domingo, 30 de octubre de 2016

La iglesia reformada, siempre sujeta a la reforma del Espíritu, L. Cervantes-O.

30 de octubre, 2016

¿No recuerdas aquella tu disposición para escuchar y recibir? Pues mantenla y, si es preciso, cambia de conducta. Porque, si no estás alerta, vendré a ti como un ladrón, sin que puedas saber a qué hora llegaré contra ti.
Apocalipsis 3.3, Traducción en Lenguaje Actual

La mirada escrutadora del Espíritu
“Sardis era una ciudad muy antigua, fundada unos mil doscientos años antes de Cristo. Homero cantó sus antiguas glorias. Su situación estratégica en el cruce de cinco rutas comerciales y como terminal occidental del Gran Camino Real que llegaba desde Susa le proporcionaba grandes ventajas económicas”.[1] Pocas palabras tan duras del Espíritu a las iglesias de Asia Menor como las dirigidas a la iglesia de Sardis en las que, siguiendo el esquema se señalar virtudes y defectos, parecería que las cosas negativas pesaron más que las positivas: “Conozco tu comportamiento y, aunque alardeas de estar vivo, sé que estás muerto” (3.1). Prácticamente no hay nada que elogiar a esta comunidad, excepto que hay algunos creyentes de conducta irreprochable (3.4a), pues el peso del mensaje está en la necesidad de volver a la vida de fe para superar la situación de crisis por la que atravesaba. Los verbos utilizados han sido retomados muchas veces en la historia de la iglesia para referirse a la urgencia de algunas comunidades de recuperar el vigor y entusiasmo en la misión cristiana: despertar y reavivarse. Cuando esos elementos se debilitan y están a punto de perderse, el Espíritu despierta y reaviva en medio de situaciones complicadas, cercanas a la disolución y el fracaso absoluto.
La iglesia de Sardis tenía fama de estar viva, quizá por su actuación visible en algunas áreas, quizá por su buena organización, pero los criterios del Señor de la Iglesia son muy diferentes, pues al observar el panorama de las comunidades, saltan a la vista esas enormes diferencias: “Para los criterios que prevalecen en el mundo, y lamentablemente también en muchos sectores de la iglesia hoy, Efeso, Sardis y Laodicea gozaban de la ‘bendición’ del Señor y podían esperar que Cristo estuviera muy impresionado con ellos, como también lo estaban otros. Pero a Cristo no le impresionan esos éxitos. En cambio, las iglesias de Esmirna y Filadelfia parecían llevar todas las marcas del fracaso, pero Cristo estaba contento con ellas”.[2] Toda iglesia en la historia está sujeta a la crítica directa del Espíritu y a su actuación reformadora, en ocasiones radical, que lleva a cabo al interior de ellas. El gran reformador ha sido siempre el Espíritu, quien levanta personas, acontecimientos y circunstancias propicias para que el pueblo de Dios retome el buen camino. Muchos profetas del Antiguo Testamento, hombres y mujeres acompañaron procesos de reforma profunda. El propio Jesús encarnó la figura de un reformador que fustigó la religiosidad de su tiempo y propuso cambios radicales que le darían un nuevo rostro y encaminarían los proyectos divinos por rumbos muy distintos.[3]
El diagnóstico que hace el Señor es implacable y fuera de toda duda:

La condición de esta iglesia se diagnostica bajo tres síntomas mortales. En primer lugar, está dormida y no vigila, sin duda por confiar en su buena fama de “iglesia viva”. Pero a pesar de la buena imagen que ellos tenían, Cristo tiene que llamarlos a despertarse y a rescatar lo que estaba moribundo entre ellos, ya que ni siquiera se llegaban a dar cuenta de su estado agónico (3.2). En segundo lugar, los caracteriza una banal mediocridad espiritual. Es como si Cristo dijera: “Tú no llevas a feliz término ante mi Dios nada de lo que haces” (3.2). Dejan todo a medio hacer; no llevan nada hasta las últimas consecuencias. En tercer término, la mayoría de ellos han manchado sus ropas (3.4), probablemente en componendas con el culto al emperador (que florecía en Sardis) o a Cibele.[4]

Una iglesia débil, pero fiel
“Filadelfia (‘ciudad de amor fraterno’) era la ciudad de menor población e importancia de las siete localidades de Asia Menor. Era también la más joven, ya que colonizadores de Pérgamo la habían fundado en el siglo 2 a.C. y llevaba su nombre por causa de Atalo II Filadelfus de Pérgamo (159-138 a.C.). Fue fundada no tanto por su ubicación estratégica comercial o militar sino para que ejerciera una ‘misión’ específica como ciudad: ser el punto de avanzada para la cultura helenística en su penetración hacia el interior de la provincia”.[5] En este caso, el de la comunidad que en el nombre de la ciudad llevaba la marca de la fraternidad, la primera observación gobierna el resto de la admonición: “Conozco tu comportamiento y te he abierto una puerta que nadie podrá cerrar, porque, aunque eres débil, te has mantenido fiel tanto a mi mensaje como a mi persona” (3.8). La fortaleza doctrinal le permitirá a la comunidad confrontarse victoriosamente con los judíos (3.9). Y la consigna de aguantar con paciencia le dará grandes dividendos por parte del Señor en medio del sufrimiento (3.10). El lenguaje apocalíptico adquiere gran intensidad y dramatismo, además de que el anuncio de la segunda vida contribuye a ello (11a). La exhortación es a conservar fielmente su patrimonio espiritual (11b) para así alcanzar una victoria escatológica definitiva al lado del Dios eterno (12).
La aparente pobreza y debilidad de la comunidad es revalorada por el Señor y proyectada como una paradójica posibilidad de vida fiel, pero como bien comenta Stam: “El Señor sabe mirar no sólo lo que somos sino lo que por su gracia podemos llegar a ser. Pero eso depende de que seamos fieles ahora, por difíciles que sean las circunstancias del momento”.[6] La comunidad saldrá adelante con las promesas firmes de su Señor y será capaz de convertirse en una referencia para sus hermanas. Porque toda comunidad cristiana es vista en su justa realidad por el Espíritu y él sabe muy bien cuáles son las reformas precisas y efectivas que debe realizar. De ahí que la creencia reformada sobre la necesidad de estar sujetos a las reformas divinas es una parte central de la fe heredera de las transformaciones realizadas en el siglo XVI. Por ello podemos afirmar con convicción en este día tan significativo:

Los reformadores, Lutero, Zwinglio, Calvino, Bucero, Farel y otros, por unanimidad compartieron la convicción que ahora resuena en el corazón del protestantismo: ¡sólo Dios nos puede llevar a Dios! Ninguna institución eclesiástica, ningún papa, ningún clérigo nos puede conducir a él: porque, en primer lugar, Dios es quien viene a nuestro encuentro. Ninguna confesión de fe, ningún compromiso en la Iglesia, ninguna acción humana nos puede atraer la benevolencia de Dios: sólo su gracia nos salva. Ningún dogma, ninguna predicación, ninguna confesión de fe pueden hacernos conocer a Dios: sólo su Palabra nos lo revela. Dios no está sujeto a ninguna transacción posible, su gracia excede cualquier posibilidad de intercambio y reciprocidad. En el protestantismo, Dios es precisamente Dios precisamente en la medida en que nos precede y permanece libre ante cualquier forma de sumisión.[7]



[1] Juan Stam, Apocalipsis. Tomo I. Caps. 1-5. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 1999 (Comentario bíblico iberoamericano), p. 117.
[2] Ibíd., p. 110.
[3] Cf. Leszek Kolakowski, “Jesucristo: profeta y reformador”, en Vigencia y caducidad de las tradiciones cristianas. Buenos Aires, Amorrortu, 1971.
[4] Ibíd., p. 117.
[5] Ibíd., p. 137.
[6] Ibíd., p. 139.
[7] L. Gagnebin y R. Picon, Le protestantisme. La foi insoumise. París, Flammarion, 2005.

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