toda vida de fe. Ver al Maestro y Profeta por excelencia “orando en
cierto lugar” debió ser el testimonio de una relación de amor inquebrantable,
permanente y a prueba de cualquier intersticio de duda. Saber que el Maestro no
perdió jamás la comunicación con el Creador y Padre era la garantía y seguridad
absoluta de que las promesas se cumplirían, una por una, a su tiempo y en el
lugar preciso. Estamos, pues, ante el umbral de la suprema Escuela de Oración,
a punto de aprender el Alfabeto de la plegaria, por parte de aquél que,
habiendo provenido de las entrañas mismas de la divinidad consideró siempre que
el contacto con su Padre debió mantenerse incólume, sin rasgaduras ni suspensiones.
Él oraba en todo tiempo para mantener esa conexión fluida, limpia, sana,
interminable…
El Maestro,
apegado a su permanente hábito de acercarse al Padre, es referido en un momento
más de plegaria, de cuyo contenido no podremos enterarnos, pues sólo se
menciona que lo hizo “en cierto lugar” indeterminado, pero que ocuparía un
espacio privilegiado en la memoria de los discípulos.
El
capítulo 11 de Lucas presenta el primer bosquejo de “escuela de oración”. Jesús
sugiere el punto fundamental del método y los contenidos esenciales por
verificar en el encuentro con el Padre que está en los cielos. Es como el
revelarse de la esencia de tantos silencios que marcan la vida de Jesús, cuando
buscan los lugares solitarios, las cimas de los montes o el espacio envolvente
de una noche de oración. En el capítulo 11 también aparece el misterio de un
silencio, “Jesús ora en cierto lugar”, que suscita en los discípulos reverente
respeto ante una oración importante y deseo de aprender lo que Jesús ha vivido.[2]
Los discípulos comenzaron a aprender a orar desde que
vieron a Jesús en su permanente búsqueda del Padre, una búsqueda dentro del
mundo, de la historia, para poder ser capaz de otorgar sentido a todo lo que
hacía, lo que veía, lo que le afectaba. Era, en definitiva, una oración situada, diferente a aquel
contacto en la eternidad de lo divino del corazón de lo sagrado, desde donde se
desprendió para vivir entre los seres humanos, humano él mismo, sin fisuras ni
falsas solidaridades, plenamente comprometido con la existencia, la angustia,
el sufrimiento, la alegría y todos los dones que Dios entregó a la humanidad.
La oración es una expresión de adhesión a los proyectos del Padre (E.
Masseroni), por lo que al abrir los labios en esa dirección se sigue la
orientación de Jesús mismo. “La oración no es, pues, aquello de lo que se habla,
sino una experiencia que se vive y suscita la nostalgia de Dios. En Jesús es un
testimonio que habla por sí solo: se autorrevela. […] Jesús enseña a orar
orando. El Padrenuestro es la manifestación de una comunión vivida. De la oración
no surgen solamente las curvas que deciden el camino de la misión en el mundo,
sino también la fuerza y el secreto de la fidelidad al proyecto del Padre en su
realización”.[3]
Se debe aprender a
orar para discernir y entrar a participar de los tiempos y acciones de Dios. Los
discípulos percibieron que el movimiento de Juan el bautista era distinto al de
Jesús y dedujeron también que debían orar en una dirección diferente. Acaso
para canalizar sus ímpetus libertarios violentos o para realizar las acciones que
su maestro esperaba de ellos. “La oración había de corresponder a la novedad de
su predicación, había de ser un distintivo que uniera a sus discípulos entre sí
y los separara de los demás. También los discípulos de Jesús quieren poseer una
oración que fluya de la proclamación del reino de Dios y esté marcada por el
hecho salvífico, cuyos testigos han venido a ser ellos”.[4]
Lo cierto es que el distintivo de esta nueva oración vendría a ser el sello de
una espiritualidad para la acción y de una acción espiritual en permanente
servicio, de la misma manera como lo vivió Jesús a cada momento.
Se le pide al
Señor, ahora mismo, que nuevamente nos enseñe a orar, para superar los lenguajes
caducos, anquilosados, adocenados, que nos hacen repetir, detrás de fórmulas aprendidas
y repetidas en exceso, las mismas cosas, las mismas orientaciones. Por eso la
oración tiene que renovarse continuamente para sintonizar nuevamente con el espíritu
de Jesús y así lograr lo que él mismo buscó con sus discípulos: “que debían
orar en cualquier circunstancia, sin jamás desanimarse” (Lc 18.1). En esa otra
ocasión les contó una historia al respecto, la de una viuda persistente que
solicitaba justicia. ¿Acaso era una voz como las que ahora se escuchan en esas
familias mutiladas y expectantes ante la posible muerte de sus hijos?
La
situación de vida y el actuar de esta viuda no presentan un caso aislado en la
antigüedad. Con su ejemplo, la parábola condensa la experiencia de muchas
viudas, las cuales, conforme la tradición veterotestamentaria, tantas veces
están expuestas a la injusticia y a la no realización de sus derechos. La
parábola de Jesús asume positivamente la experiencia de esta viuda que lucha
por su derecho, y lo conquista. Con esto, la parábola quiere estimular y animar
a las personas creyentes a la oración activa y continua en medio de los
sufrimientos de la vida. Por lo tanto, la parábola refleja la situación de vida
de las viudas que, muchas veces, tuvieron que levantarse e imponerse para
garantizar sus derechos.[…]
Aquí viene a flote nuevamente el hecho de que Dios
toma partido a favor de las personas excluidas. ¡Dios hará que el derecho y la
justicia se hagan realidad, y esto a partir de su misericordia! Esto significa
simultáneamente el juicio de aquellas personas que tienen endurecido su
corazón, que no se convierten y que, en situaciones de injusticia, causan mucho
sufrimiento e injusticia (Rm 2.4-10). Esta paciencia de Dios, llena de
misericordia y relacionada también con el juicio, pertenece a la tradición
bíblica (Ex 34.6ss; Sal 7.12; Jr 15.15; Si 35 y otros). Esta paciencia, por lo
tanto, es característica de Dios: Dios es, por así decirlo, contrapuesto, como
juez paciente/misericordioso, al juez injusto.[5]
[1] José R. Ramírez, “Señor,
enséñanos a orar”, en El Informador, Guadalajara,
www.informador.com.mx/suplementos/2010/220562/6/senor-ensenanos-a-orar.htm.
[2] Enrico Masseroni, Enséñanos
a orar. Un camino a la escuela del Evangelio. 2ª ed. Madrid, San Pablo, 2010,
p. 85.
[3] Ibid.,
pp.
85-86.
[4] “La nueva oración”, en www.mercaba.org/FICHAS/BIBLIA/Lc/LUCAS-11.htm.
[5] Ivoni Richter
Reimer, “El poder de una protagonista. La oración de las personas excluidas (Lc
18,1-8)”, en RIBLA, núm. 25, www.claiweb.org/ribla/ribla25/el%20poder%20de%20una%20protagonista.html.
No hay comentarios:
Publicar un comentario