sábado, 8 de noviembre de 2014

"Velad y orad para que no entréis en tentación...", L. Cervantes-O.

9 de noviembre, 2014

Velen y oren para que no desfallezcan en la prueba. Es cierto que tienen buena voluntad, pero les faltan las fuerzas.
Mateo 26.41, La Palabra (Hispanoamérica)

Un inventario de las frases que dedica el Nuevo Testamento a la crítica de la oración como discurso humano debe incluir aquellas afirmaciones que cuestionan radicalmente las tendencias hacia la auto-complacencia que frecuentemente acechan a quienes desean practicar la plegaria: tradiciones, actitudes, prejuicios, excesos, limitaciones… A cada paso, los textos van mostrando caminos alternativos para que esa práctica cumpla sus propósitos divinos y humanos a cabalidad. Siendo lo que es, un puente entre la eternidad de Dios y la temporalidad humana, su ejercicio debe tener muy en cuenta la consigna que tanto citaba Karl Barth, tomada de Eclesiastés: “Que no se precipite tu boca ni se apresure tu mente a pronunciar una palabra ante Dios, porque Dios está en el cielo y tú estás en la tierra. Por eso, sé parco en palabras…” (5.2). El propio Señor Jesucristo, de hecho y dicho, plasmó en los Evangelios diversas orientaciones para responder a la petición de los discípulos sobre una oración propia, pues queda la impresión de que no solamente lo hizo con el llamado Padrenuestro sino que continuó ofreciendo pautas para orar y orar bien.

En un instante supremo de su entrega, abandono y cercanía ante la muerte violenta, Jesús de Nazaret se postra una vez más a orar y deja un inmenso legado de autoridad espiritual al confrontar su doble disposición absoluta (para Dios y para la humanidad) con la escasa o casi nula visión de sus discípulos ante el martirio que estaba a punto de enfrentar. La única arma de que se vale Jesús frente a sus adversario será la oración y la obediencia a la voluntad de su Padre: “Quédense aquí sentados mientras yo voy un poco más allá a orar” (Mt 26.36b). Sólo tres de sus seguidores lo acompañan en la intimidad y a quienes les confiesa la angustia, el dolor y el miedo que experimentó. Él mismo solicita el acompañamiento: “Me está invadiendo una tristeza de muerte. Quédense aquí y velen conmigo” (26.38b). El dramatismo humano que describe el relato es mayúsculo, pues estamos ante un hombre que sabe que será asesinado cruelmente y que busca la fortaleza para enfrentar su muerte únicamente de parte de su Padre. Ninguna lectura piadosa o positivista puede ocultar el hecho de que, aun cuando conocía su destino, dejó de padecer corporalmente la tensión y la crisis de afrontar semejante situación.

Al mirar hacia el Padre, el contenido de la oración está llena de un patetismo y de una sublimidad escalofriantes: “Padre mío, si es posible, aparta de mí esta copa de amargura; pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (26.39b). La experiencia de amargura y desolación es puesta en la balanza de la sumisión ante el peso de las circunstancias y de la voluntad del Padre que lo conducían inevitablemente hacia la muerte prematura e injusta. “Los hombres esperan un Dios que demuestre su potencia. Si Jesús muere condenado como un criminal, despreciarán al Dios de quien se fiaba. Para el sistema de poder, el Dios impotente aparece como falso. […] Aparecen aquí la fuerza y la debilidad de Dios”.[1] Jesús asume la total debilidad, en el extremo de la humanidad inocente que está a merced de un sistema criminal que no vacila en eliminar a quien cree que le estorba para llevar a cabo sus planes. En la historia de Jesús, como en tantas ocasiones, se mezclan los planes superiores del Dios redentor, que trabaja para l redención humana, con los de sistemas humanos que imponen el rigor de la muerte forzada. El resultado es, para el Evangelio, una lección de obediencia y entrega por parte de Jesús, lo que condena a la oscuridad y el juicio a los esbirros de la injusticia y la maldad.

En medio de esta agonía material y espiritual, existencial, Jesús vuelve a mirar a sus seguidores más cercanos y, sin ánimo de recriminarles, les dice. “¿Ni siquiera han podido velar una hora conmigo?” (26.40b). Era lo normal, pues el horizonte mesiánico de Jesús rebasaba totalmente la escasez de miras de sus seguidores que no comprendían todavía los alcances de lo que estaba sucediendo, el grado de complejidad de la labor salvífica de quien estaba enfrentando a los poderes terrenales con la fuerza de la fe y la obediencia, baluartes débiles, pero superiores, ante la brutalidad de una realidad totalmente opuesta a los designios de Dios. “El Padre que se revela en Getsemaní es completamente distinto del Dios que la humanidad conocía. No es el Dios de la imposición y el triunfo, sino el Padre que acepta su fracaso ante la historia con tal de ser fiel a su amor y hacer posible al hombre su plenitud” (Idem).

Las palabras que inmediatamente pronuncia el Señor marcarían para siempre la vida de los discípulos y orientarían la ruta a seguir en su existencia como servidores del Reino de Dios: “Velen y oren para que no desfallezcan en la prueba. Es cierto que tienen buena voluntad, pero les faltan las fuerzas” (26.41). “Jesús recomienda a los tres discípulos que estén en vela con él. Deben presenciar la terrible sensación de fracaso que supone una muerte como la suya. A los ojos del mundo, Jesús no va a ser liberado ni reivindicado. Los enemigos van a triunfar y su dios va a ser considerado como el verdadero”.[2] Jesús ha elevado una petición condicionada (“Padre mío, si no es posible que esta copa de amargura pase sin que yo la beba…”, 26.42b), con lo que reconoce que no le es posible penetrar a las profundidades del designio divino y recomienda lo mismo a los discípulos. Invocar a Dios como Padre también es llegar a ese nivel de compenetración y confianza: no se deja de expresar la ansiedad y el deseo, pero tampoco se impone algo, irresponsablemente, a la soberanía divina, incuestionable. A la dictadura de la realidad no se le opone la concepción o práctica de una fe ajena a los motivos incontrolables de la supremacía divina. No es con golpes de timón espectaculares o superficiales como Dios arregla las cosas: lo que ha de suceder irremediablemente debe pasar por el filtro de la contingencia y de la permisividad divina. Jesús no pasa por encima de estas realidades y, finalmente, llega a la conclusión teológicamente más sana: “…hágase lo que tú quieras” (26.42c), congruente en absoluto con la oración que enseñó antes (6.10).

Pero velar y orar es la tarea del discípulo/a de ayer y siempre. El sueño pesado impide tener claridad para advertir lo que está aconteciendo y el Señor lo subraya, pero las cosas siguen su curso y él las afrontará, no estoicamente, sino luego de esta lección de lucha y agonía que atraviesa a la fe cristiana de arriba abajo y que queda deja constancia de las raíces profundas de la manera en que pasó por los demás tragos amargos de la tortura y la muerte ignominiosa. Velar y orar para no entrar en tentación, ésa es la encomienda del Maestro. Si la carne es débil pues se cimbra ante la intensidad de los conflictos, la fortaleza espiritual vendrá como sustento del propio Dios.



[1] J. Mateos y F. Camacho, El evangelio de Mateo. Lectura comentada. Madrid, Cristiandad, 1981, p. 259.
[2] Ibid., pp. 259-260.

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