9 de noviembre,
2014
Velen
y oren para que no desfallezcan en la prueba. Es cierto que tienen buena
voluntad, pero les faltan las fuerzas.
Mateo 26.41, La Palabra (Hispanoamérica)
Un inventario de
las frases que dedica el Nuevo Testamento a la crítica de la oración como
discurso humano debe incluir aquellas afirmaciones que cuestionan radicalmente
las tendencias hacia la auto-complacencia que frecuentemente acechan a quienes
desean practicar la plegaria: tradiciones, actitudes, prejuicios, excesos,
limitaciones… A cada paso, los textos van mostrando caminos alternativos para
que esa práctica cumpla sus propósitos divinos y humanos a cabalidad. Siendo lo
que es, un puente entre la eternidad de Dios y la temporalidad humana, su
ejercicio debe tener muy en cuenta la consigna que tanto citaba Karl Barth,
tomada de Eclesiastés: “Que no se precipite tu boca ni se apresure tu mente a
pronunciar una palabra ante Dios, porque Dios está en el cielo y tú estás en la
tierra. Por eso, sé parco en palabras…” (5.2). El propio Señor Jesucristo, de
hecho y dicho, plasmó en los Evangelios diversas orientaciones para responder a
la petición de los discípulos sobre una oración propia, pues queda la impresión
de que no solamente lo hizo con el llamado Padrenuestro sino que continuó
ofreciendo pautas para orar y orar bien.
En un instante
supremo de su entrega, abandono y cercanía ante la muerte violenta, Jesús de
Nazaret se postra una vez más a orar y deja un inmenso legado de autoridad
espiritual al confrontar su doble disposición absoluta (para Dios y para la humanidad)
con la escasa o casi nula visión de sus discípulos ante el martirio que estaba
a punto de enfrentar. La única arma de que se vale Jesús frente a sus
adversario será la oración y la obediencia a la voluntad de su Padre: “Quédense
aquí sentados mientras yo voy un poco más allá a orar” (Mt 26.36b). Sólo
tres de sus seguidores lo acompañan en la intimidad y a quienes les confiesa la
angustia, el dolor y el miedo que experimentó. Él mismo solicita el
acompañamiento: “Me está invadiendo una tristeza de muerte. Quédense aquí y
velen conmigo” (26.38b). El dramatismo humano que describe el relato es
mayúsculo, pues estamos ante un hombre que sabe que será asesinado cruelmente y
que busca la fortaleza para enfrentar su muerte únicamente de parte de su
Padre. Ninguna lectura piadosa o positivista puede ocultar el hecho de que, aun
cuando conocía su destino, dejó de padecer corporalmente la tensión y la crisis
de afrontar semejante situación.
Al mirar hacia el
Padre, el contenido de la oración está llena de un patetismo y de una
sublimidad escalofriantes: “Padre mío, si es posible, aparta de mí esta copa de
amargura; pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (26.39b).
La experiencia de amargura y desolación es puesta en la balanza de la sumisión
ante el peso de las circunstancias y de la voluntad del Padre que lo conducían
inevitablemente hacia la muerte prematura e injusta. “Los hombres esperan un
Dios que demuestre su potencia. Si Jesús muere condenado como un criminal,
despreciarán al Dios de quien se fiaba. Para el sistema de poder, el Dios
impotente aparece como falso. […] Aparecen aquí la fuerza y la debilidad de
Dios”.[1] Jesús asume la
total debilidad, en el extremo de la humanidad inocente que está a merced de un
sistema criminal que no vacila en eliminar a quien cree que le estorba para
llevar a cabo sus planes. En la historia de Jesús, como en tantas ocasiones, se
mezclan los planes superiores del Dios redentor, que trabaja para l redención
humana, con los de sistemas humanos que imponen el rigor de la muerte forzada.
El resultado es, para el Evangelio, una lección de obediencia y entrega por
parte de Jesús, lo que condena a la oscuridad y el juicio a los esbirros de la
injusticia y la maldad.
En medio de esta
agonía material y espiritual, existencial, Jesús vuelve a mirar a sus seguidores más
cercanos y, sin ánimo de recriminarles, les dice. “¿Ni siquiera han podido
velar una hora conmigo?” (26.40b). Era lo normal, pues el horizonte mesiánico
de Jesús rebasaba totalmente la escasez de miras de sus seguidores que no
comprendían todavía los alcances de lo que estaba sucediendo, el grado de
complejidad de la labor salvífica de quien estaba enfrentando a los poderes
terrenales con la fuerza de la fe y la obediencia, baluartes débiles, pero
superiores, ante la brutalidad de una realidad totalmente opuesta a los
designios de Dios. “El Padre que se revela en Getsemaní es completamente
distinto del Dios que la humanidad conocía. No es el Dios de la imposición y el
triunfo, sino el Padre que acepta su fracaso ante la historia con tal de ser
fiel a su amor y hacer posible al hombre su plenitud” (Idem).
Las palabras que
inmediatamente pronuncia el Señor marcarían para siempre la vida de los discípulos
y orientarían la ruta a seguir en su existencia como servidores del Reino de
Dios: “Velen y oren para que no desfallezcan en la prueba. Es cierto que tienen
buena voluntad, pero les faltan las fuerzas” (26.41). “Jesús recomienda a los
tres discípulos que estén en vela con él. Deben presenciar la terrible sensación
de fracaso que supone una muerte como la suya. A los ojos del mundo, Jesús no
va a ser liberado ni reivindicado. Los enemigos van a triunfar y su dios va a
ser considerado como el verdadero”.[2]
Jesús ha elevado una petición condicionada (“Padre mío, si no es posible que esta copa de amargura pase sin que yo la beba…”,
26.42b), con lo que reconoce que no le es posible penetrar a las profundidades
del designio divino y recomienda lo mismo a los discípulos. Invocar a Dios como
Padre también es llegar a ese nivel de compenetración y confianza: no se deja
de expresar la ansiedad y el deseo, pero tampoco se impone algo, irresponsablemente,
a la soberanía divina, incuestionable. A la dictadura de la realidad no se le
opone la concepción o práctica de una fe ajena a los motivos incontrolables de
la supremacía divina. No es con golpes de timón espectaculares o superficiales como
Dios arregla las cosas: lo que ha de suceder irremediablemente debe pasar por
el filtro de la contingencia y de la permisividad divina. Jesús no pasa por
encima de estas realidades y, finalmente, llega a la conclusión teológicamente
más sana: “…hágase lo que tú quieras” (26.42c), congruente en absoluto con la oración
que enseñó antes (6.10).
Pero velar y orar
es la tarea del discípulo/a de ayer y siempre. El sueño pesado impide tener
claridad para advertir lo que está aconteciendo y el Señor lo subraya, pero las
cosas siguen su curso y él las afrontará, no estoicamente, sino luego de esta
lección de lucha y agonía que atraviesa a la fe cristiana de arriba abajo y que
queda deja constancia de las raíces profundas de la manera en que pasó por los
demás tragos amargos de la tortura y la muerte ignominiosa. Velar y orar para
no entrar en tentación, ésa es la encomienda del Maestro. Si la carne es débil
pues se cimbra ante la intensidad de los conflictos, la fortaleza espiritual
vendrá como sustento del propio Dios.
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