9 de octubre, 2016
Al
contrario, vivo con mucha disciplina y trato de dominarme a mí mismo. Pues si
anuncio a otros la buena noticia, no quiero que al final Dios me descalifique a
mí.
I Corintios 9.27, Traducción en Lenguaje Actual
Libertad cristiana y fidelidad al servicio del Señor
El pasaje elegido
de I Corintios 9 comienza con las palabras que impactaron de tal manera a
Martín Lutero, que resuenan intensamente en el documento de 1520, La libertad del cristiano, uno de los
textos que en ese año contribuyeron a delinear las líneas fundacionales del
movimiento iniciado tres años antes. La fuerza con que Lutero retomó el
espíritu de dicho texto paulino marcó indeleblemente la concepción ya
propiamente protestante de la libertad cristiana y consolidó la práctica de una
fe que ya no miraría hacia atrás. Por lo que se ve, el reformador alemán
sintonizó a tal grado con la mentalidad de san Pablo, que la agudeza con que
leyó esta carta en particular se convirtió en un comentario coyuntural, pero de
gran alcance para la marcha de la fe protestante, diferenciada con claridad de
sus antecedentes católico-romanos. El punto de partida del documento es
contundente:
A fin de que conozcamos a
fondo lo que es el cristiano y sepamos en qué consiste la libertad que para él
adquirió Cristo y de la cual le ha hecho donación –como tantas veces repite el
apóstol Pablo– quisiera asentar estas dos afirmaciones:
·
El cristiano es libre señor de todas las cosas y no
está sujeto a nadie.
·
El cristiano es servidor de todas las cosas y está
supeditado a todos.
Ambas
afirmaciones se encuentran claramente expuestas en las epístolas de San Pablo:
“Por lo cual, siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos” (1 Co 9.19). Asimismo:
“No debáis a nadie nada sino el amaros unos a otros” (Ro 13.8). El amor empero
es servicial y se supedita a aquello en que está puesto; y a los gálatas donde
se dice de Cristo mismo: “Dios envió a su hijo, nacido de mujer y nacido bajo
la ley” (Gál 4.4).[1]
Podría decirse que
todo el capítulo exigió una relectura centrada en la figura del
apóstol-reformador que asumió su papel como un genuino intermediario de Dios
para las comunidades de su tiempo. La amplia auto-presentación del apóstol (I
Co 9.1-18) es toda una lección de sobriedad cristiana y de una firmeza digna de
ser imitada siempre: “Yo no anuncio la buena noticia de Cristo para sentirme
importante. Lo hago porque Dios así me lo ordenó. ¡Y pobre de mí si no lo hago!”
(v. 16). Lutero debió identificarse profundamente con esas palabras tan
pertinentes para delinear el compromiso y la fidelidad a la que es llamado
cualquiera que desee enrolarse en la promoción del Evangelio de Jesucristo. La
libertad cristiana, expuesta magistralmente por el apóstol y retomada por el
reformador, viene hasta nosotros hoy con la misma exigencia de rigor espiritual
y de disciplina ética para afrontar semejante tarea. Es la base de una
disciplina que, más allá de los hábitos y rituales religiosos, debía
desarrollarse en cada creyente, pues aunque todos habían sido llamados a ser
apóstoles como él, requerían esa visión y ese modelo de pensamiento y acción
para estar en la primera fila de la iglesia y así dar un testimonio consecuente,
con su vida, de la acción de Jesucristo en el mundo para redimir a las personas
y establecer su Reino en el mundo a través de la iglesia. Pablo y Lutero son,
en ese sentido, maestros de una espiritualidad y de una vocación ministerial a
toda prueba.
La disciplina espiritual, legado de la Reforma
La segunda parte
de I Co 9 (vv. 19-27) es un resumen de la disciplina que necesita la fe para
desarrollarse de la forma más plena en la vida de los seguidores/as de Jesucristo.
Con la libertad como premisa básica, es posible afrontar la realidad de servicio
en la persona de los demás (19). Es el punto de partida que Lutero adoptó como
consigna al transformar el libero
arbitrio (libre albedrío) en servo
arbitrio (en su controversia con
Erasmo de Rotterdam de 1524-1525), que podría traducirse como “la esclavitud de
la voluntad”, y en donde afirma. “Pero ‘cuando viene otro más fuerte que él y
lo vence y nos lleva a nosotros como su botín’ [Lc 11.21-22], somos otra vez
siervos y cautivos de Dios mediante su Espíritu (lo cual sin embargo es
libertad de reyes), de modo que queremos y hacemos gustosos lo que él mismo
quiere. Así la voluntad humana es puesta en medio cual bestia de carga: si se
sienta encima Dios, quiere lo que Dios quiere y va en la dirección que Dios le
indica, como dice el Salmo: ‘He sido hecho como una bestia de carga, y siempre
estoy contigo’ [Sal 73.22-23]”.[2]
La compañía con judíos y con no judíos (20-21) permitió al apóstol adoptar una
postura intercultural que hoy, más que nunca, debe seguir siendo la consigna de
quien pretende transmitir el Evangelio, a fin de hacerlo comprensible para
todos (22-23).
A continuación, la
carrera atlética es una gran metáfora de la vida cristiana fiel y constante: “Ustedes
saben que, en una carrera, no todos ganan el premio, sino uno solo. Pues
nuestra vida como seguidores de Cristo es como una carrera, así que vivamos
bien para llevarnos el premio” (24). Para participar, es necesario entrenarse
con seriedad y dejar de hacer aquello que perjudique la competencia: alimentación,
sueño, diversiones, entre otras cosas (25). Privarse de algunas de ellas para asegurar
un mejor desempeño no necesariamente es un sacrificio, pues es parte de la
disciplina requerida. El propio apóstol dice que se esfuerza para alcanzar el
premio anunciado, la recompensa para tanto empeño (26a). Se lucha con un propósito
bien definido (26b). Y es ahí donde se plantea la importancia de disciplinar el
espíritu como tarea personal y propia del creyente llamado para el servicio (es
decir, todos): “Al contrario, vivo con mucha disciplina y trato de dominarme a
mí mismo. Pues si anuncio a otros la buena noticia, no quiero que al final Dios
me descalifique a mí” (27). El comentario de Lutero a Gálatas 3 es muy aleccionador
al respecto.[3]
En línea con ese
planteamiento, san Pablo sugiere que la disciplina espiritual, positivamente,
integre al ser de cada persona la disciplina de la mente, el cuerpo y el espíritu,
y el dominio propio, del que ha hablado en otros lugares también (egkrateúontai, I Co 7.9: al carecer de él,
es mejor casarse, en ese contexto), es una actitud y un valor que debe
desarrollarse permanentemente. La traducción de Reina-Valera es elocuente para
la tarea de sometimiento personal y establecimiento de la disciplina: “…sino
que golpeo mi cuerpo [jukopiadso], y
lo pongo en servidumbre [doulagogô], “lo
esclavizo”: El Nuevo Testamento griego
palabra por palabra, 2012], no sea que, habiendo sido heraldo para otros,
yo mismo venga a ser eliminado”. La preocupación espiritual profunda
produce una disciplina personal, no estoica, de auto-conocimiento, para atender
aquellos aspectos en que nos sabemos más débiles, más vulnerables para ser
sometidos por poderes ajenos a los del Señor. Allí es donde la disciplina espiritual
debe manifestar el grado de madurez que hemos alcanzado en nuestro ejercicio de
la fe. Eso es parte de las grandes herencias de la tradición protestante: la
oración, la confesión únicamente dirigida al Señor, la lectura asidua de la
Biblia, la participación comprometida en el culto, la disposición para hacerse
de un acervo doctrinal sólido, etcétera. Por todo ello, la fidelidad al mensaje
cristiano deberá traducirse a la práctica sana de una disciplina espiritual que
nos capacite para responder adecuadamente a nuestras responsabilidades hacia el
Señor, único fundamento de la salvación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario